Spe Salvi y la Vida Consagrada
¿Creemos saberlo ya todo?
La vida consagrada, como reflejo de los bienes futuros, tiene mucho que aprender a lo largo de su existencia. Y más aún, las personas que consagran sus seres al Señor a través de este estilo de vida. La pertenencia al Señor no exime sin embargo de un constante empezar, de un constante dejarlo todo para configurarse cada vez más a la persona de Cristo. Tales han sido algunas de las enseñanzas recogidas en la Exhortación apostólica postsinodal Vita consecrata: “El proceso formativo, como se ha dicho, no se reduce a la fase inicial, puesto que, por la limitación humana, la persona consagrada no podrá jamás suponer que ha completado la gestación de aquel hombre nuevo que experimenta dentro de sí, ni de poseer en cada circunstancia de la vida los mismos sentimientos de Cristo.”1
Esta formación permanente que puede bien ser definida como “… la disponibilidad constante a aprender que se expresa en una serie de actividades ordinarias, y luego también extraordinarias, de vigilancia y discernimiento, de ascesis y oración, de estudio y apostolado, de verificación personal y comunitaria, etc., que ayudan cotidianamente a madurar en la identidad creyente y en la fidelidad creativa a la propia vocación en las diversas circunstancias y fases de la vida. Hasta el último día,”2 obliga a las personas consagradas a una constante renovación en todos los niveles de la vida: humano, espiritual, apostólico. Esta constante y continua renovación no se reduce a un ponerse al día en las técnicas del apostolado, en la lectura de libros espirituales o en la adaptación psicológica a los cambios propios de la edad. Se trata más de una verifica constante para contrastar la imagen real de la persona consagrada con la imagen del Cristo que el Fundador ha trazado para ella desde el momento de la fundación del Instituto.
Muchas personas consagradas, a mi parecer, a lo largo de su vida consagrada, pierden el norte de su existir, o, para ser menos drásticos, desfiguran este objetivo3 . Dejándose guiar por las circunstancias de la vida, como pueden ser el cansancio, la rutina, el trabajo inconsiderado o sin ninguna finalidad apostólica específica, no caen en la cuenta que el motivo de su consagración era el de asemejarse más al Cristo propuesto por el evangelio, a la manera que el fundador lo ha vivido y lo ha dejado en herencia espiritual a todo el Instituto o congregación. La figura de este Cristo, que debería ser el punto de partida, el centro y el punto de llegada de todas sus vidas, comienza a perderse o desfigurarse desde el momento en que, haciendo caso omiso de las recomendaciones del Concilio4 , la persona consagrada o el Instituto no tienen claro el modelo, el ideal de consagrado que el Fundador ha querido dejar para la posteridad. Sin esta imagen o modelo, es claro y lógico que se pierda el norte, ya que quien no tiene clara su identidad busca encontrarla por todos los medios posibles. Lo que debería ser una constante asunción de valores traducidas en virtudes, es decir, comportamientos que nacen del interior y de una convicción libre por querer alcanzar el ideal, queda reducida a una búsqueda desesperada y las más de las veces fallidas por encontrar, recuperar o inventar una identidad lejana o pálida imagen del Cristo vivido y transmitido por el Fundador.
Quien en la vida consagrada es consciente de su fragilidad, acepta no saberlo todo y se pone en marcha, todos los días, con el fin de no dejarse llevar por cualquier viento. Fijado su idea, el Cristo presentado por los evangelios, a la manera en que lo vivió el fundador o la fundadora, está atento a todos aquellos medios que pueda ayudarle a llegar a configurarse más con Cristo, hasta vivir y tener sus mismos sentimientos5 .
Esta actitud requiere una gran humildad, para saberse y reconocerse como viajero constante. Buscará constantemente medios adecuados para alcanzar su fin. Y entre esos medios, además de la propia espiritualidad, como pueden ser las Constituciones, la Regla y los escritos del fundador, se encuentran también el Magisterio de la Iglesia. “<> (DV 10), es decir, a los obispos en comunión con el sucesor de Pedro, el obispo de Roma.”6 De esta forma, la persona consagrada tendrá la seguridad de seguir una interpretación adecuada a la palabra de Dios en su camino de consagración, al ponerse a la escucha del magisterio. Muchas de las dudas, zozobras y fracasos que se han tenido en la vida consagrada, ya sea a nivel institucional o personal podrían haber sido eliminadas si se hubiera escuchado con atención el magisterio de la Iglesia, en estos más de cuarenta años de post-concilio.
