Pasar al contenido principal

Y Dios pidió permiso para entrar

La libertad humana es un don grande, muy grande. Tan grande que nos da algo de miedo. Tan grande que permite a Francisco de Asís el llegar a ser santo, y a Judas el traicionar al Maestro. Tan grande que Dios se detiene ante nuestra puerta, con respeto, cuando pide amor, cuando nos invita a la justicia, cuando nos enseña las bienaventuranzas, cuando nos recuerda los mandamientos.

Desde la libertad se construye la historia humana. Si le dejamos, si damos un sí generoso, Dios entra. Empieza entonces a caminar a nuestro lado, nos abre a horizontes de esperanza, nos salva. Sobre todo, nos enseña a amar, a trabajar por un mundo sin pecado, liberado de egoísmos y de injusticias. Pero sólo si le dejamos...

Hubo un sí grande, sublime, único, que marcó la historia humana, que encendió esperanzas, que permitió que la Vida se hiciese Camino y Verdad para los hombres. Un ángel, de parte de Dios, pidió permiso a una joven nazarena. Dios esperaba, sin amenazas, sin temblores, sin gritos, una respuesta. María, la doncella, abrió su corazón antes de abrir sus labios. Dijo, simplemente, humildemente, “hágase”.

Ese “hágase” de la Virgen hizo que el mundo diese un vuelco. Los hombres, sin saberlo, comenzaron a vivir con un Dios humano. La Redención se hizo carne, llanto, pasos y palabra. La oveja perdida fue encontrada. El publicano y la prostituta encontraron a Alguien que les tendía una mano de consuelo. El enfermo, el ciego, el sordo, el mudo, tocaron el milagro.

Todo fue posible gracias a un sí libre, gracias a la Virgen nazarena. En su libertad, en su corazón, pronunció el “sí” más grande de la historia humana. En su sencillez, en su pobreza, permitió que el mundo tuviese el cielo muy a la mano. En su generosidad, en su grandeza, empezó a ser “bendita entre las mujeres”.

Jesús, desde ese instante, puede ser nuestro. Gracias a Ella, a la Virgen, a María. Puede ser nuestro... si aprendemos a dar un sí, a decir “hágase”. En la libertad, porque nadie nos obliga. Con amor, con confianza, con anhelos de justicia y de paz. Como lo hizo Ella, Virgen humilde, hermana nuestra, judía universal, Mujer que ha llegado a ser Madre de todos.

Dios, cada día, vuelve a pedir permiso para entrar. En tu vida, en la mía, en la de cada historia humana. Nos ofrece perdón y misericordia, esperanza y alegría. Nos invita a amar. Basta repetir, sencillamente, humildemente, atrevidamente, las mismas palabras de María: “He aquí un simple esclavo del Señor. Que se haga en mí lo que Dios quiera...”.