REDENCIÓN -2-
(LA VENIDA DEL REINO: FUNDACIÓN DE LA IGLESIA)
INDICE
- La venida del Reino (15.VI.88)
- Estructura fundamental de la Iglesia (22.VI.88)
- Estructura ministerial y sacramental de la Iglesia (13.VII.88)
- Jesús llama a todos a participar de su Santidad (20.VII.88)
La venida del Reino (15.VI.88)
1. 'El tiempo se ha cumplido y el reino de Dios está cerca; convertíos y creed en la Buena Nueva' (Mc 1, 15). En el comienzo del Evangelio de Marcos, se dicen estas palabras casi para resumir brevemente la misión de Jesús de Nazaret, Aquel que ha 'venido para para anunciar la Buena Nueva'. En el centro de su anuncio se encuentra la revelación del reino de Dios, que se acerca y, más aún, ha entrado en la historia del hombre ('El tiempo se ha cumplido').
2. Proclamando la verdad sobre el reino de Dios, Jesús anuncia al mismo tiempo el cumplimiento de las promesas contenidas en el Antiguo Testamento. Del reino de Dios hablan ciertamente con frecuencia los versículos de los Salmos (Cfr. Sal 102/103, 19; Sal 92/93, 1). El Salmo 144/145 canta la gloria y la majestad de este reino y señala simultáneamente su eterna duración: 'Tu reino, un reino por los siglos todos tu dominio, por todas las edades' (Sal 144/145, 13). Los posteriores libros del Antiguo Testamento vuelven a tratar este tema. Concretamente, puede recordarse el anuncio profético especialmente elocuente del libro de Daniel: '... el Dios del cielo hará surgir un reino que jamás será destruido y este reino no pasará a otro pueblo. Pulverizará y aniquilará a todos estos reinos y subsistirá eternamente' (Dan 2,44).
3. Refiriéndose a estos anuncios y promesas del Antiguo Testamento, el Concilio Vaticano II consta y afirma: 'Este reino brilla ante los hombres en las palabras, en las obras y en la presencia de Cristo' (Lumen Gentium, 5)...'Cristo, en cumplimiento de la voluntad del Padre, inauguró en la tierra el reino de los cielos' (Lumen Gentium, 3). Al mismo tiempo, el Concilio subraya que 'nuestro Señor Jesús dio comienzo a la Iglesia predican do la Buena Nueva, es decir, la llegada del reino de Dios prometido desde siglos en la Escritura...' El inicio de la Iglesia, su fundación por Cristo, se inscribe en el Evangelio del reino de Dios, en el anuncio de su venida y de su presencia entre los hombres. Si el reino de Dios se ha hecho presente entre los hombres gracias a la venida de Cristo, a sus palabras y a sus obras, es también verdad que, por expresa voluntad suya, 'está presente en la Iglesia, actualmente en misterio, y por el poder de Dios crece visiblemente en el mundo' (Lumen Gentium, 3).
4. Jesús dio a conocer de varias formas a sus oyentes la venida del reino de Dios. Son sintomáticas las palabras que pronunció a propósito de la 'expulsión del demonio' fuera de los hombres y del mundo: '... si por el dedo de Dios expulso yo a las demonios..., es que ha llegado a vosotros el reino de Dios' (Lc 11, 20). El reino de Dios significa, realmente, la victoria sobre el poder del mal que hay en el mundo y sobre aquel que es su principal agente escondido. Se trata del espíritu de las tinieblas, dueño de este mundo; se trata de todo pecado que nace en el hombre por efecto de su mala voluntad y bajo el influjo de aquella arcana y maléfica presencia. Jesús, que ha venido para perdonar los pecados, incluso cuando cura de las enfermedades, advierte que la liberación del mal físico es señal de la liberación del mal más grave que arruina el alma del hombre. Hemos explicado esto con mayor amplitud en las catequesis anteriores.
5. Los diversos signos del poder salvífico de Dios ofrecidos por Jesús con sus milagros, conectados con su Palabra, abren el camino para la comprensión de la verdad del reino de Dios en medio de los hombres. El explica esta verdad, sirviéndose especialmente de las parábolas, entre las cuales se encuentran la del sembrador y la de la semilla. La semilla es la Palabra de Dios, que puede ser acogida de modo que crezca en el terreno del alma humana o, por diversos motivos, no ser acogida o serlo de un modo que no pueda madurar y dar fruto en el tiempo oportuno (Cfr. Mc 4,14-20). Pero he aquí otra parábola que nos pone frente al misterio del desarrollo de la semilla por obra de Dios: 'El reino de Dios es como un hombre que echa el grano en la tierra; duerma o se levante, de noche o de día, el grano brota y crece sin que él sepa cómo. La tierra da el fruto por sí misma primero hierba, luego, espiga, después, trigo abundante en la espiga' (Mc 4, 26-28). Es el poder de Dios el que 'hace crecer', dirá San Pablo (1 Cor 3, 6 ss.) y, como escribe el Apóstol, es El quien da 'el querer y el obrar' (Flp 2, 13).
