Muchas personas, no sólo entre los jóvenes, no quieren saber nada de las normas éticas. ¿El motivo? Consideran que las normas coartan la libertad, aplastan los sueños más deseados, apagan las ilusiones, encadenan a deberes pesados, impiden la plena realización.
Este modo de pensar está muy extendido. Afecta incluso a personas honestas, que van y vienen de casa al trabajo todos los días, que cumplen sus deberes con perfección milimétrica. Detrás del comportamiento de algunas (quizá muchas) de esas personas “buenas” se esconden cierta frustración, desgana, tal vez una idea maliciosa: si fuera posible saltarse las normas sin ser descubiertos ni castigados, no tendrían la menor duda de cambiar de comportamiento.
Los corazones de los rebeldes que se saltan las normas con descaro y de los cumplidores tristes y aburridos comparten un mismo error de fondo: ver las normas como algo impuesto y contrario al dinamismo de la vida, al amor, a las ilusiones sanas. ¿No es ese uno de los puntos principales de las críticas de Nietzsche contra Sócrates, contra el cristianismo, contra Kant?
Más allá de esa crítica, descubrimos en miles de situaciones la necesidad de pautas de conducta que encaucen y orienten sanamente los deseos de cada uno, también en lo que se refiere a las necesidades fundamentales.
Ante la sed tenemos que reconocer que no toda bebida es buena: hay fuentes muy bellas de las que mana agua envenenada, hay bebidas frescas que provocan fuertes dolores en el vientre. Continuamente sentimos surgir en nosotros gustos y caprichos gástricos que podrían dañarnos y, en ocasiones, también molestar a quienes viven a nuestro lado.
La existencia de reglas y normas no se da sólo en los niveles más básicos (bebida, comida) de la existencia humana. También hay “reglas” sobre cómo caminar, cuánto tiempo dormir, qué tipos de pesos puede soportar la espalda, qué consejos ayudan para conservar o recuperar la salud. O reglas para lograr la comunicación humana: sería imposible hablar con otros sin compartir un vocabulario y una gramática comprensibles dentro de un grupo de personas y que “funcionan” sólo si respetamos férreamente las reglas del propio idioma.
Es cierto que una regla gramatical no es equivalente a una norma ética. Pero también es cierto que sin gramática no nos entendemos, y que la “fidelidad” al propio idioma tiene una cierta dimensión moral, al menos en lo que se refiere al buen uso las palabras. Desde la gramática, unida a la virtud de la veracidad, somos capaces de dialogar y de convivir.
Notamos, con lo dicho hasta ahora, que la existencia de normas se convierte en algo indispensable, vital, para el ser humano. No podemos vivir ni convivir sin asumir una serie de códigos de conducta, en lo personal (reglas sobre el comer y el beber) y en lo social (gramática, veracidad).
Pero hay algo más profundo: la condición humana nos orienta hacia horizontes de bien, de verdad, de belleza, que van mucho más lejos de los caprichos que nos atan a lo inmediato, de los impulsos que nos arrastrarían, si no respetamos las normas, hacia satisfacciones rápidas pero no siempre adecuadas a las exigencias más íntimas del ser humano.
Quien, por ejemplo, prefiere comerse un helado gigante ante la mirada de un niño pobre que no oculta su tristeza, logrará, ciertamente, una satisfacción en su paladar; pero sentirá, si en su corazón quedan destellos de amor a la justicia, una conmoción particular ante la presencia de ese niño necesitado de ayuda.
En este horizonte, la ética no se presenta como algo hostil a la realización personal, sino como la guía segura que nos aparta del egoísmo hedonista, del conformismo pasivo ante las presiones sociales, de la pereza irresponsable, de las ambiciones destructivas, para reconocer que la plenitud humana está en niveles más profundos de bondad, de belleza, de justicia.
Descubrir esos horizontes está al alcance de todos, al menos en línea de principio. Por desgracia, hay quienes han embotado tanto su capacidad de pensar que no son capaces de vivir sin pisotear a los más débiles.
Fuera de casos extremos, que incluso son rescatables por una intervención especial de Dios y con la ayuda de auténticos amigos de temple heroica, en la inmensa mayoría de los hombres y mujeres de nuestro planeta late un deseo de salir de nosotros mismos y de encontrar modos maravillosos de vivir en plenitud. Es decir, deseamos orientar nuestros pensamientos y acciones según normas éticas auténticamente bellas, justas, buenas. En ellas, y sólo en ellas, podremos vivir y morir con sentido, con dignidad, con grandeza de alma.