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Sócrates y el darwinismo social

Esta
primavera cumplen 2400 años de la muerte de Sócrates. En el año 399 a.
C. Sócrates aceptó la condena a muerte por parte del tribunal de la
ciudad más famosa del mundo griego, Atenas. El día fijado recibió el
veneno de su ejecución, y lo tomó como quien bebe un vaso de cerveza. A
los pocos minutos, el frío paralizó su corazón, y sus enemigos, por
fin, respiraron satisfechos...

Hay muchos modos de interpretar el final de un condenado a muerte.
Para algunos puede tratarse de un malhechor que merece ser eliminado
del mundo de los vivos. Para otros (muchos piensan así respecto de la
ejecución de Sócrates) se trata de una injusticia: los poderosos se
alían para eliminar a sus enemigos, y, cuando pueden, acaban con ellos
incluso con la complicidad de los jueces. Quizá haya quienes vean este
hecho como algo indiferente, que no altera el propio modo de vivir o de
pensar... Sin embargo, existe una lectura de la muerte de Sócrates que
pocos realizan, pero que no por ello deja de ser posible.

En 1859, Darwin propuso su teoría de la evolución, en un libro de fama mundial: El origen de las especies por medio de la selección natural.
La idea fundamental del libro era ésta: los individuos de una especie
luchan por su supervivencia, y sólo sobreviven aquellos que están mejor
dotados. Para muchos la teoría de Darwin puede resultar aceptable si
vemos lo que pasa en el mundo de los animales (el pez grande se come al
chico...), pero ha habido quienes la han aplicado a la sociedad humana.

Selección ¿natural?

Así es como nació el darwinismo social, cuyos representantes
principales fueron un inglés, Herbert Spencer (1820-1903), un
norteamericano, William Graham Sumner (1840-1910) y un alemán, Ernst
Heinrich Haeckel (1834-1919). Para estos autores, también la
supervivencia entre los hombres era posible si uno era superior a los demás.

Por eso Sumner pensó que era un error ayudar a los débiles o
inferiores, pues ello implicaría dañar a la especie humana; Haecker,
más atrevido, no dudó en defender la eliminación de los niños que
nacían con defectos físicos, para que la raza humana pudiese mejorar
continuamente.

Para un darwinista social, por lo tanto, quien sobrevive es el
fuerte y el mejor, y quien muere es aquel que, desde el punto de vista
evolutivo, no merece desgastar el oxígeno de nuestro planeta.

Cuando el pez chico gana

En el caso de la muerte de Sócrates, estaría claro que el gran pensador,
que había cumplido los 70 años, quedaba derrotado, evolutivamente, por
el genio y la habilidad de sus acusadores, que pudieron respirar, con
tranquilidad, un poco más de aire fresco en las sugestivas tardes de
Atenas.

Sin embargo, sabemos que las cosas no son tan sencillas. Primero,
porque también los peces pequeños pueden vencer, a veces, a los peces
grandes.

Segundo, porque la condena a muerte de Sócrates no terminó con sus
ideas, sino que les dio más fuerza y más energía en sus discípulos,
entre los que destaca, con un genio que pocos han podido superar,
Platón.

Tercero, porque de nada sirve sobrevivir y triunfar en la
vida si se ha pisoteado la justicia y el derecho: la conciencia no
puede dejar tranquilo a quien vence a costa de los demás.

Así que el caso de Sócrates es un ejemplo más contra el darwinismo social. Como Sócrates, millones de seres humanos han perdido y han sido asesinados en silencio por los fuertes y los superiores. Pero, aunque esos millones de víctimas sean muchas veces, aparentemente, los perdedores,
han vencido a sus verdugos de un modo que sólo comprenderemos del todo
después de mucho tiempo, cuando como con Sócrates, veamos el legado que
han dejado o la influencia que han ejercido en la humanidad.