6. El reino de Dios, o 'reino de los cielos', como dice Mateo (Cfr. 3, 2, etc.), ha entrado en la historia del hombre sobre la tierra por medio de Cristo que también, durante su pasión y en la inminencia de su muerte en la cruz, habla de Sí mismo como de un Rey y, a la vez, explica el carácter del reino que ha venido a inaugurar sobre la tierra. Sus respuestas a Pilato, recogidas en el cuarto Evangelio (Jn 18, 33 ss.), sirven como texto clave para la comprensión de este punto. Jesús se encuentra frente al Gobernador romano, a quien ha sido entregado por el Sanedrín bajo a acusación de haberse querido hacer 'Rey de los judíos'. Cuando Pilato le presente este hecho, Jesús responde: 'Mi reino no es de este mundo. Si mi reino fuese de este mundo, mi gente habría combatido para que no fuese entregado a los Judíos' (Jn 18, 36). Pese a que Cristo no es un rey el en sentido terreno de la palabra, ese hecho no cancela el otro sentido de su reino, que El explica en la respuesta a una nueva pregunta de su juez. Luego, '¿Tú eres rey?', pregunta Pilato. Jesús responde con firmeza: 'Sí, como dices, soy rey. Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo: para dar testimonio de la verdad. Todo el que es de la verdad, escucha mi voz' (Jn 18, 37). Es la más neta e inequívoca proclamación de la propia realeza, pero también de su carácter transcendente, que confirma el valor más profundo del espíritu humano y la base principal de las relaciones humanas: 'la verdad'.
7. El reino que Jesús, como Hijo de Dios encarnado, ha inaugurado en la historia del hombre, siendo de Dios, se establece y crece en el espíritu del hombre con la fuerza de la verdad y de la gracia, que proceden de Dios, como nos han hecho comprender las parábolas del sembrador y de la semilla, que hemos resumido. Cristo es el sembrador de esta verdad. Pero, en definitiva será por medio de la cruz como realizará su realeza y llevará a cabo la obra de la salvación en la historia de la humanidad: 'Yo, cuando sea elevado de la tierra, atraeré a todos hacia mi' (Jn 12, 32).
8. Todo esto se trasluce también de la enseñanza de Jesús sobre el Buen Pastor, que 'da su vida por las ovejas' (Jn 10, 11 ) . Esta imagen del pastor está estrechamente ligada con la del rebaño y de las ovejas que escuchan la voz del pastor. Jesús dice que es el Buen Pastor que 'conoce a sus ovejas y ellas le conocen' (Jn 10, 14). Como Buen Pastor busca a la oveja perdida (Cfr Mt 18,12; Lc 15, 4), e incluso piensa en las 'otras ovejas que no son de este redil': también a ésas las 'tiene que conducir' para que 'escuchen su voz y haya un solo rebaño y un solo pastor' (Jn 10, 16). Se trata, pues, de una realeza universal, ejercida con ánimo y estilo de pastor, para llevar a todos a vivir en la verdad de Dios.
9. Como se ve, toda la predicación de Cristo, toda su misión mesiánica se orienta a 'reunir' el rebaño. No se trata solamente de cada uno de sus oyentes, seguidores, imitadores. Se trata de una 'asamblea', que en arameo se dice 'kehala' y, en hebreo, 'qahal', que corresponde al griego, 'ekklesia'. La palabra griega deriva de un verbo que significa 'llamar' ('llamada' en griego se dice 'klesis') y esta derivación etimológica sirve para hacernos comprender que, lo mismo que en a antigua Alianza Dios había 'llamado' a su pueblo Israel, así Cristo llama al nuevo Pueblo de Dios escogiendo y buscando sus miembros entre todos los hombres. El los atrae a Sí y los reúne en torno a su persona por medio de la palabra del Evangelio y con el poder redentor del misterio pascual. Este poder divino, manifestado de forma definitiva en la resurrección de Cristo, confirmará el sentido de las palabras que una vez se dijeron a Pedro: 'sobre esta piedra edificaré mi Iglesia' (Mt 16, 18), es decir: la nueva asamblea del reino de Dios.
10. La Iglesia (Ecclesia)Asamblea recibe de Cristo el mandamiento nuevo: 'Os doy un mandamiento nuevo: que os améis los unos a los otros. Que, como yo os he amado... en esto conocerán todos que sois discípulos míos' (Jn 13, 34-35; cfr. Jn 15, 12). Es cierto que la 'asamblea) Iglesia' recibe de Cristo también su estructura externa (de lo que trataremos próximamente), pero su valor esencial es la comunión con el mismo Cristo: es El quien 'reúne' la Iglesia, es El quien la 'edifica' constantemente como su Cuerpo (Cfr. Ef 4, 12), como reino de Dios con dimensión universal. 'Vendrán de Oriente y de Occidente, del Norte y del Sur y se pondrán a la mesa (con Abrahán, Isaac y Jacob) en el reino de Dios' (Cfr. Lc 13, 28-29).
