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¿Son necesarias las normas en la liturgia?

Normas contra espontaneidad.

El 23 de abril de 2004 se hacía la presentación oficial de la Instrucción Redemptionis Sacramentum, sobre algunas cosas que se deben observar o evitar acerca de la Santísima Eucaristía. Por una lectura veloz de la Instrucción podemos darnos cuenta de la cantidad de cosas que se deben observar y, asimismo, la cantidad de cosas que deben evitarse. Pocas veces la palabra latina quibusdam ha sido mejor empleada como en el caso actual. Nos encontramos frente a una serie de cosas1 que deben ser observadas o evitadas en la celebración de la Eucaristía: sobre el modo cómo la asamblea debe reunirse para celebrar la Eucaristía, la materia que debe usarse, el tipo de plegarias que deben utilizarse, la práctica de sujetarse a las plegarias eucarísticas aprobadas por la sede Apostólica, la imposibilidad de comulgar bajo pecado grave, el tipo de templo en el que se debe celebrar la Eucaristía, etc., etc. Y en este largo etcétera no debemos olvidar, como matiz novedoso el énfasis con el que se subraya que “cualquier católico, sea sacerdote, diácono o laico, tiene derecho a exponer una queja por un abuso litúrgico”2, ante el obispo diocesano.

La Instrucción se presenta en concordancia con la Encíclica Ecclesia de Eucaristía, y por lo tanto, en continuidad con la reforma litúrgica promovida por el Concilio Vaticano II, desde la aparición de la Constitución Sacrosantum Concilium del 4 de diciembre de 1963. Son 40 años aproximadamente de esfuerzos por renovar la liturgia. Esfuerzos que de alguna manera se han venido entendiendo como un libre hacer o deshacer. Por ello, la concepción de normas, o de cosas que han de hacerse o evitarse, parecerían ir en contra del espíritu del Concilio y en contra de la libertad y la creatividad personal o de los grupos que asisten a las celebraciones eucarísticas.

Lo que el Concilio nunca dijo.

En un juego de palabras que termina por confundir al fiel católico, se ha querido interpretar al Concilio como una caja de Pandora en donde todo era posible, en donde todo podía cambiarse, en donde todo y todos podían experimentar, en donde el pasado debía ser eliminado sólo por ser pasado. Todo esto siempre en aras de la renovación. Conviene por tanto remontarnos al espíritu de la reforma conciliar en materia litúrgica para entender cuál era el objetivos que se proponía: “En esta reforma, los textos y los ritos se han de ordenar de manera que expresen con mayor claridad las cosas santas que significan y, en lo posible, el pueblo cristiano pueda comprenderlas fácilmente y participar en ellas por medio de una celebración plena, activa y comunitaria”3.

La reforma de la liturgia tiene como principal objetivo hacer más accesible a los hombres el misterio de la salvación, siendo que la liturgia es “el ejercicio de la función sacerdotal de Jesucristo en la que, mediante signos sensibles, se significa y se realiza, según el modo propio de cada uno, la santificación del hombre y, así, el Cuerpo místico de Cristo, esto es, la Cabeza y sus miembros, ejerce el culto público”4.

El Concilio, fiel a la lectura de los signos de los tiempos, se daba cuenta que el hombre del siglo XX era un hombre penetrado por lo inmediato, en donde el mundo de los sentidos comenzaba a tener una mayor importancia sobre el mundo de la razón. Un hombre que comenzaba a ir a lo esencial, dejando a un lado lo accesorio. Un hombre que necesitaba espacios y lugares para acceder al misterio del trascendente, pero por falta de tiempo para decantar el espíritu, por falta de una preparación adecuada para comprender signos y ritos, corría el peligro de quedarse en aspectos externos de la liturgia, sin penetrar su sentido más profundo. Un hombre que corría el riesgo de reducir la espiritualidad al aspecto ritual o meramente simbólico de las celebraciones litúrgicas.