El Magisterio es ejercido de diversas formas, de entre las cuales destaca el del Sumo Pontífice, quien a través de sus discursos y escritos, va guiando al pueblo de Dios, explicando aquellos puntos de la doctrina que más puedan ser necesarios para el pueblo de Dios, en un determinado momento histórico determinado. Concretamente, Benedicto XVI ha explicado, desde su primer encíclica Deus caritas est, la importancia que tiene el amor para la humanidad. En el amor parece jugarse todo el futuro del hombre y de la humanidad.
Las personas consagradas podemos pasar desapercibido las enseñanzas del magisterio, al pensar que hemos superado diversos argumentos o que dichos documentos son más bien dirigidos al pueblo de Dios y no a las personas consagradas. Este puede ser un error originado por una postura de soberbia, de ignorancia. Pero creo que en nuestro tiempo este error, el de ignorar el Magisterio de la Iglesia, puede estar originado por una postura de desesperanza total. Las dificultades por las que pasa la vida consagrada han dejado una huella profunda en el ánimo de las personas. Muchas de ellas, heridas en lo más íntimo de su sensibilidad por estas circunstancias, están postradas de frente a dicho problemas y han elegido la vía de la resignación, del acomodamiento a las circunstancias y de la huída. Para ellos, así piensan, el magisterio no tiene ya nada nuevo que decirles. Lo único que causa en sus almas es un poco de desconsuelo y de amargura. Es mejor dejar pasar, que aventurarse al cambio, No se cree y o se espera nada nuevo.
Precisamente para estas personas parece escrito el último documento de Benedicto XVI, Spe salvi, “… en la esperanza fuimos salvados.” Debemos hacer el esfuerzo por penetrar el documento desde el punto de vista de la fe. Buscando ser interpelados por el Papa en nuestra condición de personas consagradas. De lo contrario, la soberbia, el desánimo o la indiferencia podrán hacer presa de nuestro espíritu y lo que pudiera ser para nosotros una ayuda más en el camino de nuestra transfiguración con la persona de Cristo, puede correr el riesgo de permanecer en el olvido de nuestra memoria, como un libro hermoso, pero jamás hojeado y dejado de lado en el librero de nuestra mente.
Me apresto por tanto a entresacar algunos puntos de esta encíclica que considero importantes para la vida consagrada y en especial, para la vida de las personas consagradas.
La vida de la persona consagrada, a la luz de la esperanza
Dios ha permitido que durante estos últimos cuarenta y dos años de vida post-conciliar, se haya desarrollado la teología de la vida consagrada. Hemos pasado de una concepción de la vida consagrada uniforme, a una vida consagrada profunda en donde la base teológica hunde sus raíces. La vida consagrada, como carisma del Espíritu a la Iglesia, es un don de Dios7 que es necesario conocer, asimilar y transmitir. Hundiendo sus raíces teológicas en la Trinidad8 y su fundamento evangélico en la primera comunidad de discípulos fundada por Cristo9 , el desarrollo teológico ha permitido fundamentar la identidad de la vida consagrada. Esta identidad viene constituida por lo que dice Juan Pablo II: “Este es el sentido de la vocación a la vida consagrada: una iniciativa enteramente del Padre (cf. Jn 15, 16), que exige de aquellos que ha elegido la respuesta de una entrega total y exclusiva. La experiencia de este amor gratuito de Dios es hasta tal punto íntima y fuerte que la persona experimenta que debe responder con la entrega incondicional de su vida, consagrando todo, presente y futuro, en sus manos. Precisamente por esto, siguiendo a santo Tomás, se puede comprender la identidad de la persona consagrada a partir de la totalidad de su entrega, equiparable a un auténtico holocausto.”10
