Se dice, y no faltan razones para ello, que el poder corrompe y que mucho poder, corrompe absolutamente. Las posibilidades de abuso en quien acumula poder y no tiene contrapesos es evidente y los ejemplos de la arbitrariedad hasta la ignominia abundan en México y en todo el mundo. Por ello se buscaron formas políticas que evitaran dicha concentración, que hubiera equilibrios y contrapesos, rendición de cuentas y controles. Pese a ello, vemos continuos ejemplos de ese proceso de corrupción y de impunidad. En cambio, son pocos los casos de gobernantes virtuosos que sean capaces de asumir su responsabilidad, aún a costa de popularidades y beneficios.
Sin embargo, y aunque no lo parezca, en medio de la vida política y de la acumulación de poder, cuando se es virtuoso, es posible llegar hasta los altares. Tal es el caso del recién beatificado Juan de Palafox y Mendoza, quien como arzobispo y virrey de la Nueva España concentrara en sus manos todo el poder durante un momento crítico de la historia.
Más de trescientos años hubieron de pasar para que las virtudes heroicas de Juan de Palafox fueran reconocidas, pues la virtud no es siempre popular, el orden no siempre obedecido y los rencores son capaces de sobrevivir por muchos años cuando se afectan intereses.
De Juan de Palafox y Mendoza poca se habla en México. En Puebla, de donde fuera obispo siendo todavía de Tlaxcala, se le recuerda por sus obras: la conclusión de la Catedral y la Biblioteca Palafoxiana. En su honor el seminario de la Arquidiócesis también lleva su nombre. Sin embargo, sus obras en beneficio de la Nueva España y de su diócesis fueron abundantes. También nombrado Arzobispo de México, pero ajeno a la conducta trepadora que no sólo se da en la política sino también en la vida eclesial, renunció al cargo.
Hijo natural y finalmente reconocido por su padre, fue educado y preparado en colegios de los jesuitas, paso por las universidades de Alcalá y Salamanca y su capacidad de jurista en las Cortes lo llevó a ocupar cargos públicos de primera importancia, como fiscal del Consejo de Guerra y del Consejo de Estado. Tenía una brillante carrera política por delante cuando comprendió lo pasajero de los bienes y honores terrenales, por lo que se decidió por la vida eclesiástica. Pero ello no lo salvó de seguir participando en la administración pública de su tiempo.
No se crea que en su vida todo fue virtud. Como suele ocurrir, la vida estudiantil y la superficialidad de la Corte le hicieron caer, según propia confesión que algunos biógrafos consideran exagerada, en vicios y pasiones que, sin embargo, superó.
Como eclesiástico le tocó reorganizar la Iglesia en su diócesis de acuerdo con las disposiciones del Concilio de Treno, lo cual afectó los privilegios de algunas órdenes al promover la vida parroquial y apoyar al clero secular. Algunas órdenes, entre ello los jesuitas, se negaron a pagar los diezmos correspondientes, lo cual lo llevó a un enfrentamiento que no sólo provocó una falsa excomunión y su huida de la diócesis, sino una guerra de intrigas de la Compañía de Jesús que habría de estorbar una deseado ascenso a los altares, retrasando el reconocimiento de su santidad por casi 350 años.
Pero no sólo gobernó a la diócesis, sino que ante el peligro de que Portugal se hiciera de la Nueva España, el Rey Felipe IV le pidió destituir al virrey y matarlo si se resistía. Cumplió lo primero y evitó lo segundo, deportándolo a la Península. Seis meses ejerció el mando civil en la Nueva España, pero fueron suficientes para meter orden. Como Virrey, Presidente de la Real Audiencia y Capitán General, asumió y ejerció la autoridad con firmeza, pero con justicia.
Ante una hacienda quebrada, la restableció sin aumentar impuestos; para evitar una invasión portuguesa, creó una flota, llamada la Armada de Barlovento; ante la carencia de granos, abasteció el mercado de maíz; metió en cintura a los alcaldes mayores y realizó una especial labor legislativa clarificando los procedimientos del derecho indiano en la Nueva España.
Su labor cultural y asistencial no fue menor. Apoyó a los indígenas, dándoles acceso a la Real y Pontificia Universidad de México a la cual, por cierto, dotó de ordenanzas. Creó hospitales, donó e hizo de su biblioteca la primera pública de América, elevó el nivel cultural de los sacerdotes. En suma, se destacó como pensador, fecundo escritor, comprometido mecenas de la artes, protector de los indígenas, político, jurista, editor, poeta y místico. Gobernó enseñó y santificó.
¿Qué obtuvo a cambio? Enemigos, no sólo en la vida política sino también en la eclesiástica, por lo que retornó a España endeudado y casi como fracasado, pero fue nombrado Obispo de Osma en cuyo cargo murió en la miseria, su herencia fueron deudas, obras místicas, poesía y el ejemplo de su santidad como hombre de poder, de mando, de justicia y virtudes, que tardíamente se han reconocido.
Ser buen político es posible. Ser santo como político, también. No es fácil para quienes anteponen lo “políticamente correcto” frente a lo correcto políticamente. Engendra ingratitudes, pero produce bienes no sólo para quien así actúa, sino para los gobernados.