La
sexualidad humana se construye sobre un binomio muy concreto: hombre y
mujer. Las diferencias entre ambos polos inician con una base genética
que, en la gran mayoría de los casos, fundamenta las diferencias entre
hombres y mujeres en los niveles genital, hormonal, fisiológico y
psicológico.
La
sexualidad, sin embargo, no es sólo algo biológico: se encuadra en el
contexto de la cultura. La historia nos muestra cómo las relaciones
entre hombres y mujeres han variado enormemente a lo largo de los
siglos. Han existido situaciones de poligamia o de poliandria. Algunos
pueblos han defendido el valor de la castidad premarital, mientras
otros han despreciado tal valor. Muchos han aceptado el divorcio o lo
han defendido como algo normal, mientras otros lo han condenado o han
puesto numerosas barreras para limitar su difusión. Se ha castigado el
adulterio o ha sido tolerado, aceptado o incluso promovido. Ha habido
pueblos que han visto como algo normal, incluso como necesario, el que
exista la prostitución, mientras otros la han perseguido. Se ha
castigado cualquier violación, o la violación ha sido vista como algo
de poca importancia; se ha llegado incluso al extremo de instigar a
violar a mujeres como si se tratase de un castigo contra pueblos o
grupos vencidos. Hay quienes han condenado las relaciones homosexuales
y quienes las han admitido como algo aceptable. Se ha promovido el uso
de medios anticonceptivos o abortivos para evitar hijos no deseados, o
se ha condenado socialmente el recurso a estos métodos.
La
lista podría alargarse, lo cual nos muestra que la sexualidad humana no
ha sido vivida de una manera igual a lo largo de los siglos ni entre
las distintas culturas o grupos humanos. Podemos, entonces,
preguntarnos: ¿alguna de esas maneras puede ser vista como más correcta
que las demás, o todas pueden colocarse como igualmente “aceptables”
según las diferentes épocas y culturas?
La
mayoría (no todos, por desgracia) rechazaría aquellos usos de la
sexualidad que impliquen violencia, engaño, desprecio o “uso”
denigrante del otro o de la otra. Este punto, pues, resulta un
patrimonio aceptable por quien quiera ser verdaderamente respetuoso de
los demás: nadie puede ser usado como objeto, nadie puede ser reducido
a simple instrumento para el placer de otros.
Pero
podríamos dar un paso ulterior: existe una relación sexual que va más
allá de la simple búsqueda del placer y que se encuadra en una relación
personal mucho más profunda y rica. Se trata de una vida sexual
integrada en un proyecto de amor en el que él y ella se aceptan y se
dan mutuamente en el pleno respeto de todas las riquezas propias del
ser hombre y del ser mujer, sin rechazar ninguna dimensión (genética,
física, hormonal, psicológica, espiritual). Esta aceptación implica un
darse y un recibirse total, pleno, que excluiría la que consideramos
actitud de rechazo de la propia fertilidad.
Esto
vale no sólo para la mujer (de la que hablamos antes) sino para el
mismo hombre. Su virilidad conlleva el poder fecundar, normalmente, a
una mujer en una relación sexual. En la donación total, interpersonal,
tal fecundidad es parte de la plenitud de aceptación, la cual se da de
modo definitivo y total en el matrimonio.
El
esposo acepta su riqueza sexual y la de su esposa; la esposa acepta la
propia riqueza sexual y la de su marido. Tal aceptación, repetimos, se
coloca en un contexto mucho más amplio, que implica la aceptación
plena, total, exclusiva, del otro y de la otra, en el tiempo, hasta la
muerte.
La
relación sexual fuera del matrimonio encierra un enorme número de
riesgos y de errores. Quizá el mayor es el miedo a la fecundidad del
otro, que, en el fondo, es rechazo de algo fundamental de la persona.
De este modo, el amor no puede ser pleno, sino parcial. Un amor así no
puede realizar plenamente una vida humana. A lo sumo será un momento de
emoción o de placer, pero siempre existirá un cierto miedo a que asome
la cabeza un hijo que nos recuerde la seriedad de la vida sexual humana.
Lo peculiar de la mujer
En
este sentido, conviene subrayar otro aspecto de la vida sexual, que
marca una asimetría muy particular. Hoy por hoy, en el ejercicio de su
sexualidad sólo las mujeres pueden quedar embarazadas. Mientras no
pueda prepararse un útero artificial o un útero trasplantado en varones
con capacidades gestacionales, por ahora los niños podrán nacer sólo
después de haber transcurrido diversos meses en el seno de una mujer.