Por ello el Concilio, consciente que la liturgia era un patrimonio de la Iglesia, promovió la adecuada renovación de los ritos, las celebraciones, los libros litúrgicos, las oraciones. Pero nunca dijo que cada uno podía hacer de la liturgia lo que mejor le pareciera. Dio normas para dicha renovación, consciente que estaba tratando con un patrimonio del cuál ella era depositaria, pero no dueña. “Las acciones litúrgicas no son acciones privadas, sino celebraciones de la misma Iglesia, que es «sacramento de unidad», es decir, pueblo santo reunido y ordenado bajo la guía de los Obispos; por tanto, pertenecen a todo el cuerpo de la Iglesia, lo manifiestan y lo realizan;. pero afectan a cada uno de sus miembros de manera distinta, según la diversidad de órdenes, funciones y participación actual.”5

¿Quién es el dueño de la liturgia?

De esta definición se desprende el hecho de que “la liturgia no es simplemente la convergencia de un grupo de personas que se construye una fiesta (una celebración) para su propio uso y consumo, o incluso se autocelebra”.6 La liturgia es más bien la celebración del misterio de la salvación del hombre, por parte de Jesucristo. Esta celebración se realiza mediante actos queridos por el mismo Jesucristo, cuya depositaria es la Iglesia.

De esta manera la liturgia no es el patrimonio de una comunidad, de un grupo, de una persona, ni siquiera del obispo diocesano. Pertenece a Cristo y como patrimonio espiritual, a la Iglesia Católica, toca preservarlo. Existe sin embargo la posibilidad de cambiarlo y de adaptarlo, de acuerdo al paso de los tiempos. De alguna forma podemos verlo como una criatura viva y que crece. Su esencia no cambia, es inmutable en el tiempo, pero está sujeta al crecimiento, como cualquier sujeto vivo. Quien cuida que su crecimiento esté apegado lo más posible a su esencia, para que no se desvirtúe y pierda sus características esenciales, es la Iglesia. Así lo vio el Concilio y así lo ha vivido hasta nuestros días: “Porque la Liturgia consta de una parte que es inmutable por ser la institución divina, y de otras partes sujetas a cambio, que en el decurso del tiempo pueden y aun deben variar, si es que en ellas se han introducido elementos que no responden bien a la naturaleza íntima de la misma Liturgia o han llegado a ser menos apropiados.”7

Hay que recordar que el Occidente tiene un fuerte sentido de historicidad, a diferencia del Oriente, en donde las cosas permanecen sin cambio en el tiempo. La liturgia para el Occidente es un don de Dios, cuya esencia no puede cambiarse, pero, como sujeto real, vive y se desarrolla, participa de la historia, del tiempo. Influye y se deja influir por el tiempo. Así observamos como cuando venían evangelizados diversos pueblos, éstos enriquecían la liturgia con cantos, himnos y celebraciones diversas, enriqueciéndola y dándole esplendor. Se llegaba al caso de extremos y es así como el Papa Pío V redimensiona una secuencia de himnos que se habían añadido en la liturgia, o Pío X que ha tenido que reformar la proliferación de las celebraciones de los santos, suprimiendo una parte y también tuvo que reformar la celebración del domingo.

Todas estas reformas o modificaciones se hacen siempre con el objetivo de mantener la celebración del misterio de la salvación, de acuerdo a como Cristo lo fundó. El católico recibe la liturgia como un don. No es propiedad privada ni del celebrante ni de la comunidad que asiste. No se está en contra de la libertad o de la creatividad. Se está en contra de los atentados que pueda sufrir la propiedad ajena. En el estado de derecho en el que vivimos, nadie que no esté autorizado puede hacer uso o entrar en una propiedad privada, so pena de recibir la debida reprimenda o el castigo que contemplan las leyes jurídicas. De alguna forma el católico debería comenzar a desarrollar este sentido de respeto por lo ajeno y aún más si esta propiedad privada que es la liturgia, es el canal por el que le llegan grandes gracias, necesarias para su salvación.

Además, la celebración de la liturgia, establecida como Cristo la ha deseado, nos pone en comunión con la Iglesia triunfante y purgante, que de alguna manera se benefician también de esa acción litúrgica. No seguir las normas, las rúbricas, las indicaciones que se ordenan para las diversas celebraciones, y en especial para la celebración eucarística, pueden poner en riesgo la adecuada participación de los fieles para la obtención de las debidas gracias contenidas en la celebración eucarística, así como entrar en comunión con la Iglesia triunfante y purgante.

