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Beato Pedro de Betancur

25 de Abril. Beato Pedro de Betancur, apóstol de Guatemala (1626 – 1667).

Pedro de Betancur nació en Villaflor de Tenerife (Islas Canarias, España) el 21 de marzo de 1626. A los 20 años dejó sus islas para trasladarse a Cuba y de allí partió a Guatemala.

El 18 de febrero de 1651, cuando Pedro cruzaba el puente de San Juan Gascón para entrar en la espléndida capital de la Capitanía General de Guatemala, la tierra de Panchoy, estaba temblando. No iba cargado de riquezas ni tenía amigos. No llevaba encima más que lo necesario para cubrirse; pero dentro de sí tenía al mismo Cristo, nacido en Belén, muerto en el Calvario, resucitado al tercer día. En su boca tenía la palabra de paz del evangelizador; en sus ojos, el brillo del mandamiento nuevo: "Que os améis los unos a los otros". Así entró en la ciudad. No era clérigo; no era caballero distinguido. Estaba desprovisto de títulos. Era un peregrino, un romero. Él mismo se buscó un lugar en la ciudad, en un rincón. El corazón de Pedro, verdadero amador de Cristo, pronto quedó colmado con el dolor y el sufrimiento que pululaban en la ciudad de Santiago de los Caballeros, de Guatemala, desde la calle de los Pasos hasta la calle Ancha de los Herreros. De rodillas ante el Niño Jesús, la Santísima Virgen y San José, exponía en voz alta todas las miserias y todas las necesidades de aquellos hombres y mujeres, de aquellos niños. Para él no existían clases sociales, para él no había damas, caballeros, artesanos o indígenas; para él sólo había almas que podían perder el único negocio importante y decisivo, que es el negocio de la salvación. ¡Pueden salvarse o condenarse! ¡Ricos y pobres, sanos y enfermos, todos por igual, pueden salvarse o condenarse! Y de un modo u otro, resonaban en su cabeza las palabras de Teresa de Jesús: salvarse o condenarse... para siempre. Y arreciaba, con los clamores, la penitencia. De la contemplación del misterio de la Encarnación en Nazaret, pasaba al Calvario, para contemplar a Cristo crucificado, sediento de almas, y levantaba su voz, suplicando por aquellas grandes necesidades espirituales y materiales que le desgarraban el alma. Para hacer más eficaz su oración, para hacerse oír de Nuestro Señor, acudía a la Santísima Virgen, recurría a San José.

Pedro era un hombre que no tenía nada ni quería nada. Suyo era el dolor, el sufrimiento, la miseria, la ignorancia del prójimo. El Santo de Asís, con su pobreza completa y su abrazo generoso a la cruz de Cristo, le subyugaba, le inspiraba nuevo amor y nuevo celo.

Su caridad no le daba reposo. Su esperanza y su fe lo mantenían en vigilia, el oído atento al dolor. Y Pedro se levantaba de su rincón, buscaba al apestado, al hambriento, al desnudo, al desencaminado, y lo tomaba como hermano. Pedro, un hombre sin techo y sin pan, daba de comer al hambriento, de beber al sediento, vestía al desnudo. Acudía al rico, al poderoso, al que tiene, y, acerándole la llama de su caridad, derretía el egoísmo y hacía relumbrar la escondida generosidad de aquellos hombres. Este nuevo hermano de todos, el Hermano Pedro, con su caridad sacaba de los hombres lo mejor, los movía al bien, los empujaba a la misericordia y a la piedad. No había quien resistiera a su humildad, a su sencillez, virtudes reacias en un hombre que mostraba la virtud en toda su real belleza. Fundó la Orden Betlemita, testimonio de su amor a la contemplación de Belén, del Dios Niño y testimonio de su caridad que arrastraba; hombres y mujeres se disponían a seguir su ejemplo.

Su celo por el bien de las almas le hizo pasar, de alumno del colegio de la Compañía, a fundador de la primera escuela de párvulos que registra la historia de la educación en América Central. Como Cristo, el Hermano Pedro estaba con los pobres, comía con los ricos, instruía a los niños. Se hizo pan para el hambriento, medicina para el enfermo, consuelo para el afligido. Sus manos construyeron, su lengua educó, su conducta edificó. Correspondía lo que enseñaba con lo que vivía.

Fue el Hermano Pedro el testimonio vivo de lo que la Iglesia ha hecho y hace por el pobre, el olvidado, el huérfano, en dos mil años de historia. Al mismo tiempo enseñó qué hacer y cómo hacerlo, qué es obrar con la Iglesia y de acuerdo con la Iglesia.

Pedro de San José Betancur sirvió a Cristo en el prójimo hasta aquel 25 de abril de 1667, a los 41 años de edad, cuando expiró.