A partir de esta identidad, la persona consagrada construye su propia vida y su propia misión, siempre bajo las huellas que el Fundador le ha marcado. La experiencia del amor gratuito no es una experiencia neutra, es decir, que la persona no se siente amada por Cristo ni ama a Cristo de cualquier forma. La persona consagrada ama a Cristo con todas sus capacidades, mismas que la hacen diferente de cualquier otra persona. Esta forma de amor es muy personal y podemos decir que cada persona ama a Cristo en forma diferente, de acuerdo a lo que es ella. De la misma manera, Cristo no ama a a las personas en forma general, sino que las ama personalmente. Y además deja entrever algunas de sus cualidades específicas para cada persona. Así hay quien se enamora del Cristo misionero, porque Cristo le ha dejado ver esta cualidad y le ha amado con esa cualidad. Hay quien se enamora del Verbo encarnado. No es ésta una argumentación piadosa, sino la base de todo carisma: “En efecto, esta triple relación emerge siempre, a pesar de las características específicas de los diversos modelos de vida, en cada carisma de fundación, por el hecho mismo de que en ellos domina « una profunda preocupación por configurarse con Cristo testimoniando alguno de los aspectos de su misterio »,aspecto específico llamado a encarnarse y desarrollarse en la tradición más genuina de cada Instituto, según las Reglas, Constituciones o Estatutos.”11
Cuando la persona consagrada ha conocido el amor de Cristo y se ha entregado a ese amor en una forma muy específica, puede decirse que esa persona es idéntica, es decir, posee una identidad y es coherente con ella en su vida. De esta identidad nace claramente una concepción de vida muy nítida: se sabe para que se ha nacido y se lucha por llevar a cabo dicha misión en la vida. Las dificultades o los obstáculos no son impedimentos para llevar a cabo la misión, sino medios que Dios ofrece para que la persona consagrada pueda demostrar el amor que le tiene.
En su encíclica Spe salvi, Benedicto XVI dice claramente que Cristo, en su calidad de filósofo y pastor, es el único que puede decirle al hombre lo que tiene que ser para convertirse en un verdadero hombre (cfr. n. 6 – 9). Como filósofo nos enseña el arte de saber vivir y de saber morir. Como pastor nos indica el camino que debemos seguir para pasar de esta vida a la vida eterna.
De esta forma Cristo se presenta a la persona consagrada como el maestro de la vida, diciéndonos cuál es la sustancia de esta vida. En una lección magistral de exégesis, Benedicto XVI fija su atención precisamente en la palabra sustancia, indicándonos que la fe es la sustancia de las cosas que esperamos. Es por tanto la fe, la que nos hace esperar los bienes que ahora no poseemos, la vida eterna, pero que estamos ciertos de poder alcanzar. Y esta sustancia no es algo etéreo o producto de una idea piadosa. Es algo real. Y como prueba, Benedicto XVI nos da dos ejemplos, uno de ellos muy cercano a la vida consagrada. Nos referimos al martirio y a la vida de hombres y mujeres que han sabido vivir en la esperanza, porque han puesto su vida al servicio de estos bienes, que ellos han tocado y experimentado existencialmente12 .
Estos hombres y mujeres consagrados han experimentado Cristo y han compartido con sus hermanos esta experiencia espiritual. La sustanciade su esperanza se revela para ellos como un encuentro personal con Cristo, una posibilidad de profundizar a lo largo de sus vidas ese encuentro, nutriéndose de ese encuentro y viviendo sólo por ese encuentro13 . Un encuentro que será la base de una experiencia espiritual, que según el Magisterio de la Iglesia se revela como el carisma de los fundadores 14 .
Dicha experiencia espiritual, que no debemos confundir con una experiencia mística, “se acercan al evangelio con la misma intención de vivirlo a fondo y, sin embargo, son diferentes en lo que se refiere a experiencias, tareas, prioridades. Buscando el mismo Cristo del evangelio San Agustín recorre un camino, San Francisco de Asís, otro.”15 Darán origen a espiritualidades diversas, es decir a experiencias de vida de Cristo, que pueden ser vividas por sus discípulos espirituales de todos los tiempos y de todas las latitudes. El Cristo, prenda de los bienes futuros, sustancia de la esperanza, se hace accesible a todas las personas consagradas en la medida en que se esfuercen por vivir la misma experiencia espiritual que ha vivido el Fundador.
La posibilidad de acceder al Cristo que experimentó el Fundador es una garantía de encontrar los bienes futuros, sin necesidad de inventar nuevas vías, o seguir vías alternativas, a veces de muy dudoso origen y no siempre apegadas al cristianismo. No hay necesidad de buscar fuera lo que se tiene dentro de casa.
