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Técnica y opciones

Otra vez suena el portátil. ¿Quién será? Veo el número, el nombre. Una sonrisa aparece en mis labios: ¡un amigo!  

Muchas veces quisiéramos tener un buen amigo: alguien que piense en nosotros, que esté a nuestro lado, que comparta los propios sueños y aventuras, al que podamos ayudar y que sea el primero en darnos una mano.  

La amistad implica siempre, como mínimo, a dos personas: no hay amigos si solamente es uno el que ama a otro. La amistad exige, por lo tanto, correspondencia: dos para los buenos y malos momentos, dos que caminan juntos, dos dispuestos a dar y recibir, dos que saben ayudar y acoger la mano que viene a levantar al caído.  

La amistad empieza precisamente allí donde el trato descubre que el otro vale, que es un “tesoro”, que merece todo mi amor, mi tiempo, mis cansancios, mis consejos. Porque su vida es maravillosa, porque “estoy hecho” para amar, porque no puedo vivir solo, porque él también necesita de mis manos y de mis sueños.  

La Biblia canta la belleza del amigo. Especialmente en el libro del Sirácide, donde podemos leer estos versos:  

“Si te echas un amigo, échatelo probado,

y no tengas prisa en confiarte a él.

Porque hay amigo que lo es de ocasión,

y no persevera en el día de tu angustia.

Hay amigo que se vuelve enemigo,

y descubrirá la disputa que te ocasiona oprobio.

Hay amigo que comparte tu mesa,

y no persevera en el día de tu angustia.

Cuando te vaya bien, será como otro tú,

y con tus servidores hablará francamente;

mas si estás humillado, estará contra ti,

y se hurtará de tu presencia.

De tus enemigos apártate,

y de tus amigos no te fíes.

El amigo fiel es seguro refugio,

el que lo encuentra, ha encontrado un tesoro.

El amigo fiel no tiene precio,

no hay peso que mida su valor.

El amigo fiel es remedio de vida,

los que temen al Señor lo encontrarán.

El que teme al Señor endereza su amistad,

pues como él es, será su compañero” (Sirácide 6,7-17).

Es especialmente conmovedor el relato de la amistad entre Jonatán y David. El primero, hijo de Saúl, vence la rabia de su padre, está dispuesto a perder el trono con tal de darse al amigo. El segundo, un hombre de campo, abre su corazón al amigo, con la certeza de que no será traicionado (cf. 1Sam 18,1-20,42).

El modelo más perfecto del verdadero amigo es Cristo. Para Él, el Señor, no somos siervos, sino amigos: por eso nos enseña todo lo que ha escuchado del Padre. No busca sólo caminar entre los hombres, sino que muestra su amor hasta dar la vida por nosotros, para salvarnos, para el perdón de los pecados. Por eso puede pedirnos que le amemos, que vivamos según su doctrina y sus mandatos (cf. Jn 15,9-17). Jesús nos permite descubrir que, realmente, Dios es amigo de los hombres (cf. Sab 7,23 y Catecismo de la Iglesia católica nn. 1371 y 2665), que busca nuestro bien y desea nuestra correspondencia, nuestra entrega de amor.  

Tener amigos es un modo profundo y rico para desarrollar y vivir la virtud de la castidad. Así lo explica el Catecismo de la Iglesia católica (n. 2347):  

“La virtud de la castidad se desarrolla en la amistad. Indica al discípulo cómo seguir e imitar al que nos eligió como sus amigos (cf. Jn 15,15), a quien se dio totalmente a nosotros y nos hace participar de su condición divina. La castidad es promesa de inmortalidad. La castidad se expresa especialmente en la amistad con el prójimo. Desarrollada entre personas del mismo sexo o de sexos distintos, la amistad representa un gran bien para todos. Conduce a la comunión espiritual”.  

Tener amigos. Hoy puede ser un momento para recordar tantos rostros, tantas sonrisas, tanto afecto recibido. Hoy, sobre todo, puede ser un día dedicado a no pensar en si soy querido, en si me han llamado más o menos amigos al móvil.  

Esta vez me toca a mí buscar, llamar, ofrecer, esperar. Tomaré el teléfono, cogeré las llaves de casa, saldré a ver a ese amigo, tal vez pobre o enfermo, deseoso de mi mirada, de mi sonrisa, de mi esperanza, de mi amor (que es caridad cristiana) sincero y pleno. A ese amigo que lo merece todo, porque también Cristo lo ha amado, y porque el mismo Cristo desea que mi amor, pequeño y pobre, se una al Suyo, capaz de redimir y de otorgar el gran don de la paz y la alegría.