Mi
ahijado me preguntó si había algún impedimento para que se fumara un
cigarro cuando terminamos de comer. Con paternal acogida, le di una
palmada en el hombro y acepté de buen grado su confianza y sinceridad.
Con ágil bocanada de humo azul lo encendió y yo no le puse más
atención. Sólo cuando se despidió, con su amplia sonrisa de trece años,
me quedé pensando sí hice bien en aceptar su cigarrito.
Me llamó la atención que una situación tan sencilla me creara una
cruda moral tan intensa, traté de olvidarlo. Pero mis preocupaciones
aumentaron cuando mi compadre me preguntó si yo había aconsejado a su
hijo que fumar no tenía ninguna mala consecuencia para un jovencito.
Habría sido fácil escudarme en que yo no había dicho cosa
semejante. Pero mi reflexión voló más allá de la autodefensa y me quedé
pensativo.
Mi compadre quedó algo desconcertado al no recibir ninguna
respuesta. Me miró, entre preocupado e intrigado, y volvió a repetirme
la cuestión. Sacudí la cabeza, al mismo tiempo que le sonreí y le dije:
"Sí. No con esas mismas palabras, pero favorecí abiertamente que tu
hijo se echara el cigarro a la boca. Pero, antes que me digas nada,
quiero interpretar tu pensamiento. No debí hacerlo. La educación de tu
hijo es cosa tuya y se debe respetar. Ya me lo había dicho mi buena
alarma."
Como la cara de mi compadre adquiría gestos cada vez más
desconcertados, concluí amistosamente: "No te preocupes. Este error me
ha despertado la conciencia."