Un mecánico sabe del motor del coche mucho más que otros, que apenas pueden lograr que el coche arranque por las mañanas. Un médico sabe, no siempre a la perfección, lo que le pasa al paciente, mientras el paciente suele explicar lo que le ocurre con palabras muy poco precisas y con no poca confusión. Un químico entiende cómo funciona un determinado tipo de explosivos mucho mejor que quienes disfrutan de las explosiones de unos fuegos artificiales.
En pocas palabras, es claro que algunos saben más que otros en cierto tipo de temas. Por eso, en lo que se refiere a las técnicas, la mayoría de la gente deja la palabra al experto. Pero hay otros temas sobre los que muchos opinan, aunque algunos no sepan casi nada, o tengan una gran confusión mental en la cabeza.
Por ejemplo, hay personas que creen saber mucho de religión porque han leído bastantes libros. Algunas de esas personas afirman, casi con autoridad absoluta, que todas las religiones son iguales. Otros, con la misma presunción, no dudan en decir que para los musulmanes Mahoma es Dios (esperamos que ningún musulmán escucha una afirmación tan fuera del lugar), al igual que para los cristianos Cristo es Dios, o para los budistas Buda es Dios.
Otros dicen que han estudiado en un colegio católico y así se sienten con derecho de hablar de religión, cuando en realidad no saben distinguir entre lo que es un dogma cristiano y lo que es una devoción popular. Los ejemplos podrían multiplicarse, y nos dan una idea de la gran confusión que reina respecto a los temas religiosos...
Algo parecido puede decirse sobre la bioética. Muchos hablan de las células estaminales (llamadas también células madre) y no todos saben ni qué son, ni para qué sirven, ni cómo se obtienen. Los medios de comunicación tocan con bastante frecuencia estos temas, pero un periódico o un telediario no son una conferencia científica (bajaría mucho la audiencia) y no pocas veces, en vez de promover la claridad, aumentan la confusión. Otras veces presentan las opiniones de dos “expertos” que dicen uno lo contrario del otro, como si con eso la gente fuese capaz de decidir quién tiene la razón, cuando muchas veces quedan más confusos que antes.
En política y en economía la situación no está mejor. ¿Conviene aumentar los salarios o los impuestos? ¿Sirve una reconversión industrial de este sector? ¿Ayuda a la economía de un país abrir las fronteras al libre comercio o proteger las industrias y la agricultura con fuertes impuestos sobre los productos extranjeros? Sin embargo, en estos temas la gente se siente interpelada, es llamada a votar, y tiene que escoger entre un candidato que pide menos impuestos para todos y otro que anuncia que va a aumentar las pensiones (sin decir siempre cómo obtendrá el dinero para lograr sus promesas electorales).
Nos vendría muy bien que Sócrates pudiese revivir en algún personaje más o menos simpático, pero capaz de hacernos ver que hablamos de muchas cosas que, de verdad, no conocemos bien. O, lo que es peor, que conocemos con bastantes errores, algunos muy graves. Con la ayuda de este personaje empezaríamos a ser más prudentes al hablar, a sopesar con más serenidad lo que dice un medio informativo (la noticia de hoy resulta falsa dentro de tres días), a reconocer que no se aprende estrategia militar leyendo una novela de Tom Clancy ni que somos más peritos en lo que es el Opus Dei después de haber leído “El código Da Vinci”.
La Biblia nos recuerda que existe un tiempo para callar y otro tiempo para hablar (cf. Qo 3,7). Callar es posible cuando nos damos cuenta que no sabemos, que tenemos mucho que aprender. Buscar un buen maestro, encontrar una buena ayuda, será algo que anhelemos desde lo más profundo del corazón, si tenemos esa sana humildad, socrática y cristiana, que nos haga decir: Sé que no sé casi nada sobre esto o lo otro. Sólo así podremos añadir: Voy a buscar, de la mano de quienes saben y tienen buena voluntad, caminos para avanzar un poco hacia lo verdadero.
De este modo, sólo de este modo, después de un escuchar sereno, profundo, reflexivo, algún día seremos capaz de ofrecer una palabra sensata a los demás. Quien nos pregunte sobre temas en los que hemos profundizado con seriedad y amor recibirá algo de luz, aunque a veces nuestra respuesta sea un sencillo y honesto: todavía no sé, estoy buscando, ¿vienes conmigo?