Las
cartas de los niños podrían ser documentos históricos de valor
aleccionador. Lo cierto es que valen más como textos filosóficos o
psicológicos. En los años setenta un chiquillo escribió a su papá desde
un campamento de verano:
- Papi, mándame unas barajas y muchos pesos. Hemos inventado un juego para cuando llueva.
Históricamente consta que aquel campamento no atestiguó el
nacimiento del pocker ni mucho menos, pero no dudamos de la sinceridad
de la invención.
Los niños imitan a los mayores sin pensarlo, sin poderlo evitar.
Construye la respuesta callada a aquello de “cuando seas mayor, ¿qué
quieres ser?”, que cualquier abuelo digno de sus canas pregunta a
Jorgito 146 veces al año.
Las películas y caricaturas también son eficaces sembradoras de
sueños. En colaboración con la imaginación del niño, obran una
transformación del mundo visible que convierte ramas en rifles, cañas
en lanzas y el perro del vecino -pobre animal, víctima de la fantasía
ajena- en caballo o dragón, cuando no, diana de tiro al blanco.
Todo eso es parte del despertar al mundo, necesario en el ser
humano. Es buena señal el que Elena realice un cuadro cubista en cara
propia con el labial de mamá, que Maripaz entre en el sótano para
ponerse las botas de la hermana mayor que llegan a hundir sus piernas
hasta el muslo.
Como todo desarrollo natural, la imitación que el niño vive alberga
peligros. Basta pensar en los niños que han muerto jugando con la
pistola de papá, para imaginar las lágrimas que puede ocasionar una
imitación “demasiado perfecta”. Es deber de los padres encauzar la
imaginación del niño y ejercerla a la vez, pero sin apagarla con dosis
sofocantes de realismo.
No son los niños que tienen que pagar por imitar a los mayores,
sino éstos para poderse divertir como aquellos. Cada cachorro nuevo que
mi padre traía a casa arrancaba la misma lamentación de mi mamá, sabia
como el tiempo:
“La única diferencia entre los hombres y los niños es el precio de sus juguetes.”
Pero para divertirse como un chiquillo no se tiene que gastar un
peso. Se tiene que gastar tiempo. Hasta la espada de las Tortugas Ninja
nunca emociona tanto como quince minutos de esgrima con papá y dos
ramas del árbol del jardín.
La imaginación del niño, caudalosa como un río, no se encauza como
éste, desde fuera. Con los niños hay que meterse en su mundo, mojarse
los pensamientos, volver a descubrir que algo tan estable y doméstico
como el sofá está esperando ser el Himalaya.
Y cuando la mamá los llame para la cena y tenga que decir: “Basta
chicos, lávense las manos”, les guiñará el ojo con el cariño de saber
que todavía papá es aquel joven del que se enamoró.
Si uno se siente viejo, para rejuvenecer no hay como tener a un
niño como maestro. Es experto en juventud. Y, paradójicamente, esa
imitación del “mayor”, ayudará al “maestro” a ser discípulo.
Cuando el abuelo pregunte a Jorgito por séptima vez esta semana qué
quiere ser de grande, ojalá responda que no quiere ser Indiana Jones
como hace dos días, ojalá responda: “¡Quiero ser como mi papá!”
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