¿Venceremos o vencimos?
Hay cristianos que viven de modo heroico. En medio de un ambiente hostil, con una extraña sensación de ser distintos, casi como fósiles de un pasado moribundo, mantienen una fe ardiente y vigorosa. A pesar de críticas, incomprensiones, abandonos, traiciones.
En muchas ocasiones surge en nosotros este sentimiento: el mundo no nos acoge, el mundo nos odia. El mundo quisiera que dejásemos de ser sal, que empezásemos a asimilar el modo de pensar de quienes dirigen el pensamiento global o de quienes sólo creen en el “valor” de la epidermis y de las cuentas bancarias.
En los momentos difíciles hay que aferrarse a la esperanza: la victoria llegará. Cristo nos invita a no tener miedo, y no podemos dejar que triunfe la desesperanza.
Pero la lucha se hace larga, la soledad parece abrumadora, y llega el cansancio. Nuevamente, miramos al futuro, como quien desea tiempos mejores, como quien busca una ruptura entre las nubes para suspirar por un sol que parece descansar por más tiempo del debido.
Los profetas de desventuras ven el horizonte negro, desean degollar esperanzas. Nos repiten que los jóvenes ya no creen, que las familias se rompen cada vez en menos tiempo, que no nacen hijos, que las iglesias están vacías. Vemos cómo son criticados y martirizados lentamente, en la vida pública y en algunos medios de comunicación, quienes aún se atreven a dar testimonio de su fe. Nos duele el observar que presumen de ser felices quienes actúan abiertamente contra el Evangelio, como si el negar a Cristo, el renunciar a Dios, liberase y diese paz y progreso.
El Papa Benedicto XVI, en la vigilia de la Jornada Mundial de la Juventud de Colonia (20 de agosto de 2005), decía a los jóvenes: “En el siglo pasado hemos vivido revoluciones cuyo programa común fue no esperar nada de Dios, sino tomar totalmente en las propias manos la causa del mundo para transformar sus condiciones. Y hemos visto que, de este modo, un punto de vista humano y parcial se tomó como criterio absoluto de orientación. La absolutización de lo que no es absoluto, sino relativo, se llama totalitarismo”.
Ante este panorama, el Papa no tenía miedo en afirmar la certeza de la victoria verdadera, la que viene de Dios y no de las intrigas humanas: “No son las ideologías las que salvan el mundo, sino sólo dirigir la mirada al Dios viviente, que es nuestro creador, el garante de nuestra libertad, el garante de lo que es realmente bueno y auténtico. La revolución verdadera consiste únicamente en mirar a Dios, que es la medida de lo que es justo y, al mismo tiempo, es el amor eterno. Y, ¿qué puede salvarnos, si no es el amor?”
Ante las olas del ateísmo y del indiferentismo, ante las ideologías del poder o del placer, hemos de tomar la mano de Cristo. Más aún, hemos de recordar que la victoria no está por llegar, sino que ya ha llegado: fue el día de la Pascua. ¡Cristo está vivo! La certeza cambia los horizontes, llena el corazón de energía, da paz ante la hora de la prueba. Una certeza que enciende sonrisas en los mártires de los mil patíbulos del planeta, que llena de estupor a los amigos del “progreso” y de la vida fácil.
“Confiad, yo he vencido al mundo” (Jn 16,33). El Maestro, el Señor, ya ha triunfado: su victoria es también nuestra. Aunque la noche del mal cante victorias aparentes. Aunque los enemigos de la Luz celebren la llegada de tinieblas mal llamadas “modernidad” y “liberación”. Aunque los reflectores apunten a estrellas fugaces que nada saben del valor de la humildad, de la pureza, de la misericordia.
Ya hemos vencido con Cristo. Aquí radica nuestra fe y nuestra certeza. Aquí encontramos la fuente de nuestra alegría y de nuestra intrepidez. Aquí nace la energía que nos permite, como Iglesia, testimoniar que el Amor es la última palabra de la historia, la salvación más profunda que todos deseamos. “Nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene, y hemos creído en él” (1Jn 4,16).