Estructura fundamental de la Iglesia (22.VI.88)
1. Hemos dicho en la catequesis anterior que toda la misión de Jesús de Nazaret, su enseñanza, los signos que hacía, hasta el supremo de todos, la resurrección ('el signo del Profeta Jonás') estaban destinados a 'reunir' a los hombres. Esta 'asamblea' del nuevo Pueblo de Dios es el primer esbozo de la Iglesia, en la cual, por voluntad de institución de Cristo, debe verificarse y perdurar, en la historia del hombre, el reino de Dios iniciado con la venida y con la misión mesiánica de Cristo. Jesús de Nazaret anunciaba el Evangelio a todos los que le seguían para escucharlo, pero, al mismo tiempo, llamó a algunos, de modo especial, a seguirlo a fin de prepararlos El mismo para una misión futura. Se trata, por ejemplo, de la vocación de Felipe (Jn 1, 43), de Simón (Lc 5, 10) y de Leví, el publicano: también a ése dirige Cristo con su 'sígueme' (Cfr. Lc 5, 27-28).
2. De especial relieve es para nosotros el hecho de que entre sus discípalizado la elección de los doce. '... Jesús se fue al monte a orar y se pasó la noche en la oración de Dios. Cuando se hizo de día llamó a sus discípulos y eligió doce de entre ellos a los que llamó también Apóstoles' (Lc 6, 12-13). Siguen los nombres de los elegidos, Simón, a quien Jesús da el nombre de Pedro, Santiago y Juan (Marcos precisa que eran hijos de Zebedeo y que Jesús les dio el sobrenombre de Boanerges, que significa 'hijos del trueno'), Felipe, Bartolomé, Mateo, Tomás, Santiago, hijo de Alfeo, Simón, llamado el Zelotes, Judas de Santiago, y Judas Iscariote, 'que llegó a ser un traidor' (Lc 6, 16). Hay concordancia entre las listas de los Doce que se encuentran en los tres Evangelios sinópticos y en los Hechos de los Apóstoles, aparte de alguna pequeña diferencia.
4. Jesús mismo hablará un día de esta elección de los Doce subrayando el motivo por el que la hizo: 'No me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os he elegido a vosotros' (Jn 15,16); y añadirá: 'Si fueseis del mundo, el mundo amaría lo suyo, pero, como no sois del mundo, porque yo, al elegiros, os he sacado del mundo, por eso os odia el mundo' (Jn 15, 19).
Jesús había instituido a los Doce 'para que estuvieran con El', para poderlos 'enviar a predicar con poder de expulsar a los demonios' (Mc 3,14-15). Han sido, pues, elegidos e 'instruidos' para una misión precisa. Son unos enviados ( = 'apostoloi'). En el texto de Juan leemos también: 'No me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os he elegido a vosotros y os he destinado para que vayáis y deis fruto y que vuestro fruto permanezca' (Jn 15,16). Este 'fruto' viene designado en otro apartado con la imagen de la 'pesca', cuando Jesús, después de la pesca milagrosa en el lago de Genesaret, dice a Pedro, todo emocionado por aquel hecho prodigioso: 'No temas, desde ahora serás pescador de hombres' (Lc 5, 10).
5. Jesús pone la misión de los Apóstoles en relación de continuidad con la propia misión cuando en la oración (sacerdotal) de la última Cena dice al Padre: 'Como tú me has enviado al mundo, yo también los he enviado al mundo' (Jn 17, 18). En este contexto se hacen también comprensibles otras palabras de Jesús: 'Yo por mi parte dispongo un reino para vosotros como mi Padre lo dispuso para mi' (Lc 22, 29). Jesús no dice a los Apóstoles simplemente: 'A vosotros se os ha dado el misterio del reino de Dios' (Mc 4, 11), como si les fuese 'dado' de una forma sólo cognoscitiva, sino que 'transmite' a los Apóstoles el reino que El mismo ha iniciado con su misión mesiánica sobre la tierra. Este reino 'dispuesto'' para el Hijo por el Padre es el cumplimiento de las promesas hechas ya en a antigua Alianza. El número mismo de los 'doce' apóstoles corresponde, en las palabras de Cristo, a las 'doce tribus de Israel': '... vosotros que me habéis seguido, en la regeneración, cuando el Hijo del hombre se siente en su trono de gloria, os sentaréis también vosotros en doce tronos para juzgar a las doce tribus de Israel' (Mt 19, 28, y también Lc 22, 30) . Los Apóstoles ('los Doce') como inicio del nuevo Israel son al mismo tiempo 'situados' en la perspectiva escatológica de la vocación de todo el Pueblo de Dios.