Las
mujeres viven con especial profundidad esta característica exclusiva.
Ante ella pueden tomar diversas actitudes. Una consiste en rechazar la
propia fertilidad, en verla como un obstáculo, como algo no deseado o
como un peligro para ciertos proyectos personales (de ellas mismas o de
otros que giran alrededor de ellas).
Tal
rechazo puede ser sólo emocional, o puede llevar a decisiones concretas
que impidan, de modo temporal o definitivo, cualquier concepción de un
hijo en su seno, a través del recurso a métodos anticonceptivos o,
incluso, por medio de una esterilización más o menos irreversible. Si
fracasan los métodos anticonceptivos, o si no han sido usados y se
produce el embarazo, puede sentir un deseo más o menos intenso a
abortar esa vida iniciada “fuera de programa”.
Una
actitud radicalmente opuesta a la anterior lleva a la aceptación de la
propia fecundidad de modo maduro y consciente. La mujer vive, entonces,
la posibilidad de un embarazo no como un peligro o como una amenaza,
sino como una riqueza, como un privilegio. En cierto sentido, esta
actitud es la que ha permitido el nacimiento de miles de millones de
seres humanos, la que explica esa profunda sonrisa que irradia una
mujer cuando abraza a su hijo recién nacido, la que la hace caminar en
el mundo con una alegría íntima, a veces envidiable, mientras lleva un
carrito con un niño que es apenas un proyecto de futuro y de esperanza.
Una
mujer que vive en esta segunda actitud necesita, sin embargo, vivir su
vida sexual con una seriedad particular, lo cual nos vuelve a poner
ante las reflexiones anteriores. Defender la integridad de su cuerpo,
defender la propia fecundidad, significa velar para que ningún hombre
pueda “usarla” como instrumento de placer o como compañera de juego en
unos momentos de fiesta. Significa no prestarse a ser amiga frágil de
quien dice amarla sin un compromiso serio hacia la vida que pueda ser
concebida en su seno. Significa pensar en el bien del hijo a la hora de
escoger quién va a ser el centro de su corazón, el compañero de su
vida, su esposo para siempre.
Programas de verdadera educación sexual
Sin
embargo, algunos adultos creen que las chicas (y los chicos que giran
alrededor de ellas) serían incapaces de reconocer el valor de la propia
fecundidad. Por lo mismo, promueven la difusión entre ellas de una
amplia gama de métodos anticonceptivos y abortivos, a veces llamados
con una fórmula muy genérica: servicios de salud reproductiva. Este
planeamiento parte de un error de base. Sólo una chica puede pensar en
la “necesidad” de la anticoncepción si está dispuesta a tener
relaciones sexuales y si reconoce la fertilidad propia de su condición
femenina, lo cual implica un mínimo de madurez y de responsabilidad.
Orientarla sólo a la negación de tal fecundidad es, en el fondo,
impedirle tomar una opción seria en favor de la plena aceptación de sí
misma. Es señal de desprecio hacia las chicas (y, en el fondo, también
hacia los chicos) creer que no son capaces de pensar y de tomar
compromisos profundos en estos temas.
Un
programa de educación sexual que respete en su integridad a cada
hombre, a cada mujer, no puede prescindir de estas verdades. La
sexualidad no es un juego: es algo serio. No sólo porque, por
desgracia, un “uso” excesivo de la misma pueda llevar a adquirir alguna
enfermedad no deseada (las famosas ETS o “enfermedades de transmisión
sexual”). Sino, sobre todo, por la intrínseca relación que existe entre
sexualidad, amor y vida.
Si
respetamos esta relación podremos lograr, sobre las riquezas y los
valores de nuestros adolescentes, la promoción de una sexualidad que
valore plenamente a cada ser humano, en su profundidad espiritual y en
sus valores físicos. Valores físicos que incluyen ese enorme misterio y
riqueza de la fecundidad que ha permitido el nacimiento de cada uno de
nosotros. Una fecundidad que permitirá la venida al mundo de los
hombres y mujeres del mañana, hijos de unos padres que se aman en la
plena aceptación y el respeto más profundo de sí mismos y del otro.
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