La vida consagrada, la esperanza y la salud mental
No debemos pensar que el hacer esta experiencia del Espíritu desenraíza a la persona de este mundo, alejándola de él y haciéndola vivir como en una fuga del mundo. La experiencia espiritual de la que hemos halado no es una experiencia mística, entendida ésta como “conocimiento amoroso de Dios, íntimo y trascendente, con carácter de inmediatez, pasividad y certeza”16 , sino un camino continuo por acercarse y seguir a Cristo según las pautas más características dejadas por el fundador. Podemos decir entonces que es un camino místico-ascético, en el sentido que requiere del trabajo personal para alcanzar a Dios. Sin querer decir con esto que sea el puro esfuerzo personal el que lograr la unión con dios, siendo esta unión una gracia de dios, que se debe pedir, pero que se pide en forma activa, trabajando de acuerdo a una metodología espiritual, una espiritualidad específica, cuyos trazos fueron dejados por el fundador.
Este trabajo místico-ascético pone a la persona consagrada enana disposición muy favorable desde el punto de vista meramente humano, para vacunarla contra la desesperanza y las dificultades normales de la vida. Siendo que en Occidente, y muy especialmente en Europa, se está viviendo una estación difícil que lleva fácilmente a la desesperanza,17 incluso a las personas consagradas, el tener un fin sobrenatural, más allá de los fines naturales que puede ponerse el hombre, da a las personas consagradas un sentido a su vida, que si bien no las hace invulnerables a los avatares de la vida, las prepara para saberlos afrontar y superarlos.
En efecto, por la psiquiatría y la psicoterapia sabemos que “no es la voluntad en cuanto tal, ni el vago saber el que da al hombre un fundamento ético y una fortaleza, es decir, un carácter, sino solamente una actividad por un fin, que es la unidad de la actividad teorética y práctica.”18 Cuando este fin trasciende al hombre, éste encuentra la razón de su existencia y cada uno de sus actos, pequeños o grandes, humildes o extraordinarios, puestos siempre en concordancia al fin trascendente que ha elegido, le dan la capacidad de mirar más allá de los acontecimientos de cada día.
Muchos problemas que pueden provocar dificultades en el hombre, incluso problemas de tipo psicológico o psíquico dependen del mismo hecho que el hombre no tiene un fin en la vida que lo haga capaz de soportar el peso de la existencia. Aunque podría parecer paradójico, muchas lamas consagradas hoy en día se debaten en una gran depresión, precisamente por haber perdido el fin de su existencia, no sólo de su existencia como personas consagradas, sino como personas humanas.
A raíz del Concilio Vaticano II sabemos la gran confusión que se dio, no precisamente por que haya sido provocado por el mismo Concilio, sino por las interpretaciones erróneas que se dieron del mismo. Basta citar un texto para darnos cuenta hasta qué punto se pudo manipular el Concilio: “Vayamos al centro de la cuestión. Como hombres y mujeres religiosos, nos quitaron nuestra identidad en el Vaticano II, y, en consecuencia, perdimos el sentido de quiénes éramos y de adónde íbamos. Por desgracia, muchos de los participantes en el Concilio, lo mismo que la gran mayoría de hermanas, hermanos y sacerdotes religiosos estadounidenses, no se dieron cuenta, en aquel momento, de lo que estaba sucediendo. Igualmente desafortunado fue el fracaso por parte de los obispos que participaron en el Concilio, de establecer una nueva base sobre la que construir una identidad para la vida consagrada. Esta omisión, contribuyó, en parte, a una consecuencia muy actual: años de conflicto y confusión sobre el lugar y el propósito de la vida consagrada en la Iglesia.”19
Bien sabemos que lejos de quitar la identidad a las personas consagradas, el Concilio vaticano II quería hacer vivir con mayor intensidad dicha identidad, a veces opacada a lo largo de los años (y para algunas congregaciones, incluso por siglos) por incrustaciones culturales que no permitían vivir con frescura el ideal originario por la que fueron concebidas por los Fundadores. Tornar a los orígenes era todo un programa para recuperar el fervor primario y la frescura de los primeros años, de tal manera que la persona consagrada viviera con más radicalidad, con más conciencia su vida de seguimiento a Cristo.
Para ello, uno de los medios que propuso el Concilio20 fue el de conocer con exactitud las finalidades y los propósitos de los fundadores, dando origen a la teología del carisma de tal forma que ahí, en el carisma, se descubriera, para luego ser “vivida, custodiada, profundizada y desarrollada constantemente en sintonía con el Cuerpo de Cristo en crecimiento perenne” el sentido propio de la existencia como personas consagradas. No era por tanto el propósito del Concilio, quitar, cambiar o buscar una identidad nueva para la vida consagrada, sino hacer brillar con mayor intensidad la luz de la identidad de la vida consagrada.