6. Después de la resurrección, Cristo, antes de enviar definitivamente a los Apóstoles a todo el mundo, vincula a su servicio a administración de los sacramentos del bautismo (Cfr. Mt 28, 18-20), de la Eucaristía (Cfr. Mc 14,22-24 y paralelos) y la penitencia y reconciliación (Cfr. Jn 20, 22-23), instituidos por El como signos salvíficos de la gracia. Los Apóstoles son dotados, por tanto, de autoridad sacerdotal y pastoral en la Iglesia.
De la institución de la estructura sacramental habéis seguido, en la regeneración, cuando el Hijo del hombre se siente en su trono de gloria, os sentaréis también vosotros en doce tronos para juzgar a las doce tribus de Israel' (Mt 19, 28, y también Lc 22, 30) . Los Apóstoles ('los Doce') como inicio del nuevo Israel son al mismo tiempo 'situados' en la perspectiva escatológica de la vocación de todo el Pueblo de Dios.
6. Después de la resurrección, Cristo, antes de enviar definitivamente a los Apóstoles a todo el mundo, vincula a su servicio a administración de los sacramentos del bautismo (Cfr. Mt 28, 18-20), de la Eucaristía (Cfr. Mc 14,22-24 y paralelos) y la penitencia y reconciliación (Cfr. Jn 20, 22-23), instituidos por El como signos salvíficos de la gracia. Los Apóstoles son dotados, por tanto, de autoridad sacerdotal y pastoral en la Iglesia.
De la institución de la estructura sacramental de la Iglesia hablaremos en la próxima catequesis. Aquí queremos hacer notar la institución de la estructura ministerial, ligada a los Apóstoles y, en consecuencia, a la sucesión apostólica en la Iglesia. A este respecto debemos también recordar las palabras con las cuales Jesús describió y luego instituyo el especial ministerium de Pedro: 'Y yo, a mi vez, te digo que tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y los puertas del infierno no prevalecerán contra ella. A ti te daré las llaves del reino de los cielos; y lo que ates en la tierra quedará atado en los cielos y lo que desates en la tierra quedará desatado en los cielos' (Mt 16, 18-19). Todas las semejanzas que observamos, nos hacen percibir la idea de la Iglesia) reino de Dios, dotada de una estructura ministerial, tal como estaba en el pensamiento de Jesús.
7. Las cuestiones del ministerium y al mismo tiempo del sistema jerárquico de la Iglesia se profundizarán de una manera más detallada en el siguiente ciclo las catequesis eclesiológicas. Aquí es oportuno hacer notar solamente el especial significado que concierne a la dolorosa experiencia de la pasión y de la muerte de Cristo en la cruz. Al prever la negación de Pedro, Jesús dice al Apóstol: '... pero yo he rogado por ti para que tu fe no desfallezca. Y tú, cuando hayas vuelto, confirma a tus hermanos' (Lc 22, 32). Más tarde, después de la resurrección, obtenida la triple confesión de amor por parte de Pedro 'Señor, Tú sabes que te quiero', Jesús le confirma definitivamente su misión pastoral universal: 'Apacienta mis ovejas' (Cfr. Jn 21, 15-17).
8. Podemos decir, por consiguiente, que los diferentes pasajes del Evangelio indican claramente que Jesucristo transmite a los Apóstoles 'el reino' y 'la misión' que EI mismo recibió del Padre y, a la vez, instituye la estructura fundamental de su Iglesia, donde este reino de Dios, mediante la continuidad de la misión mesiánica de Cristo, debe realizarse en todas las naciones de la tierra, como cumplimiento mesiánico y escatológico de las eternas promesas de Dios. Las últimas palabras dirigidas por Jesús a los Apóstoles, antes de su regreso al Padre, expresan de manera definitiva la realidad y las dimensiones de esta institución: 'Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra. Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado. Y he aquí que ,yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo' (Mt 28, 18-20, y también Mc 16, 15-18 y Lc 24, 47-48).
Estructura ministerial y sacramental de la Iglesia (13.VII.88)
1. 'He aquí que Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo' (Mt 18, 20). Estas palabras, pronunciadas por Jesús resucitado cuando envió a los Apóstoles a todo el mundo, testifican que el Hijo de Dios, que, viniendo al mundo, dio comienzo al reino de Dios en la historia de la humanidad, lo transmitió a los Apóstoles en estrecha vinculación con la continuación de su misión mesiánica ('Yo, por mi parte, dispongo un reino para vosotros, como mi Padre lo dispuso para mí': Lc 22, 29). Para la realización de este reino y el cumplimiento de su misma misión, El instituyó en la Iglesia una estructura visible 'ministerial', que debía durar 'hasta el fin del mundo', en los sucesores de los Apóstoles, según el principio de transmisión sugerido por las palabras mismas de Jesús resucitado. Es un 'ministerium' ligado al 'mysterium', por el cual los Apóstoles se consideran y quieren ser considerados 'servidores de Cristo y administradores de los misterios de Dios' (1 Cor 4, 1). La estructura ministerial de la Iglesia supone e incluye una estructura sacramental que es 'de servicio' en sus dimensiones (ministerium = servicio).
