Santidad e identificación con Jesucristo
Recuerdo a un chico de 11 años que me dijo: “¿Qué tengo que ver yo con alguien como Jesús, que vivió hace tanto tiempo?” “¿Por qué pensar tanto en su vida y su muerte?” Quizá nos han engañado al mostrarnos un Jesús externo, que se cuelga en un poster como alguien digno de ser imitado, que supo amar, un revolucionario, el hijo de Dios que vino a la tierra... .Cuentan de alguien que se convirtió a la fe y fue a una librería a pedir una vida de Jesús, y le mostraron el famoso libro de Kempis: “aquí tenemos ‘La imitación de Cristo’”; y él contestó: “no quiero una imitación de Cristo, quiero ‘el auténtico’”. Las palabras cambian con el tiempo, y la palabra “imitación” ahora puede tener un sentido más pobre que antes, sin interioridad. De todas formas, la vida cristiana no un mero imitar un modelo externo aunque sea el de alguien como Jesús, ni hacer lo que está escrito en un libro, o lo que predica la Iglesia -por supuesto que es el seguimiento de Jesús y la imitación de su doctrina-, es mucho más: en el Bautismo se nos comunica una vida nueva, que nos hace “partícipes de la vida divina, de su naturaleza” (2 Pedro 1, 4).
La santidad es la perfección de la filiación divina, decía san Josemaría Escrivá. Y sólo se puede ser hijo de Dios en Cristo, imitando su vida de un modo íntimo, “conformándose” a él. La palabra griega que traducimos por “conformar”, dice Auer, tiene dos sentidos: de una parte, “meterse en la piel” de otro como hacían los del teatro poniéndose la piel de los animales que representaban, y el otro es “sumergirse” como el que se hunde en el agua, en el bautismo, o como dicen los místicos refiriéndose a Jesús: “tú has de perderte en Él”. Así de fuerte es la expresión “conformar”: “hacerse a la forma”, participar de su vida, de sus sentimientos. Es decir, el hijo de Dios se siente motivado, en la medida posible a una criatura, a revivir la vida de Jesús y prolongarla en la propia, porque la gracia que El nos ganó es participación de la que inhabita en su alma: tened en vosotros los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús (Phil 2, 5).
Esta conformación se realiza por la gracia y en esa práctica de las virtudes teologales y de los dones del Espíritu Santo, en una docilidad que es dejarse llevar por el Espíritu de Dios (cf. Rom 8, 14), como explicaba Ramón García de Haro: “nuestra divinización es una progresiva participación en la plena, única e irrepetible divinización de su naturaleza humana. Por eso, nuestra fe y nuestra esperanza, por las que ya ahora participamos del amor de Cristo, son una incoación de la visión de que gozaremos en la bienaventuranza eterna, donde la caridad será -en cada uno a su medida- perfecta. La fe crece como experiencia siempre más cierta -y dentro de la oscuridad que le es propia, más próxima a la visión- de que el Padre nos ama y la esperanza progresa como confianza -cada vez más segura- de que la unión que en esta vida temporal poseemos por una caridad imperfecta se hará perfecta y eterna en la bienaventuranza, donde la visión hará pleno el amor. Esa creciente y vivida unión de caridad con Dios, sustentadas en el progreso de la fe y la esperanza -es decir, en la convicción siempre más vital y operativa de que el amor que nos anima es el mismo amor de Cristo, derramado en nosotros por el Espíritu Santo-, tejen el avance en la identificación con Cristo». Así nos lo desea San Pablo: “el Padre, de quien toma nombre toda familia en los cielos y en la tierra, os conceda ser fortalecidos en el hombre interior mediante su Espíritu, que Cristo habite en vuestros corazones por la fe, para que, arraigados y fundamentados en la caridad, podáis comprender con todos los santos cuál es la anchura y la longitud, la altura y la profundidad; y conocer en suma el amor de Cristo, que excede todo conocimiento, para que seáis colmados de la plenitud de Dios” (Eph 3, 14-19) .
La vida eterna consistirá en gozar de modo pleno del amor que ya gozamos en parte, pero sin veleidades ni distracciones y con perfección: sabremos, con todos los santos, lo que es y lo que vale el Amor. Toda la vida cristiana se resume aquí: “nosotros hemos conocido y creído en el amor que Dios nos tiene. Dios es Amor y quien permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él” (1 Ioh 4 , 16 ), decía san Juan al término de su existencia terrena. La santidad que es la ley del cristiano supone un conocimiento de Dios y Amor, constituido no de una dimensión teorética sino de una viva experiencia, en la identificación con Cristo.
En esta identificación de la que hablamos, Cristo es no sólo causa meritoria sino también eficiente de esta santificación, y su Humanidad Santísima es instrumento -inseparablemente unido a la divinidad- que la causa en su Iglesia, es decir toda la gracia nos viene –a cualquier hombre- por la Humanidad de Jesús. S. Tomás ve a Cristo como Cabeza del cuerpo total, al considerar en El las propiedades que le competen a la cabeza con respecto al cuerpo, y que competen a Jesús con respecto a sus miembros, como Dios: exceder en dignidad y perfección a los demás, dirigirlos y ser principio de movimiento de todos ellos. Pero también hay una propiedad que le conviene en cuanto hombre, y es la conformidad de naturaleza con los demás miembros (cf. In III Sent., d. 13, q. 2, a. 1 c). La santidad del cristiano tiene un profundo carácter cristológico, no sólo porque le une a Cristo al participar de su filiación, sino por Cristo en cuanto hombre, de la gracia de Cristo deriva la gracia hacia nosotros.
Pensemos cuanto dice Gaudium et spes 22: «mediante la Encarnación el Hijo de Dios se ha unido en cierto modo a todo hombre». Es por tanto una unión que Jesús adquiere con cada persona en la medida que ésta le acoge en su corazón. Esta verdad fomenta nuestra esperanza en Dios, de ser objeto de su Amor, de que se comporta con cada uno como el mejor Padre que imaginarse pueda. Cristo nos ha mostrado el amor del Padre y nos hace partícipes de su amor, que se adueña de nuestra capacidad de amar, y nos da una perfecta filiación en el Espíritu Santo, y con esto un amor fraterno para todos los hombres. Un amor en el que cada uno se une a Dios y en el cual los hombres son capaces de unirse entre sí. La santidad es, en suma, la perfección en el amor, sustentado por la fe y la esperanza.
De ahí los lazos inseparables entre santidad y comunión en la Iglesia, santidad y comunión con todos los hombres, cuya principal fruto es el afán apostólico. El amor de caridad, con que Cristo nos ha amado y enseñado a amar, es inseparablemente amor al Padre y, en la común filiación a El, amor a todos los hombres que no puede no incluir la preocupación por la salvación de todas las almas, pues quiere que todas se salven (omnes homines vult salvus fieri: 1 Tim 2, 4). Eso nos lleva a un apostolado, del cual la comunión entre los fieles es, por así decirlo, condición de autenticidad y primera manifestación.