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«Temple de acero», nominada a diez premios Óscar

¿Quebrantable o con temple de acero?

«Temple de acero» es una historia  situada en el viejo oeste en 1878. Está basada en la novela de Charles Portis, prolífico escritor que maravilló a los estadounidenses a través de las páginas de esta historia y que, esta vez, es traída a la pantalla grande con mayor fidelidad a la novela, que la versión anterior.

Para quienes consideran que las historias del oeste son predecibles, la gran sorpresa de esta cinta es que, en esta ocasión, el ritmo de la película poco tiene que ver con el género “western”. Los escenarios y los personajes podían parecer comunes: Un árido desierto, pueblos desolados por el crimen, los pistoleros que no temen morir en el siguiente enfrentamiento y la dama en peligro. Pero tal vez lo  más sorprendente de este film, es que la historia está contada desde la perspectiva de la pequeña Mattie Ross, quien con un temple insospechado, viaja por el país infestado de delincuentes y convictos, buscando justicia para su padre, que murió a sangre fría supuestamente por una deuda de dos monedas de oro y que hace que todo el contexto quede en segundo plano.

Para lograr su cometido, Mattie, con tan solo 14 años, se escapa de su casa y localiza a Rooster Cogburn, un hombre con un oscuro pasado, -pues se decía que era el alguacil más despiadado del mundo-, para que le ayude a encontrar al asesino y así poder vengar la muerte de su padre.

Después de rogarle una y otra vez y viendo que no era posible quitársela de encima, Rooster accede a ayudar a Mattie a cazar a Tom Chaney. Sin embargo, en el camino de ambos se aparece el policía texano LaBoeuf, un parlanchín justiciero que también quiere atrapar al delincuente, para llevarlo a un tribunal en Texas por crímenes anteriores.

Así, los tres parten a la búsqueda del delincuente, con sólo dos puntos en común: la misión de encontrar al asesino y la obstinación por conseguir aquello que se proponen. Las aventuras y la relación de amistad que se da entre ellos es el centro de la historia y en fin,  es lo que probará quien tiene en realidad un temple de acero.

Al estilo de la filmación de los hermanos Coen, esta cinta tiene elementos extraordinarios en las actuaciones y especialmente en la trama de la amistad, que hacen de ésta, una historia con personajes entrañables.

Un relato cuyo motor es el deseo de venganza, el ánimo de hacer justicia por propia mano y la frialdad de cobrar cuentas pendientes a cualquier precio. Este deseo de venganza, que tiene grado de obsesión, responde al dolor y a la indignación, pero responde también al carácter empeñado de los protagonistas, que se conjunta.

Una historia que me hizo reflexionar en la fuerza del carácter, pero también en la confusión que existe al creer que el “carácter” se demuestra con efusivos desplantes, agresiones, desprecios y palabras emitidas con alta voz. El carácter en realidad es cierto que es una fuerza interior y que erróneamente entendido, se encausa las más de las veces para las actitudes que he mencionado. Pero lo más lamentable tal vez sea, que esa manifestación del carácter es la que falsamente creemos que logra ganarse el respeto y la admiración.

El carácter, la verdadera fuerza interior, tiene una expresión radicalmente opuesta y más valiosa. Una manifestación menos “aparatosa” y más elocuente. El carácter realmente se conoce cuando se logra el dominio de uno mismo: en la prudencia, en la capacidad de escuchar con paciencia y aun más profundamente, en las pequeñas renuncias y en la entrega incondicional a los demás.

Es necesaria la misma fuerza interior o aun más, para perdonar que para pelear, para ceder que para ganar, para tomar las cosas que para desprenderse de ellas. Es más fácil consentir  un deseo propio que renunciar a él y, más “aplaudido” el que se empeña en “poner a otros en su lugar” que el que es capaz de “ponerse en lugar de los otros”.

Tener la fuerza interior es un don muy grande, un don que a veces no cultivamos en nuestros hijos, ni en nosotros mismos, cuando preferimos acostumbrarnos a la apatía y comodidad de no involucrarnos en nada y no molestarnos por nadie. Pero más importante aun que tener y cultivar la fuerza, es poder darle el cauce más constructivo, el que haga mayor bien, auqnue no sea “aparentemente” el más popular.

El temple es ese proceso de estar en el frio y calor extremos, de saber disfrutar pero también renunciar, de saber ir pero también parar, de saber alcanzar pero poder dar. Es ese contraste el que forja el acero y lo hace inquebrantable. Es ese mismo ejercicio el que nos hace de acero. Y el sentido de esa fuerza es la que determina, si somos verdaderamente humanos.