2. Esta relación entre ministerium y mysterium recuerda una verdad teológica fundamental: Cristo ha prometido no sólo estar 'con los Apóstoles', esto es 'con' la Iglesia, hasta el fin del mundo, sino también estar El mismo 'en' la Iglesia como fuente y principio de vida divina: de la 'vida eterna' que pertenece a aquel que ha confirmado, por medio del misterio pascual, su poder victorioso sobre el pecado y la muerte. Mediante el servicio apostólico de la Iglesia, Cristo desea transmitir a los hombres esta vida divina, para que puedan 'permanecer en El y El en ellos', según se expresa en la parábola de la vid y los sarmientos, que forma parte del discurso de despedida, recogido en el Evangelio de Juan (Jn 15, 5 ss.). 'Yo soy la vid, vosotros los sarmientos. El que permanece en mí y yo en él, ese da mucho fruto; porque, separados de mí, no podéis hacer nada' (Jn 15, 5).
3. Así, pues, por institución de Cristo, la Iglesia posee no solo una estructura ministerial visible y 'externa', sino al mismo tiempo (y sobre todo) una capacidad 'interior', que pertenece a una esfera invisible, pero real, donde se halla la fuente de toda donación de la vida divina, de la participación en la vida trinitaria de Dios: de esa vida que es Cristo y que de Cristo, por mediación del Espíritu Santo, se comunica a los hombres en cumplimiento del plan salvífico de Dios. Los sacramentos, instituidos por Cristo, son los signos visibles de esta capacidad de transmitir la vida nueva, el nuevo don de si que Dios mismo hace al hombre, esto es, la gracia. Los sacramentos la significan y al propio tiempo la comunican. También dedicaremos a los sacramentos de la Iglesia un ciclo de catequesis. Lo que ahora nos urge es hacer notar antes que nada la esencial unión de los sacramentos con la misión de Cristo, quien, al fundar la Iglesia la dotó de una estructura sacramental. Como signos, los sacramentos pertenecen al orden visible de la Iglesia. Simultáneamente, lo que ellos significan y comunican, la vida divina, pertenece al mysterium invisible, del cual deriva la vitalidad sobrenatural del Pueblo de Dios en la Iglesia. Esta es la dimensión invisible de la vida de la Iglesia que, al participar en el misterio de Cristo, de El saca esa vida, como de una fuente que ni se seca ni se secará y que se identifica más y más con El, única 'vid' (Cfr. Jn 15, 1).
4. En este punto debemos al menos reseñar la especifica inserción de los sacramentos en la estructura ministerial de la Iglesia . Sabemos que, durante su actividad pública, Jesús 'realizaba signos' (Cfr. p. e., Jn 2, 23; 6, 2 ss.). Cada uno de ellos constituía la manifestación del poder salvífico (omnipotencia) de Dios, liberando a los hombres del mal físico. Pero, a la vez, estos signos, es decir, los milagros, precisamente por ser signos, señalaban la superación del mal moral, la transformación y la renovación del hombre en el Espíritu Santo. Los signos sacramentales, con los que Cristo ha dotado a su Iglesia, deben servir al mismo objetivo. Esto está claro en el Evangelio.
5. Ante todo en lo que se refiere al bautismo. Este signo de la purificación espiritual lo usaba ya Juan el Bautista de quien Jesús recibió 'el bautismo de penitencian en el Jordán (Cfr. Mc 1, 9 y par.). Pero el mismo Juan distinguía claramente el bautismo administrado por él y el que administraría Cristo: 'Aquel que viene detrás de mí... os bautizará en Espíritu Santo' (Mt 3, 11). Encontramos además en el cuarto Evangelio una alusión interesante al 'bautismo' que administraba Jesús, y más concretamente sus discípulos en 'la región de Judea', diferente del de Juan (Cfr. Jn 3, 22. 26; 4, 2).
A su vez, Jesús habla, del bautismo que El mismo debe recibir, indicando con estas palabras su futura pasión y muerte en la cruz: 'Con un bautismo tengo que ser bautizado y ¡qué angustiado estoy hasta que se cumpla!' (Lc 12, 50). Y a los dos hermanos, Juan y Santiago, pregunta: '¿Podéis beber el cáliz que yo voy a beber, o ser bautizados con el bautismo con que yo voy a ser bautizado?' (Mc 10, 38).
6. Si queremos referirnos propiamente al sacramento que se transmitirá a la Iglesia, encontramos la referencia especialmente en las palabras de Jesús a Nicodemo: 'En verdad, en verdad te digo, el que no nazca del agua y del Espíritu; no puede entrar en el reino de Dios' (Jn 3, 5).
