“La violencia puede ser, entre otras cosas, la manifestación de una autoridad o de una postura que se siente débil” (Juan Antonio González Lobato).
Es bien conocida la investigación que el Presidente Lyndón B. Johnson, en la segunda mitad de los sesenta, mandó a hacer en Estados Unidos sobre las causas de la violencia en su país. La comisión a cargo encontró que los medios, la televisión y le cine, sobre todo, durante años, habían creado un ambiente de violencia y, en consecuencia, habían debilitado las barreras que el hombre normalmente levanta contra ella en su interior y en su medio sociocultural. Los medios habían ambientado la violencia y familiarizado con ella hasta llegar a una “sociedad enamorada de la muerte”, en calificativo de Marcuse.
El 6 de febrero de 1996, se publicó en Washington otra investigación: Estudio nacional sobre la violencia en la televisión. Ha sido el estudio más importante sobre la violencia televisada realizado hasta la fecha. Llegó a las mismas conclusiones que la Comisión Jonson: “Los riesgos de asistir por televisión a la violencia ordinaria comprenden el aprendizaje de conductas violentas, la pérdida de la sensibilidad ante las consecuencias de la violencia y la tendencia a aumentar el miedo de ser víctima de la violencia”.
¿Y cómo presentan la violencia? En resumen:
1. Los autores de los actos violentos quedan impunes en 73% de los casos.
2. La televisión no suele presentar las consecuencias negativas de la violencia: dolor trastornos psicológicos, perjuicios financieros y emocionales de las víctimas.
3. La cuarta parte de las escenas violentas incluyen el uso de armas de fuego; eso puede inspirar o provocar comportamientos agresivos.
Se exalta la cultura de la violencia que reduce o anula el valor de la vida, y se muestran actos de violencia en los medios, como instrumento para alcanzar bienestar, poder y “justicia”.
La fortaleza de un país está en la familia, y hoy, la familia está siendo atacada. No es un hecho aislado, es un movimiento mundial, porque se sabe que a un país sólo lo ponen de rodillas cuando acaban con la unión familiar y los valores. De allí la importancia de fortalecer los lazos familiares.
Cuando queremos a una persona la enseñamos a refrenarse, a ser amable. El mejor modo de querer es luchar por ser amables, en el sentido profundo de la palabra. Lo mejor que puedes hacer por tu cónyuge es facilitar que te ame. Por ejemplo, si ha habido una discusión, a la hora de buscar la reconciliación es frecuente que la persona se mantenga en su posición y que no dé su brazo a torcer, en lugar de salir al encuentro del ser amado.
Facilitamos el amor cuando somos apacibles, cuando no resultamos hoscos, lejanos, por estar tan atentos a nuestro propio bienestar. Al no permitir que esa persona nos ame, impedimos que crezca como persona. A veces no facilitamos que nos quieran porque estamos demasiado pendientes de nuestro trabajo o de nuestro descanso.
Facilitar el amor es un modo sublime de amar. El fin de toda educación es enseñar a querer. Todo lo demás es medio. Si una persona se ocupa más del bien de los demás que de su propio bien, se educa. Para eso no hay recetas, sólo principios.
Uno de esos principios es: Antes de decidir, preguntarnos: ¿esto propicia que la persona quiera más y mejor a los otros? La respuesta indica lo que hemos de hacer.
Amar es perseguir el bien del otro, no por mí sino por él (o ella). Hay muchas cosas que parecen amor pero no lo son, porque no se persigue el bien del otro. “Usar” al otro no es amarlo, sea esposo, novio o amigo. La raíz de que crezcan las virtudes humanas en las personas es el amor humano. Los fallos en las virtudes humanas hacen raquítica la vida.
Cuando alguien dice: “No tengo tiempo”, hay que preguntarle: “para qué”, porque tiempo hay mucho. Hoy, no tenemos tiempo para la amistad porque hemos perdido el gusto por la amistad.
Podemos mejorar en muchos aspectos, pero como personas sólo mejoramos cuando acrisolamos la categoría de nuestros amores. Acertamos cuando decimos: “Voy a tratar de ser mejor única y exclusivamente para amar mejor a quienes tengo que amar”. Así, todo está en función del amor: Tengo que descansar para poder sonreír y querer más a quienes tengo que querer. ¿Por qué tengo que querer a los demás? Porque son personas.Ser persona es ser principio y término de amor. Tengo que amar a mi esposo, a mis hijos, amigas y amigos, y a los que no conozco, incluso al que se ha degradado, al que es drogadicto.
¿Cuál es el bien que he de desear para las personas a las que quiero? Debo procurarles todos los bienes, no sólo los materiales. Debo querer para ellos la honestidad, la rectitud, el optimismo, la existencia... Todos los bienes del ser amado se resumen en dos: que esa persona exista y que sea buena.
Amar es desear que esa persona se desarrolle, sea mejor y alcance la plenitud a la que está llamada. Decía el poeta: “¡Me ha visto, me ha mirado! Hoy creo en Dios”. Los que aman de verdad, están hablando el lenguaje de Dios.