Lo más característico de una vocación consiste en entregar lo que se tiene, lo que se domina, para que Dios haga lo que quiera. Y Él da lo que esa persona no controla. Se requiere fe y humildad. El que le entrega todo a Dios es el que tiene más seguridad, que es una vida basada en la obediencia de la fe que hace avanzar en esa oscuridad luminosísima. Abraham tenía su seguridad personal y era de edad avanzada pero Dios le pide salir de su tierra, de su seguridad; quiere cosas más grandes de él.
Benedicto XVI dice: “Hoy necesitamos más que nunca perseverar en la vocación, en la profesión; hoy necesitamos más que nunca personas que se entreguen por entero. Es útil que haya personas que se dediquen a una labor durante dos o tres años, pero también se necesitan otras muchas que se den por entero. Hay vocaciones que exigen la totalidad de la persona” (Dios y el mundo, p. 241).
La vocación es nuestro nombre, es lo más profundo de nosotros mismos. Allí se esclarece quién es el hombre y quién es Dios. Es el modo más exacto de definir a la persona. Hemos de agradecer y amar la propia vocación.
Dentro de esta vocación hay “llamadas pequeñas”, que son las de cada día. Así vamos siendo lo que tenemos que ser: personas fieles. Dios nos ha elegido, hemos sido llamados. ¿A qué? A ser santos en medio de las ocupaciones de cada día, del pequeño deber de cada instante.
La vocación es ir a donde no sabemos, como Abraham. La vida se puede definir como un arriesgado compromiso con Dios. La llamada implica aceptar lo que Dios me manda. Los árboles que Dios más ama son los que más poda. Si contemplamos la vida de Jesús vemos que sufrió mucho; no se le ha ahorrado nada de respuesta, de sacrificio.
Si la vocación fuera “construirme a mí mismo”, ya no habría ese riesgo, ese ímpetu de aventura. La aventura de la fe se convertiría en una búsqueda del “yo”. La vocación es respuesta a Dios, no respuesta a mí mismo. Se necesita valor para decirle que sí a Dios. “Al que venciere –dice el Apocalipsis- le daré un maná escondido, y le daré una piedrecita blanca; en la piedrecita esculpido un nombre nuevo, que nadie sabe sino aquel que lo recibe” (2,18).
Las “vocaciones chiquitas”, las de todos los días, son llamadas ocultas que sólo Dios y yo conocemos. La vocación implica incertidumbre sobre el futuro, y allí está la fe. Es voluntad de Dios que estemos pasando por momentos de bonanza o de tempestad. Vivir con alegría todos los días es amor de Dios. El camino es “ir por donde no sabemos” dice San Juan de la Cruz. La máxima libertades decir que sí a Dios.
San Pedro escribe: “Por tanto, hermanos, poned el amor esmero en fortalecer vuestra vocación y elección. Porque si os comportáis de este modo, no tropezaréis jamás. Así se os abrirá de par en par la entrada en el reino eterno de nuestro Señor y Salvador Jesucristo” (2 Pe 1, 10-12).
La vocación más grande que ha existido es la de la Virgen María. Dios nos ha llamado a cada bautizado para enriquecer a la Iglesia con la propia santidad y el apostolado. Nos ha llamado para hacer felices a los que nos rodean. Un autor del Siglo de Oro español escribe: “Entre todas las cosas humanas, ninguna hay que con mayor acuerdo se deba tratar (...) que es sobre la elección de vida que debemos seguir. Porque si en este punto se acierta, todo lo demás es acertado; y, por el contrario, si se yerra, casi todo lo demás irá errado”, escribe fray Luis de Granada (Guía de pecadores).
Hay gente que piensa que la felicidad consiste en tener controlado el futuro. No somos tan magnánimos como Dios. Él sabe más. Parece que el que puede es el más fuerte, y no es así. El que más puede es el que confía en Dios, aunque no controle los factores de su vida. Si alguno no es fiel, las cosas van a salir de todas maneras. Pero la Iglesia está hecha de fidelidades, de respuestas afirmativas. Por eso siempre se está seguro en un mar turbulento.
La toma de conciencia de la llamada de Dios es el fundamento de la esperanza de los llamados. Peter Seewald, en 1996, le hizo una entrevista al entonces Cardenal Ratzinger, y le preguntó cuántos caminos puede haber para llegar a Dios. El cardenal le respondió: “Tantos como hombres”. Luego añadió: “Tengo la certeza de que Dios se ha fijado en mí. Es una certeza en la que he basado mi vida y en la que quiero vivir y morir”.
Lo que es nuestra vocación divina, no lo comprendemos mucho. La vocación la entendemos muy poquito porque es un don de Dios. En la medida en que tratemos al Espíritu Santo, lo entenderemos. Lo mismo pasa con las Bienaventuranzas, pero entendemos las cosas en la oración. Jesucristo les explicaba cosas a sus discípulos en sus caminatas. También nosotros vamos a entender más en la oración.
Dios es el que llevará a término la obra. Los dones y la vocación de Dios son irrevocables. La entrega a Dios con corazón indiviso siempre existirá en la Iglesia. El celibato es un don de Dios. Para vivir con alegría en el camino hay que profundizar en que Dios es el que llama. El Cardenal Henry Newman decía que la vocación es vivir en estado permanente de llamada.
Uno de los Hermanos Misioneros de la Caridad le dijo a la Madre Teresa de Calcuta:
-Mi vocación es cuidar a los leprosos.
-Está equivocado, Hermano –repuso ella-. Su vocación es pertenecer a Jesús. El trabajo que realice sólo será una manera de expresarle su amor; lo de menos es lo que haga.
Algunas veces parecerá que la vocación nos supera, y sin embargo, es el faro de luz. La persona que se decide a vivir la vocación, se decide a hacer la voluntad de Dios, no un designio personal o un plan de autoafirmación. Jesús le dijo a algunos Apóstoles: Síganme y yo los haré pescadores de hombres. Jesús les dice, en otras palabras, “cambia tus esquemas y ven conmigo”. “Yo los haré”, es decir, Yo los transformaré. Dios no llama a los dotados. Dios llama para dotar. La Virgen no dijo “yo haré” sino “hágase en mí”.