Al enviar a los Apóstoles a predicar el Evangelio a todo el mundo, Jesús les mandó que administraran este bautismo: el bautismo 'en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo' (Mt 28, 19), y precisó: 'el que crea y sea bautizado se salvará' (Mc 16, 16). 'Ser salvado', 'entrar en el reino de Dios', quiere decir tener la vida divina que Cristo da, como 'la vid a los sarmientos' (Jn 15, 1), por obra de este 'bautismo' con el cual El mismo ha sido 'bautizado' en el misterio pascual de su muerte y resurrección. San Pablo presentará magníficamente el bautismo cristiano como 'inmersión en la muerte de Cristo' para permanecer unidos a El en la resurrección y vivir una vida nueva (Cfr. Rom 6, 3-11). El bautismo es el comienzo sacramental de esta vida en el hombre.
La importancia fundamental del bautismo para la participación en la vida divina la ponen de relieve las palabras con las que Cristo envía a los Apóstoles a predicar el Evangelio por todo el mundo (Cfr. Mt 28, 19).
7. Los mismos Apóstoles, en estrecha unión con la Pascua de Cristo, han sido provistos de a autoridad de perdonar los pecados. También Cristo naturalmente poseía esa autoridad: '... el Hijo del hombre tiene en la tierra poder de perdonar pecados' (Mt 9, 6). El mismo poder lo transmitió a los Apóstoles después de la resurrección cuando sopló sobre ellos y dijo: 'Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedarán perdonados, a quienes se los retengáis les quedan retenidos' (Jn 20, 22-23). 'Perdonar los pecados' significa en positivo restituir al hombre la participación en la vida divina que hay en Cristo. El sacramento de la penitencia (o de la reconciliación) está, pues, unido de modo esencial con el misterio de 'la vid y de los sarmientos'.
8. Sin embargo, la plena expresión de esta comunión de vida con Cristo es la Eucaristía. Jesús instituyó este sacramento el día antes de su muerte redentora en la cruz, durante la última Cena (la cena pascual) en el Cenáculo de Jerusalén (Cfr. Mc 14, 22-24; Mt 26, 26-30; Lc 22, 19-20 y 1 Cor 11, 23-26). El sacramento es el signo duradero de la presencia de su Cuerpo entregado a la muerte y de su Sangre derramada 'para el perdón de los pecados' y, al mismo tiempo, cada vez que se celebra, se hace presente el sacrificio salvífico del Redentor del mundo. Todo esto acontece bajo el signo sacramental del pan y del vino y, por consiguiente, del banquete pascual, unido por Jesús al misterio mismo de la cruz, como nos recuerdan las palabras de la institución, repetidas en la fórmula sacramental: 'Este es mi Cuerpo, que será entregado por vosotros; éste es el cáliz de mi Sangre, que será derramada por vosotros y por todos para el perdón de los pecados'.
9. El alimento y la bebida, que en el orden temporal sirven para el sustento de la vida humana, en su significación sacramental indican y producen la participación en la vida divina, que es Cristo, 'la Vid'. El, con el precio de su sacrificio redentor, transmite esta vida a los 'sarmientos', sus discípulos y seguidores. Lo ponen de relieve las palabras del anuncio eucarístico pronunciadas en la sinagoga de Cafarnaún: 'Yo soy el pan vivo bajado del cielo. Si uno come de este pan vivirá para siempre y el pan que Yo le voy a dar es mi Carne por la vida del mundo' (Jn 6, 51). 'El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna y Yo lo resucitaré el último día' (Jn 6, 54).
10. La Eucaristía, como signo del banquete fraterno, está estrechamente vinculada con la promulgación del mandamiento del amor mutuo (Cfr. Jn 13, 34; 15, 12). Según la enseñanza paulina, este amor une íntimamente a todos los que integran la comunidad de la Iglesia: 'un solo pan y un solo cuerpo somos, pues todos participamos de un solo pan' (1 Cor 10, 17). En esta unión, fruto del amor fraterno, se refleja de alguna manera, la unidad trinitaria del Hijo con el Padre, según resulta de la oración de Jesús: 'para que todos sean uno como Tú, Padre, en mi y Yo en ti...' (Jn 17, 21). La Eucaristía es la que nos hace partícipes de la unidad de la vida de Dios, según las palabras de Jesús: 'Lo mismo que el Padre, que vive, me ha enviado y yo vivo por el Padre, también el que me coma vivirá por mi' (Jn 6, 57).
Precisamente por esto la Eucaristía es el sacramento que de modo particularísimo 'edifica la Iglesia' como comunidad de los que participan en la vida de Dios por medio de Cristo única Vid'.
