Juan Pablo II decía que le tenía más miedo al estado de bienestar de Suecia que a la persecución de Stalin. La persecución nos hace vibrar; el bienestar y la excesiva comodidad llevan a la tibieza al aburguesamiento del alma.
Gran parte de los desequilibrios que fatigan al mundo moderno están íntimamente relacionados con el corazón del hombre, capaz de lo más sublime y de lo más depravado. Benedicto XVI dice que el cáncer más virulento es la apatía del corazón, corazón que no busca la rectitud.
¿Quién es persona tibia? El tibio es quien ha ido desalojando poco a poco a Dios de su corazón, de allí que frecuentemente necesite huir de sí mismo. Padece una pereza que consiste en hacer cosas que van en beneficio de intereses humanos, pero no en el de su vida interior. El fondo de la tibieza es el orgullo y la pereza,... el miedo al sacrificio.
La muchacha mediocre dice:
—Voy a Misa el domingo pero con mi novio, no me planteo ir a Misa fuera del domingo ¡porque no soy monja!
Una buena amiga le contesta:
—No es cosa de monjas sino de enamorados. Has sido creada para amar a Dios. No le pongas condiciones al amor. Dile al Señor: “Complícame la vida todo lo que quieras”. En la medida en que amas la Cruz eres feliz.
La tibieza tiene un proceso: primero se da un lugar secundario a las cosas de Dios, luego aquello parece aburrido, y finalmente parece insoportable.
En el libro Llamamiento al Amor, Josefa Menendez narra que Jesús le dijo: No acaban de conocer a dónde va a parar el no hacer caso de faltas ligeras. Empiezan por una pequeñez y terminan en la relajación (…). ”¡Hay tantas almas que Me abandonan y tantas que se pierden! Y lo más triste es que a muchas las he colmado de dones y he fijado en ellas los ojos; en cambio, Me corresponden unas con frialdad y muchas con ingratitud. ¡Qué pocas son, qué pocas, las que me devuelven amor por amor!” (…): “Quiero que tu alimento sea: amor y humildad, y no olvides que has de vivir abandonada a Mi Voluntad y siempre alegre, porque Mi Corazón cuida de ti con inmensa ternura” (26 de noviembre de 1921).
Por dos motivos podemos retrasar el avance espiritual:
1º Por negligencia en las cosas pequeñas, que lleva a la negligencia en las cosas grandes.
2º La huida de los sacrificios conduce a la inmadurez espiritual; produce un “retardo”.
Aquí la penitencia cunde más que en el purgatorio. La penitencia es una de las cosas que más nos van a ayudar a crecer. No estaríamos a tono con la etapa que vivimos sino hiciéramos penitencia.
La primera forma de dormirnos sería perdiendo la visión sobrenatural, es decir, la dimensión que da la fe. Es más real el mundo sobrenatural que este mundo, pues tiene más ser participado. Con la fe llegamos a captar la realidad real.
Dice Peman: La prudencia, si no se hace celestial, se vuelve tibieza.
La falta de deseos de santidad está en la mala alimentación espiritual (o en su mala asimilación). Lo malo no son las debilidades sino la falta de lucha... propósitos incumplidos, distracciones consentidas en la oración, no hacer el trabajo con perfección, aceptar el pecado venial deliberado.
Un muchacho le preguntó a don Álvaro del Portillo, Prelado del Opus Dei:
-Padre, voy a dar una conferencia en el retiro, ¿qué me recomienda que diga?
-Diles que en esta vida sólo hay 2 caminos: Uno que conduce imperceptiblemente hacia arriba y otro que conduce imperceptiblemente hacia abajo.
Lo más peligroso de la tibieza es que se parece a una pendiente inclinada, que nos va alejando poco a poco, y cada vez más de Dios. Si no le tomamos cariño a Dios, es lógico que no se nos ocurra hacer lo que a Él le gusta y de dejar de hacer lo que le desagrada.
La tibieza es una parálisis espiritual, una enfermedad del alma. Esa debilidad de las fuerzas del alma, es consecuencia de la falta de ilusión porque no se tiene en cuenta el amor que Dios nos profesa, y por tanto, no se encuentra aliciente para comportarse como a Dios le gusta.
El error más grande de los seres humanos sería basar su vida sobre la falsa seguridad del bienestar material, sobre el prestigio humano; sobre el dinero u otra cosa de poca consistencia. Poner a Cristo en primer plano está en el origen de la vocación cristiana y de la alegría. Es causa de infelicidad todo lo que nos separa de Jesucristo.
La tibieza hace difíciles las cosas fáciles. La tibieza todo lo encuentra extremadamente dificultoso. Con tibieza, se piensa más en lo difícil de lo bueno y en el placer de lo malo. Se pierde el deseo de un acercamiento profundo a Dios, incluso se rehuye en lo posible, el trato con Dios.
Jesús le dijo a una mística francesa: No te desanimes. Hay muchas maneras de avanzar, incluso por medio de caídas. Clama a mí, y no temas gritar si en algo caes; pero que ese grito vaya derecho a tu Único amigo. Cree en mi fuerza; ¿acaso no levanté a Pedro cuando se hundía en las aguas? ¿O no estaré Yo más dispuesto a ayudarte que a perderte? ...Hijita, ¡cuán poco conocido soy! Muchos me ignoran. Otros desearían que yo no existiera. Yo, que soy el Ser.
Remedios:
* Quizás la asistencia a un curso de retiro pueda ser el punto de arranque.
* Hacer examen de conciencia para “recomenzar” cada día, en lo grande y en lo pequeño.
* Tomarse en serio la llamada a la santidad recibida en el bautismo.
* Amar la Cruz de Cristo, no la que nos inventamos, sino la verdadera Cruz...
Es preciso destacar que todas las enfermedades tienen remedio en la vida espiritual.
El tratamiento de la tibieza viene por la línea de la oración y por la línea de la sinceridad. En la oración se enciende el fuego. La calidad de nuestra oración determinará todo lo que venga después. Gastar nuestra existencia para siempre en tener una actitud pendiente de Dios. Cada uno debe de llegar a ser un foco de iniciativas. Que no pase un día en que no brote una chispa apostólica.
En el Apocalipsis (II,4) se nos dice: “Tengo contra ti que dejaste tu primera caridad”. Y añade que Dios vomita a los tibios. La devoción a la Virgen es, tal vez, lo que más puede ayudar. San Josemaría Escrivá escribe: “El amor a nuestra Madre será soplo que encienda en lumbre viva las brasas de virtudes que están ocultas en el rescoldo de tu tibieza” (Camino, n. 492).