Sin embargo, la confusión originada, no por el Concilio, sino por los que querían imponer sus ideas y sus puntos de vista a la luz del Concilio han originado una confusión tal en estos cuarenta años, que han dejados postrados a una generación de religiosas que ha vivido por más de cuarenta años en la incertidumbre, la duda y la desconfianza. Pensemos lo que significa haber transcurrido una buena parte de su vida, quizás la parte más importante, sin tener claro la finalidad de su existencia. Quien no tiene claro el sentido de su existencia, no encuentra el fin último, la esperanza, la sustancia de la que habla el Papa en su encíclica y de la cuál hemos explicado el sentido en el inciso anterior de este artículo. Cuarenta años de incerteza y de experimentación dejan a la mujer consagrada a merced de cualquier viento. La barca de su vida, como dice San Pablo, “ha sido llevada a la deriva y zarandeados por cualquier viento de doctrina, a merced de la malicia humana y de la astucia que conduce al error.” (Ef, 4, 14). Y comentando este pasaje, decía el entonces cardenal Joseph Ratzinger, “Cuánto vientos de doctrina hemos conocido en estas últimas décadas, cuantas corrientes ideológicas, cuantas modas del pensamiento.... La pequeña barca del pensamiento de muchos cristianos ha sido no raramente agitada por estas olas - echada por un extremo al otro: del marxismo al liberalismo, hasta el libertinismo; del colectivismo al individualismo radical; del ateísmo a un vago misticismo religioso; del agnosticismo al sincretismo, etcétera. Cada día nacen nuevas sectas y se realiza cuánto dice sobre el engaño de los hombres, San Paolo, sobre la astucia que tiende a llevar en el error, (cf Ef 4, 14). Tener una fe clara, según el Credo de la Iglesia, a menudo es etiquetado como fundamentalismo. Mientras el relativismo, es decir el dejarse llevar aquí y allá de cualquier viento de "doctrina", aparece como la única actitud a la altura de los tiempos actuales. Va constituyendo una dictadura del relativismo que no reconoce nada como definitivo y que deja como sólo última medida el justo yo y sus ganas.”22
Cuarenta años de dudas e incertidumbre crean una personalidad que no se sabe fiar de nada ni de nadie, porque no ha sabido poner su esperanza en un bien futuro, porque lo que parecía duradero y permanente aparecía, al cabo de unos años, como un bien perecedero, o porque una corriente diversa de pensamiento cancelaba lo que parecía una moda y algo seguro. Este tipo de personalidades, conformado por religiosas que frisan ahora la edad de los 65 años, se caracteriza por no estar realmente enamoradas de un ideal, en este caso del ideal de la vida consagrada. Quienes no se han ido, quienes han permanecido en la vida consagrada más por miedo o costumbre que por convicción propia, representan , tristemente, un lastre para ellas mismas y para la congregación: nada les ilusiona, nada las entusiasma, todo critican y de todo se quejan. Es una vida triste no cabe duda, pero que encuentra su explicación psicológica, ay que quien no vive por una causa, por un ideal, no encuentra el sentido de la existencia. “Solo al servicio de una causa o en el amor por el propio partner el hombre se convierte completamente en hombre y se hace completamente a sí mismo.”23 Las mujeres consagradas que han sabido amar un partner , es decir a Cristo y han puesto al servicio de este amor todo el caudal de sus capacidades, es decir, de sus personas, lejos de perderse, se han encontrado a sí mismas y han encontrado el sentido de su existencia.
