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Un helado de fresas

Hace calor. Llego ante una heladería. Una vitrina me muestra una variedad polícroma de helados. Uno de ellos es de fresas. Me encantan las fresas y los helados, y tengo un poco de dinero en el bolsillo...

Cada hombre experimenta, de mil modos, la tendencia hacia algo. Un helado, una corbata, un vestido de moda, un coche, una bebida, una marca de plumas, una actividad (ir al cine, ir de excursión, quedarme en casa viendo una película). Cada cosa se me presenta como buena, como capaz de satisfacer un deseo. Pero ninguna agota mi libertad, ninguna me obliga a cogerla sin posibilidad de escapatorias.

En la sed más asfixiante, puedo hacer un acto de autocontrol y no tomar esa bebida que anuncian mil carteles publicitarios. En el hambre (bueno, en eso que no es hambre pero se le parece) de mediodía puedo esperar a llegar a casa o pararme antes a tomar un aperitivo. En el cansancio psicológico, puedo hacer un poco de deporte o salir para dar vueltas con los amigos en la plaza.

Entré a la tienda y pedí el helado de fresas. Salgo a la calle y lo saboreo. Frente a mí alguien se detiene. Los ojos de un niño pobre me penetran, por sorpresa, con un deje de envidia y de cariño.

En mi bolsillo ya no quedan monedas ni billetes: con los tiempos que corren, uno sale de casa con lo mínimo indispensable. Pero la mirada de ese niño me susurra que pude haber empleado mi dinero en algo tan sencillo y tan humano como pagarle un helado de fresas a quien no lo tiene. A un niño que sueña y quiere, como yo, como todos, un pedazo de felicidad. Tan sencilla y tan fácil como la que podemos conseguir (él tiene tanto derecho como yo) con un simple y sencillo helado de fresas...