Súplica de Sanación
Padre celestial,
que nos has revelado tu bondad
en la vida y la palabra,
en la Pasión, la Muerte y la Resurrección
de tu Unigénito, nuestro Señor Jesucristo:
despierto a tus bienes y a mis males,
vengo a implorar tu misericordia
para mi vida,
para mi muerte
y para el destino eterno que me aguarda.
Desde ahora quiero aceptar tu designio sobre mí,
porque comprendo que tu voluntad habrá de realizarse,
con mi acatamiento o sin él,
pero me parece que redunda en gloria tuya
que mis rebeldías se abajen ante tu majestad
y que mi voluntad busque servirte
no por necesidad sino por amor.
Reconozco tu providencia
sobre toda mi vida;
ahora sé que siempre me cuidaste,
incluso cuando yo me descuidaba,
y que estabas más dispuesto tú
a procurar lo que me hiciera bien
que yo a evitar lo que podía hacerme mal.
Y así admito que no he sido buen señor de mi vida,
ni buen defensor de mi causa,
ni buen administrador de mis bienes.
Padre Bueno, Generoso Dador de todo bien:
atraído por tu luz,
que ha vencido mi ceguera,
quiero proclamar tu Evangelio en mi historia.
¡Oh sí! ¡Que la voz de tu Enviado y Ungido
repueble la soledad y las ruinas
que el pecado dejó en mi vida!
Padre: de otro modo no seré feliz;
de otro modo, todo será perdido para mí.
Y tú no te gozas en la muerte del pecador,
sino en que cambie de conducta y viva.
Precio soy de la Sangre de tu Hijo;
yo soy la razón de sus azotes y de su cruz;
pero sobre todo,
soy la razón del abundante amor
que destilaron sus palabras y sus heridas,
sus milagros y sus llagas,
sus oraciones y su muerte.
Por amarme llegaste a tal extremo,
y nada tengo para retribuirte lo que me diste,
sino de nuevo ofrecerte
la vida y el amor inestimable de tu Hijo,
esta vez unido a mi amor y a mi vida.
Por eso quiero y anhelo que tu victoria
sea plena, irrevocable y definitiva
en mí y en todas mis cosas.
Ahora que he vuelto a ser dueño de mí,
porque tú me posees,
clamo a tu Espíritu aquella obra de gracia
que me otorgue la libertad de servirte
con más amor y constancia.
Sí, Padre, ya que tu Palabra me concede hablar,
que tu Amor me conceda amar,
de modo que mi voluntad recupere enteramente su salud,
se desprenda de una vez y para siempre
del dominio tenebroso del mal
y se sienta atraída irresistiblemente por tu bien.
Hoy, aquí y ahora, deseo desprenderme
de lo que me apartó de ti,
por poco o por mucho;
aquí y ahora me arrepiento
de todo pecado de pensamiento,
palabra, obra u omisión;
y por eso, lleno de confianza en tu victoria,
aquí y ahora quiero perder todo afecto
a todo recuerdo, proyecto, fantasía, imagen,
lugar, sensación, palabra,
lectura, conversación,
y a toda persona o cosa,
o acto cualquiera de mi voluntad
que te haya ofendido
o que haya sido ocasión de que otros te ofendan,
sea que yo me haya dado cuenta
o que nunca lo haya sabido.
Porque dando amor a lo que tú no amas,
perdiendo el tiempo en lo que tú desprecias
y gastando mis fuerzas en lo que tú repruebas,
he robado el tiempo, las fuerzas y el amor
que te pertenecen;
ladrón he sido de tu gloria y de tu honor,
y por eso la tristeza visitó mi vida
y la amargura habitó en mi alma.
Ya no ha de ser así, Padre mío.
Ahora mi hogar será tu Providencia;
mi alimento, tu Palabra;
mi vestido, tu Cristo,
y mi destino, tu Casa.
Sea fruto de tu gracia
que toda verdad me resulte amable
y toda mentira odiosa;
habite en mí tu bondad
y séame toda maldad extraña;
tenga gusto en el dolor que me acerque a ti
y disgusto del placer que de ti me aleje.
Así me atrevo a hablarte,
y con audacia te ruego, Padre,
porque al mirar a tu Divino Hijo
en el Altar de la Cruz,
no puedo retener en mí esta palabra:
que tú eres mi fortaleza y yo tu debilidad;
tú mi curación y yo tu herida.
¡Ah, Padre, deja que le abrace,
que su amor nos una, si tan dispares somos,
para que su debilidad me haga fuerte
y sus heridas por fin me sanen!
Amén.