De aquí la importancia de saber aferrar un ideal trascendente y sostenerse de él, pese a todos los problemas que puedan sobrevenir. Es más, son los problemas y las dificultades las que irán calibrando y dando peso al ideal que se ha escogido. Un ideal débil caerá frente a las primeras pruebas. Un ideal fuerte soportará todo y se hará cada día más fuerte frente a las pruebas y a las circunstancias adversas. El ideal en la vida consagrada no debería ser otro que Cristo24 , y este ideal se alcanza viviendo la experiencia del Espíritu, que es el carisma, dejado a cada mujer consagrada por su Fundador. El carisma, camino ascético-místico es la razón que da esperanza a la vida consagrada. Quien vive fuera del carisma se expone a vivir en el error y a vivir sin esperanza, ya que la absolutización de un bien particular lleva al desorden en toda la vida psíquica puesto que tendiendo el hombre hacia el absoluto, al fijar su mirada en lo perecedero, en un bien finito, provoca íntima insatisfacción y la exigencia de un cambio, del constante cambio. “Más aún: nosotros necesitamos tener esperanzas –más grandes o más pequeñas–, que día a día nos mantengan en camino. Pero sin la gran esperanza, que ha de superar todo lo demás, aquellas no bastan. Esta gran esperanza sólo puede ser Dios, que abraza el universo y que nos puede proponer y dar lo que nosotros por sí solos no podemos alcanzar.”25
¿En dónde encontrar y ejercitar la esperanza?
La esperanza no es un concepto que se aprende, se memoriza y funciona como un vademécum. Es más bien una experiencia que se debe hacer todos los días, la experiencia de saber que todos los actos de la existencia son meritorios para la vida eterna, razón última de la esperanza. Se debe por tanto vivir todos los días de esperanza y desear la esperanza, de forma que cada acto de la vida tenga una conexión con esta esperanza. De lo contrario la esperanza se convierte en un dato cultural y cultual, pero no en una realidad que transforma y plasma la existencia de la persona consagrada. “De este modo, podemos decir ahora: el cristianismo no era solamente una « buena noticia », una comunicación de contenidos desconocidos hasta aquel momento. En nuestro lenguaje se diría: el mensaje cristiano no era sólo « informativo », sino « performativo ». Eso significa que el Evangelio no es solamente una comunicación de cosas que se pueden saber, sino una comunicación que comporta hechos y cambia la vida.”26
Si queremos en verdad que la esperanza se convierta en el centro de la existencia de la vida consagrada, es decir, que la persona consagrada vida de cara a la eternidad y conforme su existencia, todos los días, con esta esperanza, no basta, como hemos dicho, que crea en la esperanza. Debe aprender a vivir la esperanza. Y este aprendizaje se realiza en diversos lugares, de los cuales nos detendremos en uno, esencial para la vida consagrada.
Por su esencia, la vida consagrada camina siempre hacia la esperanza, la posesión de los bienes futuros. “En nuestro mundo, en el que parece haberse perdido el rastro de Dios, es urgente un audaz testimonio profético por parte de las personas consagradas. Un testimonio ante todo de la afirmación de la primacía de Dios y de los bienes futuros,como se desprende del seguimiento y de la imitación de Cristo casto, pobre y obediente, totalmente entregado a la gloria del Padre y al amor de los hermanos y hermanas.”27 Mantener viva la esperanza no es una cuestión meramente de la voluntad o de un ejercicio ascético. Requiere también del deseo personal de cada alma consagrada y de la ayuda de Dios. Un medio para alargar este deseo de Dios y pedirle su ayuda es la oración, lugar de encuentro de Dios y el alma consagrada.
En la oración la mujer consagrada puede renovar todos los días su deseo de eternidad, es decir, su deseo de tener a Dios y sus promesas, como la única sustancia de su existencia. Es una petición que debe ser incesante, no como súplica insistente por apartarse del mundo, sino como súplica insistente para vivir de cara a la eternidad la vida presente y ayudar a los hermanos, con el testimonio y con la palabra, a vivir también sustentado sólo en los bienes del mundo futuro. Esta acción de cimentarse en la roca firme de la eternidad, obliga a la mujer consagrada a buscar los tiempos y los lugares para que su alma pueda recordar el fin hacia el que debe tender. La oración da el tiempo y el lugar adecuados para renovar constantemente la memoria del peregrinar del alma. Ahí, en la oración, la mujer consagrada educa a su corazón para que tenga a Cristo como esperanza de su vida, para que los bienes eternos se conviertan en su único deseo y den fundamento y razón de ser a toda su existencia terrena. La oración no es por tanto huida del mundo, sino lugar en donde recargar las baterías espirituales para vivir en el mundo con una razón de eternidad.
