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Un valor no cotizable: la vida de cada hombre

El problema de la vida no se plantea jamás en soledad. El hombre sabe que vive gracias a otros, que crece desde las decisiones de muchas personas, y que se integra en la sociedad mediante procesos muy complicados de inculturación y socialización (dos palabras que “llenan la boca”, aunque no siempre sepamos definir exactamente lo que significan...), en los cuales intervienen muchas personas (papás, profesores, amigos, televisión, etc.).

Por lo mismo, es posible que surjan una serie de disyuntivas, que requieren buscar respuestas coherentes, tanto a nivel filosófico como a nivel religioso.

El primer problema puede originarse desde dentro o desde fuera del hombre, y queda formulado con una sencilla pregunta: yo, ¿para qué existo? ¿Cuál es el papel, en el gran concierto de la existencia humana, de mi vivir y actuar? Tales preguntas nacen cuando uno no conoce verdaderamente el sentido de su vida, ni su valor, ni su utilidad. Ante un vegetar invadido por la cotidianidad, en el que se suceden los hechos sin ningún orden ni concierto, y en el que se da más un “ser vivido” que un asumir el protagonismo de la propia biografía, no es raro que llegue el momento de la pregunta radical, que deja al desnudo el vacío profundo de una personalidad sin fines ni metas.

Es importante notar que esta pregunta, nacida desde lo más profundo del corazón, no es sólo propia del existencialismo contemporáneo. La historia nos presenta ejemplos de seres como nosotros que, ante un desastre tribal o ecológico, una enfermedad, la muerte de un ser querido, la traición y el abandono de los que eran considerados amigos, una ancianidad prolongada en medio de la soledad y el abandono, han llegado a la desesperación, al hastío, al suicidio. La vida, para tales personas, quedó ensombrecida por la duda radical, esa que nace de una creencia de base: yo no tengo ya nada que aportar a la sociedad, ni el mundo externo espera nada de mí.

Desde dentro, pues, puede nacer la sensación del “sobrar”, del estar de más, del no poder contribuir en nada a la sociedad. Pero también se producen impulsos ciegos (a veces con vestiduras racionales) “desde fuera”, en grupos sociales o en personas particulares, para quienes una determinada vida (o las vidas de un entero grupo racial o social) no sólo resulta perjudicial, sino que debe ser eliminada. Nos horrorizan todavía hoy los relatos de exterminios tribales en el mundo antiguo, en el que caían, a filo de espada, los guerreros vencidos, sus mujeres y sus niños, y nos llena aún más de dolor y de rabia el constatar que tales excesos no sólo no han sido erradicados, sino que han continuado incluso en el mundo moderno, ante los ojos atónitos de los reporteros que filman horrores ingentes.

En el fondo de tales comportamientos subyace una visión del “otro” como enemigo del propio bienestar. El bien común debe regir la vida social, en esto podemos estar todos de acuerdo. No nos ponemos en sintonía, en cambio, cuando se trata de decidir si tal o cual medida gubernativa favorecerá o no el bien de la sociedad. Y los problemas son mayores cuando se trata de decidir qué tipos de comportamientos personales deben ser impedidos en orden a la prosecución del bien común.

En este sentido, conviene recordar que el bien común se entiende siempre en función de la realización de todos los miembros de la sociedad. Nunca, en nombre de tal realización, será lícito colocar a seres inocentes e indefensos, según parámetros más o menos arbitrarios, y según las posibilidades de la propia posición de fuerza y poder, al margen no sólo del acceso a los bienes a los que todos tenemos derecho, sino como si fuesen enemigos del mismo bienestar social. Si bien es verdad que cierto tipo de personas (supuestamente responsables de sus actos) dañan con sus comportamientos la convivencia ciudadana, y merecen por ello la cárcel, también es cierto que jamás la vida de ningún hombre o mujer, en sí misma considerada, puede ser estimada como perjudicial para la realización del bien común social.

Tal afirmación, de un valor indiscutible hasta hace poco en la tradición filosófica occidental más genuina, se encuentra ahora en entredicho. Los padres tienen el poder virtual de decidir si su hijo recién concebido resulta o no nocivo según sus propios proyectos de realización personal, con la puerta siempre abierta a la “solución” del aborto (sin hablar de los casos de infanticidio que de vez en cuando saltan a la luz pública, y de todos aquellos que nos resultan desconocidos, pero no por ello dejan de ser menos reales). La misma sociedad, a nivel nacional e internacional, impone en no pocos casos a las parejas sistemas de control demográfico, incluso con ardides y trampas que van desde la esterilización forzada e indiscriminada a sutiles programas televisivos en los que el modelo subrepticio parece repetir, una y otra vez: “la familia pequeña vive mejor”...

La filosofía tiene que hacer notar el error de las posturas ideológicas, o de las actuaciones personales o comunitarias, que hagan del “otro” o de los “otros” simples datos o factores subordinables a programas más o menos ingeniosos, pero muchas veces contrarios al respeto que se debe a cualquier vida humana. En el proceso de globalización hace falta levantar bien en alto la bandera del pensamiento humanístico y cristiano, que defienda el puesto del hombre como ser digno de respeto, por encima de la pobreza o la riqueza, de la edad, de la cultura, de la función social que se ejerza o de las cualidades físicas que puedan adornar o afear el rostro misterioso de cualquier compañero de camino. Desde ese respeto y, más en profundidad, desde el amor verdadero, cada uno podrá descubrir el sentido de su vida, podrá reconocer su dignidad, podrá caminar “con la cabeza en alto”, incluso si vive largas jornadas acostado en su lecho de dolor, sabiendo que su vida vale mucho, muchísimo, más allá de las subidas o bajadas de las bolsas de México, New York, Tokio, Sao Paolo o Londres.