No es un mecanismo desmontable.

Siendo la liturgia un don, la postura de los católicos debería ser la de receptores. No es un regalo que se nos ha hecho para ser menospreciado, intercambiado o sustituido, como quien toma un mecanismo que puede montar y desmontar a su libre albedrío, en forma arbitraria. Es un regalo con unas normas de uso muy precisas, que requieren de una meticulosidad, basada siempre en el amor. Nadie se sentiría menguado en su libertad por seguir las indicaciones para el correcto uso de un reloj, especialmente si este reloj es de un valor sumamente preciado. La liturgia recoge la memoria plurisecular del cristianismo que hace presente, especialmente en la celebración eucarística, el misterio de la salvación. Por ello las normas quieren salvaguardar la posibilidad de que el encuentro con el Trascendente, con el misterio, la actualización de la salvación se lleve a cabo como Cristo lo ha querido y la Iglesia lo ha interpretado a lo largo del tiempo.

Y no es para más, especialmente en los tiempos que corren, en donde el hombre de la posmodernidad, tiene una sed del trascendente y busca abrevarse en aguas de otras religiones o sectas, como lo anota Juan Pablo II8. La liturgia reaviva el sentido del misterio, cuando se celebra con pasión, con amor, teniendo a Cristo presente en cada acto, en cada gesto. Y es de este sentido del misterio del que tantos hombres y mujeres tienen necesidad. Es incalculable el bien que puede hacerse al hombre del Tercer Milenio cuando asiste a una celebración litúrgica que lo acerca a Dios.

La Instrucción Redemptionis Sacramentum no es colección de normas arbitrarias como camisa de fuerza que constriñe la libertad, sino un medio para hacer vivir con mayor intensidad y fidelidad los misterios de nuestra salvación.

 

 

1 “Todo lo que tiene entidad, ya sea corporal o espiritual, natural o
artificial, real o abstracta”. (Diccionario de la Real Academia
Española).

2 “Cualquier católico, sea sacerdote, sea diácono, sea fiel
laico, tiene derecho a exponer una queja por un abuso litúrgico, ante
el Obispo diocesano o el Ordinario competente que se le equipara en
derecho, o ante la Sede Apostólica, en virtud del primado del Romano
Pontífice. Conviene, sin embargo, que, en cuanto sea posible, la
reclamación o queja sea expuesta primero al Obispo diocesano. Pero esto
se haga siempre con veracidad y caridad.” (Congregación para el Culto
Divino y la Disciplina de los Sacramentos, Instrucción Redemptionis
Sacramentum, 25.04.2004, n. 184)

3 Paulo VI, Constitución Sacrosantum Concilium, 4.12.1963, n.21

4 Juan
Pablo II, Catecismo de la Iglesia Católica, n.1070

5 Código de Derecho
Canónico, 837 § 1.

6 Joseph Ratzinger, Dio e il Mondo, Edizioni San
Paolo, Milano, 2001, p. 376.

7 Paulo VI, Constitución Sacrosantum Concilium, 4.12.1963, n.21 

8 “Pero, como han subrayado los Padres sinodales, « el hombre no puede vivir sin esperanza: su vida, condenada a la insignificancia, se convertiría en insoportable ». Frecuentemente, quien tiene necesidad de esperanza piensa poder saciarla con realidades efímeras y frágiles. De este modo la esperanza, reducida al ámbito intramundano cerrado a la trascendencia, se contenta, por ejemplo, con el paraíso prometido por la ciencia y la técnica, con las diversas formas de mesianismo, con la felicidad de tipo hedonista, lograda a través del consumismo o aquella ilusoria y artificial de las sustancias estupefacientes, con ciertas modalidades del milenarismo, con el atractivo de las filosofías orientales, con la búsqueda de formas esotéricas de espiritualidad o con las diferentes corrientes de New Age.” (Juan Pablo II, Exhortación apostólica postsinodal Ecclesia in Europa, 28.06.2003, n.10)