El ejercicio de la oración se realiza concretamente como dice el Benedicto XVI: “Agustín ilustró de forma muy bella la relación íntima entre oración y esperanza en una homilía sobre la Primera Carta de San Juan. Él define la oración como un ejercicio del deseo. El hombre ha sido creado para una gran realidad, para Dios mismo, para ser colmado por Él. Pero su corazón es demasiado pequeño para la gran realidad que se le entrega. Tiene que ser ensanchado. « Dios, retardando [su don], ensancha el deseo; con el deseo, ensancha el alma y, ensanchándola, la hace capaz [de su don] ». Agustín se refiere a san Pablo, el cual dice de sí mismo que vive lanzado hacia lo que está por delante (cf. Flp 3,13). Después usa una imagen muy bella para describir este proceso de ensanchamiento y preparación del corazón humano. « Imagínate que Dios quiere llenarte de miel [símbolo de la ternura y la bondad de Dios]; si estás lleno de vinagre, ¿dónde pondrás la miel? » El vaso, es decir el corazón, tiene que ser antes ensanchado y luego purificado: liberado del vinagre y de su sabor. Eso requiere esfuerzo, es doloroso, pero sólo así se logra la capacitación para lo que estamos destinados. Aunque Agustín habla directamente sólo de la receptividad para con Dios, se ve claramente que con este esfuerzo por liberarse del vinagre y de su sabor, el hombre no sólo se hace libre para Dios, sino que se abre también a los demás.”28
La oración se convierte por tanto para las almas consagradas en la fuerza par recordar y renovar el bien futuro al que se ha querido consagrar la vida, en respuesta a la invitación de Cristo. Es la oración el momento, diario, para renovar la invitación de Cristo y la respuesta del hombre, de forma que el ideal, la esperanza no se anquilose con el pasar del tiempo, sino que cada día se pueda vivir con mayor frescura. Un ejerció diario que requiere sacrificio, constancia, pero que abre al alma consagrad la posibilidad de ser fiel al sueño del fundador y vivir siempre el carisma en una actitud siempre nueva, como lo es la esperanza.
Me apresto por tanto a entresacar algunos puntos de esta encíclica que considero importantes para la vida consagrada y en especial, para la vida de las personas consagradas.
CITAS1 Juan Pablo II, Exhortación apostólica post-sinodal Vita consecrata. 25.3.1996, n. 69.
2 Amedeo Cencini, La formación permanente, Ediciones San Pablo, Madrid 2002, p. 40 – 41.
3 Bien podíamos aplicarnos en esta hecho lo dicho por Juan Pablo II: “Ninguna fase de la vida puede ser considerada tan segura y fervorosa como para excluir toda oportunidad de ser asistida y poder de este modo tener mayores garantías de perseverancia en la fidelidad, ni existe edad alguna en la que se pueda dar por concluida la completa madurez de la persona.” Juan Pablo II, Exhortación apostólica post-sinodal Vita consecrata. 25.3.1996, n. 69.
4 “Como quiera que la última norma de vida religiosa es el seguimiento de Cristo, tal como lo propone Evangelio, todos los Institutos ha de tenerlos como regla suprema.” Concilio Vaticano II, Decreto Perfectae caritatis, 28.10.1965, n.2a
5 “… a pesar de las características específicas de los diversos modelos de vida, en cada carisma de fundación, por el hecho mismo de que en ellos domina « una profunda preocupación por configurarse con Cristo testimoniando alguno de los aspectos de su misterio », aspecto específico llamado a encarnarse y desarrollarse en la tradición más genuina de cada Instituto, según las Reglas, Constituciones o Estatutos.” Juan Pablo II, Exhortación apostólica post-sinodal Vita consecrata. 25.3.1996, n. 36.
6 Catecismo de la Iglesia Católica, n. 85.
7 “La vida consagrada, enraizada profundamente en los ejemplos y enseñanzas de Cristo el Señor, es un don de Dios Padre a su Iglesia por medio del Espíritu.” Juan Pablo II, Exhortación apostólica post-sinodal Vita consecrata. 25.3.1996, n. 1.
8 Cfr. Ibídem, nn. 17 – 22.
9 “El fundamento evangélico de la vida consagrada se debe buscar en la especial relación que Jesús, en su vida terrena, estableció con algunos de sus discípulos, invitándoles no sólo a acoger el Reino de Dios en la propia vida, sino a poner la propia existencia al servicio de esta causa, dejando todo e imitando de cerca su forma de vida.” Ibídem., n. 14.
