Pasar al contenido principal

¡Qué sabrosa salsa!

En
días pasados, en un restaurante italiano, al acercarse un joven a la
barra del buffet de pizzas, se topó con dos compañeros de la escuela,
que discutían animadamente sobre algo. Se callaron al verlo y le preguntaron si era pariente de un tal Pánfilo, o su cuñado o un simple amigo.

Como negó todas las posibilidades, volvieron a la carga con sus críticas de mal gusto.

Fíjate que la hija de Pánfilo está... zamba, y su hermana... su hermana se llama Pancracia...,
decían los irreflexivos muchachos entre risas apenas contenidas. El
muchacho tomó un buen trozo de pizza con champiñones y volvió a su
lugar; pero se le quedó rondando el interrogante: ¿este par de sinvergüenzas tendría el valor para hablar delante de él así como lo estaban haciendo a sus espaldas?

Cualquiera diría que es casi infantil preocuparse por ello, que
todos alguna vez han criticado, que para eso se inventaron los lugares
para ir a tomar café, que allí se condensa la salsa de la vida.

Quizá, pero, ¡qué amargo condimento para el buen nombre de las
personas! Porque, a fin de cuentas, ¿qué se gana con ventilar los
trapos ajenos? ¿Es que cuando uno ha estado en el lugar de la víctima,
lo ha disfrutado igual?

Todos lo hacen, muchos dirán. Sí, puede ser; pero así se
está admitiendo que el mal de muchos se ha vuelto consuelo de tontos,
pues las críticas blancas o rosas, de fonda o de club, en la reunión o
por teléfono, constituyen, frecuente e irremediablemente, auténticas
puñaladas por la espalda al honor y renombre del prójimo ausente.

Menos mal que para este vicio tan antiguo, los mortales cuentan, ya
desde hace mucho tiempo, con un remedio eficaz: el optimismo, en
tabletas, jarabe o pomada. Pero del genuino, bastante raro en el
supermercado.

Ya hablando en serio, el optimista es quien toma las circunstancias
cotidianas por el lado iluminado, sonriente. Es el promotor de los
demás:

* quien habla siempre bien de los suyos ante las personas ajenas (vieras qué bien cocina mi hermano),

* el que alaba todo lo bueno que le rodea y le sucede (qué lindo tu hijito, y lo mejor de todo es que está sano),

* el que no se cansa de estimular con su palabra (sigue adelante, vas a ver que si sigues esforzándote vas a encontrar trabajo),

* quien se calla cuando puede herir o simplemente sabe que no dejará buen sabor de boca (si ella no me pide que le dé mi opinión, por algo será, y será mejor que me calle),

* aquel que de lo malo, saca lo mejor (sí, está lloviendo y no podemos salir a pasear, pero vas a ver qué bonito se pone el jardín).

¡Esta sí que es la salsa para todos los platillos y cualquier
ocasión del año! Muchos dirán que tal optimismo suena a fábula, pero
otros muchos saben que sí es posible.

Se puede ser sanamente optimistas. Más aún, la sociedad anhela personas con nueva frecuencia,
jóvenes que tiendan la mano donde otros se resignaron académicamente a
constatar y lamentarse; estudiantes que en vez de criticar aporten
soluciones ingeniosas, colaboren y hagan más respirable el ambiente
humano.

Por otra parte, habría que ser demasiado soberbio - o mucho muy
despistado - para no reconocer que todas las personas tienen rasgos
menos fotogénicos (por no decir auténticas fealdades).

Es un anhelo universal exhibir lo mejor de la personalidad y que se
nos aprecie justamente por ello, pero el que no es gordito, tiene
barritos en la cara, escribe con faltas de ortografía o es desentonado
al cantar.

¡Todo mundo tiene defectos! ¿De dónde, pues, viene la autoridad
moral para condenar las fallas ajenas? ¿Es que se gana algo, se es
mejor en algo, se construye algo, censurando a los semejantes? ¿No se
produce exactamente el efecto contrario - destrucción y maldad - cuando
se les echa en cara comentarios venenosos? En cambio, vale la pena ser
positivos. Nadie jamás se ha arrepentido de las palabras injustas que
no pronunció.

Por el contrario, tal vez el día que Pánfilo sorprenda a sus
conocidos elogiando sus cualidades o se entere por terceros que le
alabaron sus méritos, se reconoció su trabajo... ese día quien lo haya
hecho no se escapa - por lo menos - de un buen apretón de manos o hasta
de una suculenta cena.

Y es que... ¡la bondad es pegajosa!