Jesús llama a todos a participar de su Santidad (20.VII.88)
1. 'Permanecer en mi, como yo en vosotros...' (Jn 15, 4). Estas palabras de la parábola de la vid y los sarmientos configuran lo que, por voluntad de Cristo, debe ser la Iglesia en su estructura interna. El 'permanecer' en Cristo significa un vínculo vital con El, fuente de vida divina. Dado que Cristo llama a la Iglesia a la existencia, dado que le concede también una estructura ministerial 'externa', 'edificada' sobre los Apóstoles, no hay duda de que el 'ministerium' de los Apóstoles y de sus sucesores, al igual que el de toda la Iglesia, debe permanecer al servicio del 'mysterium' y este mysterium es el de la vida, la participación en la vida de Dios, que hace de la Iglesia una comunidad de hombres vivos. Para esta finalidad la Iglesia recibe de Cristo la 'estructura sacramental', de la cual hemos hablado en la última catequesis. Los sacramentos son los 'signos' de a acción salvífica de Cristo, que derrota los poderes del pecado y de la muerte injertando y fortificando en los hombres los poderes de la gracia y de la vida, cuya plenitud es Cristo.
2. Esta plenitud de gracia (Cfr. Jn 1, 14) y esta vida sobreabundante (Cfr. Jn 10, 10) se identifica con la santidad. La santidad está en Dios y sólo desde Dios puede llegar a la creatura, en concreto, al hombre. Es una verdad que recorre toda a antigua Alianza: Dios es Santo y llama a la santidad. Son memorables estas exhortaciones de la ley mosaica: 'Sed santos, porque yo, Yahvéh, vuestro Dios, soy santo' (Lev 19, 2). 'Guardad mis preceptos y cumplidlos. Yo soy Yahvéh el que os santifico' (Lev 20, 8). Aunque estas citas proceden del Levítico, que era el código cultual de Israel, la santidad ordenada y recomendada por Dios no puede entenderse sólo en un sentido ritual, sino también en sentido moral: se trata de aquello que, de la forma más esencial, asemeja al hombre con Dios y lo hace digno de acercarse a Dios en el culto: la justicia y la pureza interior.
3. Jesucristo es la encarnación viva de esta santidad. El mismo se presenta como 'aquél a quien el Padre ha santificado y enviado al mundo' (Jn 10, 36). De El, el mensajero de su nacimiento dice a María: 'El que ha de nacer será santo y será llamado Hijo de Dios' (Lc 1, 35). Los Apóstoles son testigos de esta santidad, como proclama Pedro en nombre de todos: Nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios' (Jn 6, 69). Es una santidad que se fue manifestando cada vez más a lo largo de su vida, comenzando por la infancia (Cfr. Lc 2, 40, 52), hasta alcanzar su cima en el sacrificio ofrecido 'por los hermanos', según las mismas palabras de Jesús: 'Por ellos me santifico a mí mismo para que ellos también sean santificados en la verdad' (Jn 17, 20), en conformidad con su otra declaración: 'Nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos' (Jn 15, 13).
4. La Santidad de Cristo debe llegar a ser la herencia viva de la Iglesia. Esta es la finalidad de la obra salvífica de Jesús, anunciada por El mismo: 'Para que también ellos sean santificados en la verdad' (Jn 17, 19). Así lo comprendió Pablo, que, en la Carta a los Efesios, escribe que Cristo 'amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella para santificarla' (Ef 5, 25-26), para que fuera 'santa e inmaculada' (Ef 5, 27).
Jesús ha hecho suya la llamada a la santidad, que Dios dirigió y su Pueblo en la antigua Alianza: 'Sed santos, porque yo, Yahvéh, vuestro Dios, soy santo' (Lev 19, 2). Con toda la fuerza ha repetido esa llamada de forma ininterrumpida con su palabra y con el ejemplo de su vida. Sobre todo, en el sermón de la montaña, ha dejado a su Iglesia el código de la santidad cristiana.
Precisamente en esa página leemos que, después de haber dicho 'que no he venido a abolir a la ley ni los profetas, sino a dar cumplimiento' (Cfr. Mt 5, 17), Jesús exhorta a sus seguidores a una perfección que tiene a Dios por modelo: 'Vosotros, pues, sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial' (Mt 5, 48). Puesto que el Hijo refleja del modo más pleno esta perfección del Padre, Jesús puede decir en otra ocasión: 'El que me ha visto a mí ha visto al Padre' (Jn 14, 9).
5. A la luz de esta exhortación de Jesús podemos comprender mejor cómo el Concilio Vaticano II ha puesto de relieve la llamada universal a la santidad. Es una cuestión, sobre la que volveremos a su debido tiempo, en el ciclo de catequesis relativo a la Iglesia. Pero aquí hay que llamar ahora a atención sobre sus puntos esenciales, en los que se distingue mejor el vínculo que tiene la llamada a la santidad con la misión de Cristo y, sobre todo, con su ejemplo vivo.
'Todos en la Iglesia )dice el Concilio) ... son llamados a la santidad, según aquello del Apóstol: porque ésta es la voluntad de Dios, vuestra santificación (1 Tes 4, 3; Ef 1, 4)' (Lumen Gentium, 39). Las palabras del Apóstol son un eco fiel de la enseñanza de Cristo, el Maestro, quien, según el Concilio, 'envió a todos el Espíritu Santo, que los moviera interiormente para que amen a Dios con todo el corazón, con toda el alma, con toda la mente y con todas las fuerzas (Cfr. Mc 12, 30) y para que se amen unos a otros como Cristo nos amó (Cfr. Jn 13, 34; 15, 12)' (Lumen Gentium, 40).
