Cuando está a punto de cumplir ochenta y tres años y cinco como Papa, es un buen momento para hacer balance de la gestión de Benedicto XVI. Cada vez que se examina la labor de un Pontífice hay que ver, al menos, tres aspectos: su ejemplo personal, la tarea que ha realizado hacia dentro y la que ha llevado a cabo hacia fuera. En el primer punto, a nadie que le examine con honestidad le puede caber duda de que es un santo, sabio y humilde; la pesada cruz que está llevando, incluida la reciente petición para que le enjuicien cuando viaje a Inglaterra, no hace sino agrandar su figura y situarle ya en vida en el grupo de los Papas mártires, que tanto abundaron en los primeros siglos de la Iglesia.
Su trabajo como pastor de la Iglesia ha tenido diversos matices. Uno es la reforma litúrgica (la llamada “reforma de la reforma”, encargada al cardenal Cañizares). Otro es el de aumentar los controles para el nombramiento de obispos. No hay que olvidar sus enseñanzas, desde la calificación de la situación actual como una “dictadura del relativismo”, hasta sus tres encíclicas (Deus caritas est, Spe salvi y Caritas in veritate).
Por último, si bien es verdad que no ha sido un “Papa viajero”, tampoco ha dejado de visitar países que, en algún caso, no se puede decir que le esperaban con los brazos abiertos (Alemania, Polonia, España, Turquía, Brasil, Austria, Estados Unidos, Australia, Francia, Camerún, Angola, Israel, Jordania y Chequia).
¿Qué es lo más destacado de su Pontificado? Sin duda, su humildad para llevar la Cruz que le han puesto encima. Es un Papa santo y la historia le hará justicia.