Violencia juvenil y educación del corazón
Nos hemos quedado sorprendidos ante los brotes de violencia juvenil que asaltan nuestra sociedad con protagonistas juveniles (un 60% de aumento de delincuencia juvenil, desde 1992, dicen las estadísticas. Buscamos las causas y analizamos si tiene que ver la descarga de adrenalina y se puede paliar con el deporte o no, etc.). Se ha destacado estos días en la prensa que lo peor que puede tener una sociedad es acostumbrarse a la muerte y a la violencia. Hemos oído la declaración de quien mata a una compañera para tener “una nueva experiencia”, y ahí busca hacerse famosa esta pobre joven enferma de violencia.
“Esta juventud no conoce educación, los pobres…” decimos con frecuencia. Y es verdad que las estadísticas de estos días muestran que –según los estudiantes- en general hay buen nivel de transmisión de conocimientos en las diversas escuelas, pero echan en falta algo más de “disciplina”. Se habla mucho de un respeto a las normas, pero las normas no se respetan en un amplio abanico del muestrario juvenil. Me parece que no se dan motivos para cumplir las normas y por esto no se cumplen. Que la disciplina sólo es eficaz cuando hay un motivo. Me parece que la racionalidad de las reglas hay que mostrarlas en la verdad de las mismas, y no en el principio de que hay quien manda y tiene poder de dictarlas (la sociedad, que traslada este poder en manos de los gobernantes) y hay obligación de obedecerlas. Esto me parece que no convence, ni a un anarquista ni a un joven rebelde. No es que sea falso, lo que pasa es que es tan pobre el valor de una norma cuando sólo está sostenida por el poder de la fuerza…
Me parece obvio que una norma tiene valor si se sostiene por sí misma, si es verdadera, si responde a una verdad. Si está de acuerdo, en definitiva, con la verdad del hombre, pues no satisface la obediencia a una norma sin saber el por qué cumplirla. Y –como decía Nietsche- quien tiene un “por qué” hacer las cosas encuentra el “cómo”, pues al entender el motivo de por qué hay que hacer algo, su verdad, es más fácil decidirse a hacerlo porqué le da la gana, es decir porque quiere, porque ve que hay que hacerlo. Interioriza la norma.
El deseo de dar sentido a la vida se apoya sobre lo que llamamos valores humanos: sentido de racionalidad que domine sobre las pasiones, aprender a comportarse como personas libres y responsables, que sepan pedir sus derechos cuando también cumplen sus deberes, que sean creativos y no borregos en manos de los slogans por los que les manipula un sistema, que no sean individualistas sino solidarios… todo ello se va logrando con unos referentes que vivan esto que predican. Esto es lo que forma de verdad a los jóvenes, y no sermones, pues los jóvenes necesitan modelos creíbles. Primero hay que presentar ideales a la juventud, y luego ya viene –porque la voluntad es débil- la ayuda en la disciplina, una lucha decidida en conseguir esos ideales: es decir educación a través del esfuerzo.
Todo este conjunto de cualidades, superior en importancia a los conocimientos (está de moda llamarla “educación afectiva”) es la gran laguna del mundo de hoy: la educación del corazón. Si amar es el fin de la persona, aprender a amar es la gran tarea, y educar será el arte de las artes. Gregorio Marañón es quien decía haber aprendido más en la escuela primaria que en la universidad: el maestro de escuela le enseñó a ser persona activa, diligente, amante de la ciencia… los conocimientos vienen después, lo primero es crecer en las distintas etapas de la personalidad: faceta psicológica, social, espiritual… luego también el aspecto intelectual: teórica, científica, especulativa… pero sin olvidar la otra: formación integral, dirigida a toda la persona.