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Julio Álvarez Mendoza

Julio Álvarez Mendoza

(1866-1927)
Sacerdote

Nació en Guadalajara (México), el 20 de diciembre de 1866. Fueron sus padres Atanasio Álvarez y Dolores Mendoza. Ayudado por los patrones de sus padres pudo ingresar en un colegio y en el seminario de Guadalajara en el año 1880. Fue ordenado sacerdote el 2 de diciembre de 1894. Inmediatamente fue nombrado capellán de Mechoacanejo, donde permaneció hasta su muerte, siendo el primer párroco de dicha población. Al iniciarse la persecución religiosa, el arzobispo de Guadalajara dejó a los sacerdotes en libertad para concentrarse en la ciudad o permanecer en el ministerio. El padre, siguiendo el ejemplo del arzobispo, prefirió quedarse en su parroquia. Es verdad, decía, ya han sido fusilados muchos sacerdotes. Pero yo no seré de esos agraciados. Dios no escoge basura para el martirio. Celebraba y administraba los sacramentos ocultamente en los ranchos. Fue aprehendido cuando se dirigía al rancho El Salitre el 26 de marzo de 1927. Le acompañaban un muchacho y el sacristán. De camino toparon a los soldados federales. El padre se distanció de sus acompañantes, para disimular. No estaban lejos cuando los detuvieron. Otra persona que también por ahí pasaba reveló la identidad del padre: Es el cura de Mechoacanejo, les dijo. Le encontraron el breviario, una caja con hostias, un frasco de vino, un mantel, una patena y un crucifijo, que confirmaron su identidad. Los llevaron a Villa Hidalgo, Aguascalientes y León, donde estaba el cuartel del general Amaro. Que los fusilen en San Julián, dijo. San Julián fue uno de los pueblos pioneros de la revolución cristera de Jalisco. Llevaron a los prisioneros en un camión. El 30 de marzo de 1927 fue conducido al lugar de la ejecución. Serían como las 5.15 de la mañana. El padre preguntó: ¿Me van a matar? Esa es la orden que tengo, respondió el militar. Voy a morir inocente, dijo, porque no he hecho ningún mal. Mi delito es ser ministro de Dios. Yo les perdono a ustedes. Sólo les ruego que no maten a los muchachos porque son inocentes, nada deben. Cruzó entonces los brazos y los soldados recibieron la orden del fusilamiento. Su cuerpo quedó tirado a una calle de la iglesia parroquial. Cuando la gente del pueblo se enteró de que habían matado a un sacerdote, unos quisieron sepultarlo y otros querían velarlo. Por fin el señor José Carpio dijo: El cielo concedió a este pueblo la gracia de que un mártir regara con su sangre este lugar bendito, cosa que no se concede a otros. Esta sangre es hermosa, es una herencia preciosa. Estos restos deben recibir las honras que mejor podamos darles. Yo asumo todas las responsabilidades. Llévenlo a mi casa y ahí lo velaremos. A altas horas de la noche llegó un sacerdote con los ornamentos para revestir al sacerdote mártir.