10 Juan Pablo II, Exhortación apostólica post-sinodal Vita consecrata. 25.3.1996, n. 17.
11 Ibídem., n. 36
12 Benedicto XVI, Carta encíclica Spe salvi, 30.11.2007, n. 8.
13 Benedicto XVI lo constata diciendo que: “Para nosotros, que contemplamos estas figuras, su vida y su comportamiento son de hecho una « prueba » de que las realidades futuras, la promesa de Cristo, no es solamente una realidad esperada sino una verdadera presencia: Él es realmente el « filósofo » y el « pastor » que nos indica qué es y dónde está la vida.” Ibídem. n. 8.
14 “El carisma mismo de los Fundadores se revela como una experiencia del Espíritu (Evang. nunt. 11), transmitida a los propios discípulos para ser por ellos vivida, custodiada, profundizada y desarrollada constantemente en sintonía con el Cuerpo de Cristo en crecimiento perenne.” Sagrada Congregación para los religiosos e institutos seculares, Mutuae relationes, 14.5.1978, n.11.
15 Federico Ruiz, Le vie dello spirito, Sintesi di Teologia spirituale, Edizioni Dehoniane Bologna, Bologna 2004, p. 497.
16 Ibídem., p. 327.
17 “Esta palabra se dirige hoy también a las Iglesias en Europa, afectadas a menudo por un oscurecimiento de la esperanza. En efecto, la época que estamos viviendo, con sus propios retos, resulta en cierto modo desconcertante. Tantos hombres y mujeres parecen desorientados, inseguros, sin esperanza, y muchos cristianos están sumidos en este estado de ánimo. Hay numerosos signos preocupantes que, al principio del tercer milenio, perturban el horizonte del Continente europeo que, « aun teniendo cuantiosos signos de fe y testimonio, y en un clima de convivencia indudablemente más libre y más unida, siente todo el desgaste que la historia, antigua y reciente, ha producido en las fibras más profundas de sus pueblos, engendrando a menudo desilusión ».” Juan Pablo II, Exhortación apostólica post-sinodal Ecclesia in Europa, 28.6.2003, n.7.
18 Ludwig Feuerbach, L’essenza del cristianesimo, trad. it., Ponte alle Grazie, Firenze 1944, p. 123.
19 Seán D. Sammon, Un nuevo amanecer. La vida religiosa católica en EE UU., en Fernando Prado (ed) Adonde el Señor nos lleve, Publicaciones Claretianas, Madrid 2004, p. 136.
20 “La adecuada adaptación y renovación de la vida religiosa comprende a la vez el continuo retorno a las fuentes de toda vida cristiana y a la inspiración originaria de los Institutos, y la acomodación de los mismos, a las cambiadas condiciones de los tiempos. Esta renovación habrá de promoverse, bajo el impulso del Espíritu Santo y la guía de la Iglesia, teniendo en cuenta los principios siguientes: (…) Redunda en bien mismo de la Iglesia el que todos los Institutos tengan su carácter y fin propios. Por tanto, han de conocerse y conservarse con fidelidad el espíritu y los propósitos de los Fundadores, lo mismo que las sanas tradiciones, pues, todo ello constituye el patrimonio de cada uno de los Institutos.” Concilio vaticano II, Decreto Perfectae caritatis, 28.10.1965, n 2.
21 Sagrada Congregación para los religiosos e institutos seculares, Mutuae relationes, 14.5.1978, n. 11.
22 Joseph Ratzinger, Homilía, 18.4.2005.
23 Viktor Frankl, Die Sinnfrage in der Psychotherapie, Piper, Monaco di Baviera, p. 38).
24 “En la época del autor del Apocalipsis, tiempo de persecución, tribulación y desconcierto para la Iglesia (cf. Ap 1, 9), en la visión se proclama una palabra de esperanza: « No temas, soy yo, el Primero y el Ultimo, el que vive; estuve muerto, pero ahora estoy vivo por los siglos de los siglos, y tengo las llaves de la Muerte y del Hades » (Ap 1, 17-18). Estamos ante el Evangelio, « la Buena nueva », que es Jesucristo mismo.” Juan Pablo II, Exhortación apostólica post-sinodal Ecclesia in Europa, 28.6.2003, n. 6.
25 Benedicto XVI, Carta encíclica Spe salvi, 30.11.2007, n. 31.
26 Ibídem, n. 2.
27 Juan Pablo II, Exhortación apostólica post-sinodal Vita consecrata. 25.3.1996, n. 85.
28 Benedicto XVI, Carta encíclica Spe salvi, 30.11.2007, n. 33.