6. La llamada a la santidad concierne, pues, a todos, 'ya pertenezcan a la jerarquía, ya pertenezcan a la grey' (Lumen Gentium, 39): 'Todos los fieles, de cualquier estado o régimen de vida, son llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad' (Lumen Gentium, 40).
El Concilio hace notar que la santidad de los cristianos brota de la santidad de la Iglesia y es manifestación de ella. Dice ciertamente que la santidad 'se expresa de múltiples modos en todos aquellos que, con edificación de los demás, se acercan en su propia vida a la cumbre de la caridad' (Lumen Gentium, 39). En esta diversidad se realiza una santidad que es única por parte de cuantos son movidos por el Espíritu de Dios y 'siguen a Cristo pobre, humilde y cargado con la cruz, para merecer la participación de su gloria' (Lumen Gentium, 41).
7. Aquellos a quienes Jesús exhortaba 'a seguirle', comenzando por los Apóstoles, estaban dispuestos a dejarlo todo por El, según atestiguó Pedro: 'Ya lo ves, nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido' (Mt 19, 27). 'Todo' significa en este caso no sólo los 'bienes temporales', 'la casa... la tierra', sino también las personas queridas: 'hermanos, hermanas, padre, madre, hijos' (Cfr. Mt 19, 29) y, por tanto, la familia. Jesús mismo era el perfecto modelo de esta renuncia. Por eso podía exhortar a sus discípulos a semejantes renuncias, incluido el 'celibato por el reino de los cielos' (Cfr. Mt 19, 12).
El programa de santidad de Cristo, dirigido a los hombres y mujeres que lo seguían (Cfr., por ejemplo, Lc 8, 1-3), se expresa de una manera especial en los consejos evangélicos. Como recuerda el Concilio, 'los consejos evangélicos, castidad ofrecida a Dios, pobreza y obediencia, como consejos fundados en las palabras y ejemplos del Señor..., son un don divino que la Iglesia recibió del Señor y que con su gracia se conserva perpetuamente' (Lumen Gentium, 43).
8. Pero debemos añadir inmediatamente que la vocación a la santidad en su universalidad incluye también a las personas que viven en el matrimonio, así como a los viudos y viudas, y a quienes conservan la posesión de sus bienes y los administran, se ocupan de los asuntos terrenos, desempeñan sus profesiones, tareas y oficios con total disposición de sí mismos, según su conciencia y su libertad. Jesús les ha indicado su propio camino de santidad, por el hecho de haber comenzado su actividad mesiánica con la participación en las bodas de Caná (Cfr. Jn 2, 1-11) y por haber recordado los principios eternos de la ley divina, válidos para los hombres y las mujeres de toda condición, y sobre todo los principios del amor, de la unidad y de la indisolubilidad del matrimonio (Cfr. Mc 10, 1)12; Mt 19, 19) y de la castidad (Cfr. Mt 5, 28)30). Por esto también el Concilio, al hablar de la vocación universal a la santidad, consagra un lugar especial a las personas unidas por el sacramento del matrimonio: '... los esposos y padres cristianos, siguiendo su propio camino, se ayuden el uno al otro en la gracia con la fidelidad en su amor a lo largo de toda la vida, y eduquen en la doctrina cristiana y en las virtudes evangélicas a la prole que el Señor les haya dado. De esta manera ofrecen al mundo el ejemplo de un incansable y generoso amor...' (Lumen Gentium, 41 ) .
9. En todos los mandamientos y exhortaciones de Jesús y de la Iglesia, emerge el primado de la caridad. Realmente la caridad, según San Pablo, es 'el vinculo de la perfección' (Col 3, 14). La voluntad de Jesús es que 'nos amemos los unos a los otros como El nos h amado' (Jn 15, 12): por consiguiente, un amor que, como el suyo, llega 'hasta el extremo' (Jn 13, 1). Este es el patrimonio de santidad que Jesús dejó a su Iglesia. Todos estamos llamados a participar de él y alcanzar, de ese modo, la plenitud de gracia y de vida que hay en Cristo. La historia de la santidad cristiana es la comprobación de que, viviendo en el espíritu de las bienaventuranzas evangélicas, proclamadas en el sermón de la montaña (Cfr. Mt 5, 3)12), se cumple la exhortación de Cristo, que se halla en el centro de la parábola de la vida y los sarmientos: 'Permaneced en mi como yo en vosotros... el que permanece en mi y yo en él,) Éste da mucho fruto'' (Jn 15. 4. 5). Estas palabras se realizan, revistiéndose de múltiples formas, en la vida de cada uno de los cristianos y muestran así, a lo largo de los siglos, la multiforme riqueza y belleza de la santidad de la Iglesia, la 'hija del Rey', vestida de perlas y brocado (Cfr.. Sal 44/45, 14).