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¡Qué aburrimiento!

Nunca antes en toda la historia de la humanidad habíamos contado con tantos medios para aprender, divertirnos y ejercitarnos, y sin embargo, quizás seguimos tan aburridos como aquellos antepasados nuestros que al final de la jornada simplemente salían al portal de la casa a platicar de todo y de nada esperando que llegara la hora de cenar y acostarse.

¡Cuánto joven aburrido. . ., cuánta gente aburrada! Ayer me detuve leyendo lo que no me importaba; entré a una sala con computadoras y me puse a ver el monitor de un estudiante universitario mientras “chateaba”. El interfecto no se percató de mi presencia pues además oía música con unos audífonos conectados a la misma máquina.

No sé cuánto tiempo habría estado conversando antes de que yo llegara, pero durante el tiempo en que yo estuve ahí parado no dijo nada -absolutamente nada- que valiera la pena. Cuando me reí, y se dio cuenta de mi presencia, sólo me preguntó que desde cuándo estaba yo ahí. Le respondí con una pícara sonrisa. Él, sin molestarse, también sonrió.

No puedo achacarle nada a este joven. No lo culpo ni lo repruebo, pues simplemente estaba pasando el rato con unas amigas y amigos. No era momento para hablar de cosas serias. Ahora bien, así como dicho ejercicio de solaz no debe valorarse como algo malo, como un delito, ni mucho menos, pienso que lo que quizá sí debe preocuparnos es el hecho de que la mayoría de la gente, de todas las edades, solemos perder el tiempo en boberías.

Cuando usamos la frase: “perder el tiempo” corremos el riesgo de conceptualizar dicho tiempo como si fuera un bien común que le pertenece a una humanidad impersonal y desdibujada, y del cual yo no soy el responsable, por lo que me parece que sería más provechoso para nosotros decir “perder mi tiempo” es decir una parte irrepetible de la única vida que pasaré en este planeta. Mi tiempo es absoluta e irremediablemente irrecuperable, a diferencia de otros bienes como el dinero, las cosas, la fama, el poder, e incluso, en algunos casos, la misma salud.

Aburrirme en esta época es posible en la medida en que no soy consciente de lo que soy, lo que valgo y de mi fin último. En definitiva, corro el grave peligro de ver los medios como si fueran un fin en si mismos y por lo tanto perseguirlos como si de ello dependiera mi felicidad. Cuando nos resbalamos por este desfiladero, tarde o temprano nos enteramos que nos salimos del camino válido por meternos en veredas que no llevan a ningún lado. Es entonces cuando nada nos sabe a nada; cuando decimos: ¿y todo para esto? o simplemente: “no valió la pena”.

Hoy como siempre buscamos ser felices pero no sabemos cómo. Por eso vamos tanto al cine, alquilamos tantas películas, trabajamos muchas horas diarias, y nos rodeamos de muchas personas. . . pero conservamos esa sensación de vacío que nada llena.

¿Será que todavía no alcanzamos el grado de poder que sea capaz de saciarnos? ¿Será que necesitamos ganar seis, o diez, o veinte veces nuestro sueldo para conseguirlo? ¿Será que una esposa, o un solo marido, y los hijos que con ellos se tengan, no bastan para llenar nuestras ansias de amar? ¿Será que la casa en la que vivimos o los coches que tenemos no son suficientes para que no necesite envidiar a mis vecinos o cuñados? ¿No será que soy lo suficientemente torpe para darme cuenta que la felicidad anda por otros rumbos a los que la publicidad de la televisión me invita?

¿Qué por qué no somos felices? Pues por que tenemos los sentidos despiertos y el alma dormida. Porque no sabemos amar; porque no sabemos oír, porque para nosotros las personas valen menos que las cosas; porque espero ganarme la lotería y así resolver todos mis problemas; porque le tengo pavor al dolor y al sufrimiento y sé que algún día me morderán; porque sé que moriré. . . ¡y no estoy preparado! y porque trato de huir de todo ello. ¿Y si tuviera Fe en un Dios que me ama y me espera, seguiría viviendo como vivo?