Recuerdo
a un papá que me platicaba del desconcierto provocado a su sentimiento
paterno cuando descubrió que su hijo había tenido una experiencia de
droga. Para descubrir el orígen de tan mal paso para el adolescente de
trece años, comentamos algunas cosas y salió a relucir que el joven
manejaba dinero con facilidad, pasaba demasiado tiempo por ahí suelto
sin dedicarse al estudio, llegaba a casa a la hora que le apetecía y él
mismo había elegido la escuela y el horario de clases. El papá, para
rematar el cuadro, no conocía a ninguno de los amigos del muchachito.
El permisivismo había dirigido el trato educativo con el hijo.
La libertad es un orgullo para el ser humano. Nos destruye vivir
bajo la asfixia de la manipulación. Pero la libertad se nos puede ir de
entre los dedos como agua que cae de la fuente. Los humanos necesitamos
fortalecer nuestra libertad, como el deportista toma vitaminas para
robustecer los músculos.
Un muchachito que no tiene un mínimo de disciplina es un barco al
que se le ha roto el ancla y navega a merced de vientos caprichosos. El
permisivismo, es decir, permitir ampliamente, es romper el ancla. Pero
el hombre más libre no es el que se mueve al impulso de la primera
atracción. El hombre libre es aquel que controla el timón de su
personalidad con brazo firme y corazón sensato.
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