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Úsese y tírese

Muchas veces nos hemos pasado el tiempo viendo la televisión. Una tarde sosegada en la que parecía que nada me perturbaría he jugado al nuevo deporte del “zapping” que así le llaman en lengua inglesa y que aún no conoce vocablo propio en la lengua de Cervantes. Huérfanos de tal palabra, estamos haciendo el zapping ante un arsenal de cincuenta canales que la tecnología permite en algunos países. Cincuenta diversas posibilidades para aprender, para disfrutar o simplemente para descansar. Mirando sin ver y oyendo sin escuchar me enganché sin querer en una de esas que llaman “telenovelas” vespertinas. He buscado en mi inconsciente las fuerzas que me llevaron a detenerme en ese canal televisivo y por más que voy y vengo no lo he podido descubrir.

Dejando a un lado mi inconsciente lo que conscientemente llamó poderosamente mi atención fue la trama principal. Era fácil de entender aunque no había tenido la oportunidad de seguir la trama los días anteriores. Todo se basaba en el intercambio de pareja entre los personajes principales. Intercambio que dicho sea de paso, se realizaba más fácilmente y a un menor costo que las transacciones en la bolsa de valores. Me han dicho que en otras telenovelas la cuestión de las transacciones es moneda de uso diario. En historias que aparentan ser de la vida real, es lo más común que convivan la primera, la segunda y hasta la tercera esposa en una supuesta armonía o contrariamente, en un desmedido afán de destrucción mutua. Quien fue antes el yerno, o sea, el esposo de la hija se convierte en amante. Todo este trueque de parejas es producto de la pérdida del amor o de la infidelidad que nunca se perdona, y que se convierten en el mejor pretexto para romper un compromiso.

Sobresaltado he buscado en el ritual de matrimonios la fórmula exacta y he descansado al ver que las palabras siguen ahí, sin cambio alguno, como monumento a la fidelidad mutua: “...hasta que la muerte nos separe”. Entonces, ¿qué pasa? ¿Por qué ese alarde de infidelidad hasta llegarla a convertir en tema constante de telenovelas, películas, canciones y forma de vida?

Mucha de esta realidad de nuestros días se basa en una visión del amor de “úsese y tírese”. Esa visión del amor en la que lo que hoy me satisface mañana puede causarme fastidio, donde la incondicionalidad del amor carece de sentido real, compromete la felicidad y realización del hombre en su más profundo significado, que niega su principal característica y finalidad: el amor, la capacidad de darse al otro, de unir su intimidad a otro ser igual en dignidad. Esa es la visión que ha orillado a tantas parejas a la infidelidad, al hastío o a la búsqueda de nuevas experiencias, que lejos de ser el mejor tema para un espectáculo de telenovela o simplemente un “caso de la vida real”, es una realidad dolorosa de la que muchos son protagonistas.

Y ya metido en investigaciones volví a leer un libro que habla de la verdad profunda del amor conyugal. Sus palabras iluminaron mis dudas y perplejidades ante lo que había visto en la telenovela: “El amor conyugal es ante todo un amor plenamente humano, es decir, sensible y espiritual al mismo tiempo. No es por tanto una simple efusión del instinto y del sentimiento sino que es también y principalmente un acto de la voluntad libre, destinado a mantenerse y a crecer mediante las alegrías y los dolores de la vida cotidiana, de forma que los esposos se conviertan en un solo corazón y en una sola alma y juntos alcancen su perfección humana.” (Humanae vitae 9)

Quien así hablaba en julio de 1968 era ni más ni menos que Paulo VI en una de las encíclicas que todo católico que se precie de serlo debería tener como libro de cabecera. No voy a citar más los textos de esta maravillosa encíclica para que usted, lector, lectora que me sigue cibernéticamente en este espacio pueda meterse de lleno en la lectura apasionante de este documento. 

No es fácil la fidelidad conyugal en un mundo que invita a la aventura y a la supuesta autorrealización extramarital. Vivir bajo el significado real del amor de pareja implica dos cosas: Primero: una decisión que nace de la intimidad de cada uno para comprometerse libremente. Es un “quiero serte fiel, quiero amarte y respetarte”, y no un “estaré contigo sólo si no implica sacrificarme demasiado, si no cometes errores o si la veleta de mis sentimientos o mis pasiones no se inclina hacia otro lado”. Segundo: este amor se construye, se renueva día a día, ya que la primera promesa no es una garantía de fidelidad, sino que es el inicio de la fidelidad. Lo que se promete en el rito del matrimonio si no se renueva día a día, termina por marchitarse o morir.

En este proceso, es indispensable considerar que la infidelidad o el hastío en la vida de pareja son en gran parte, enfermedades del amor, no la muerte del amor, y por tanto tienen curación. No deben ser el motivo para acabar una relación matrimonial sino un bache en el camino para reflexionar sobre la propia entrega en el amor. Es cierto que la parte agraviada en la infidelidad sufre. El cónyuge traicionado, según el psicólogo Aarón Beck “le da un significado simbólico muy fuerte a la infidelidad. Ve en ello una amenaza al matrimonio. Y esta amenaza no es imaginaria.” 

Ahora bien, cuando estos baches se presentan, cada uno debe ser consciente que la búsqueda de la tan trillada y engañosa “oportunidad de realizarse”, es una decisión que compromete, no sólo la propia vida sino la de la pareja, y en ocasiones hasta la de los hijos. La propia realización consiste en ser fiel a la promesa de fidelidad que se ha emitido en el día del matrimonio.

La plena realización del hombre está dentro de sí mismo, en su capacidad de amar y comprometerse de por vida. Vivir con esta meta es la mejor empresa que cualquier ser humano puede emprender, que hace de la vida una aventura y no una falacia que sucede sólo en las telenovelas.