No pedimos a Dios que no tengamos tentaciones, sino que no nos deje caer en ellas. Las tentaciones son a la vez pruebas, ocasiones para afirmar el amor a Dios. “Bienaventurado el hombre que sufre tentación, porque, una vez probado, recibirá la corona de la vida que Dios prometió a los que le ama”n (St 1,12).
Tenemos obligación ante todo, de resistir la tentación. Si entonces fallamos y pecamos, tenemos la obligación de arrepentirnos inmediatamente. Si no nos arrepentimos, Dios deja que vayamos a lo nuestro: permite que experimentemos las consecuencias naturales de nuestros pecados, los placeres ilícitos. Si seguimos sin arrepentirnos –mediante la abnegación y los actos de penitencia- Dios permite que continuemos en pecado, formando así un hábito, un vicio, que oscurece nuestro entendimiento y debilita nuestra voluntad.
Una vez que estamos enganchados en el pecado, nuestros valores se vuelven al revés. El mal se convierte en nuestro “bien” más urgente, nuestro más profundo anhelo; el bien se presenta como un “mal” porque amenaza con apartarnos de satisfacer nuestros deseos ilícitos. Llegados a ese punto, el arrepentimiento llega a ser casi imposible, porque el arrepentimiento es, por definición, un apartarse del mal y volverse hacia el bien; pero, para entonces, el pecador ha redefinido a conciencia tanto el bien como el mal. Isaías dijo de tales pecadores: “¡Ay de aquellos que llaman mal al bien y bien al mal!” (Is 5, 20).
Una vez que hemos abrazado el pecado de esta manera y rechazado nuestra alianza con Dios, sólo puede salvarnos una calamidad. A veces lo más compasivo que puede hacer Dios con un borracho, por ejemplo, es permitir que destroce el coche o que le abandone su mujer..., lo que le forzará a aceptar la responsabilidad de sus actos (Scott Hahn).
“El género humano -.dijo el poeta T.S. Eliot- no puede soportar mucha realidad”. No necesitamos mirar lejos para probar este aserto. La gente huye hoy, uno por uno, de la vida real, retirándose cada quien a su distracción particular. Las vías de escape van desde las drogas y el alcohol hasta la novela rosa y los juegos de realidad virtual.
¿Qué pasa con la realidad para que el género humano la encuentre tan insoportable? Lo que pasa es que la enormidad del mal, su presunta omnipresencia y poderíos, y nuestra aparente incapacidad para escapar de él... nuestra incapacidad, incluso, para no cometerlo. Parece que el infierno está en todas partes amenazando con sofocarnos,
Ésta es la realidad que no podemos soportar. Pero es también la cruda y terrible realidad que dibujó San Juan en el Apocalipsis. Las bestias son el poder en la sombra que mueve naciones e imperios; se fortalecen con la inmoralidad de la gente a la que seducen; se emborrachan con el “vino” de la fornicación, la avaricia y el abuso de poder de sus víctimas (Scott Hahn).
Ante tal oposición tenemos que escoger: o presentar la batalla, o darse a la huida. Huir podría parecer la elección más razonable; sin embargo, la huida no es una opción real. “Esta guerra es inevitable, y el que en ella no lucha, de todas maneras se ve inexorablemente enredado en ella y sucumbe. Es que nos enfrentamos a enemigos tan obstinados y furiosos que de ellos no podemos esperar jamás ni tregua ni paz” (Lorenzo Scupoli).
Más aún, no podemos subir al cielo, si huimos de la batalla. Dios nos ha destinado a nosotros, a la Iglesia, a ser la Esposa del Cordero. Pero no podemos gobernar, si no derrotamos primero a las fuerzas que se nos oponen, a los poderes que pretenden hacerse con nuestro trono. Dos tercios de los ángeles están de nuestra parte. El Apocalipsis muestra que son los santos y los ángeles los que dirigen la historia con sus oraciones.
“Si alguna vez nos vemos estrechados por tentaciones de nuestros enemigos, nos servirá de gran estímulo considerar que tenemos a nuestro favor un Pontífice muy capaz de compadecerse de nuestras miserias, porque El mismo ha experimentado voluntariamente todas las tentaciones” (Catecismo Romano, IV, 15,14). Para comprender y ayudar al pecador en sus pruebas y caídas no hace falta tener la experiencia del pecado. Basta la experiencia de la tentación; porque además sólo el que no peca conoce la tentación en toda su fuerza, pues el pecador cede antes de haber resistido hasta el final. Cristo resistió siempre la tentación sin ceder nunca ante ella. Conoció, por lo tanto, mucho mejor que nosotros, que somos vencidos con frecuencia, todo el rigor y la violencia de las tentaciones que quiso sufrir en momentos determinados de su vida en cuanto hombre. Jesús se sometió a la tentación para darnos ejemplo y para que no perdamos nunca la confianza de poder vencer con la ayuda de la gracia.
El mal ha prosperado, por eso hemos de tener la inteligencia más despierta que nunca. Sólo la insensibilidad producida por la rutina o el atolondramiento frívolo, pueden permitir que se contemple el mundo sin ver allí el mal. Hemos de ser optimistas, pero con el optimismo que nace de la fe en Dios.
Vivir de espaldas a Dios es una falsa ilusión de libertad, es la peor de las desgracias. Juan Pablo II ha señalado en esta cerrazón a la misericordia divina una característica de nuestra época. Es bien patente a todos la imagen del “hombre encerrado en el pecado, haciendo imposible por su parte la conversión y, por consiguiente, también la remisión de sus pecados, que considera no esencial o sin importancia para su vida. Esta es una condición de ruina espiritual (...)”. La acción del Espíritu Santo, que tiende a convencernos de pecado -sólo el Espíritu Santo nos hace comprender la fealdad del pecado-, encuentra que la conciencia está impermeabilizada, que hay dureza de corazón, porque se ha perdido el sentido del pecado. Hay que ver a Cristo en la Cruz para comprender qué es el pecado. No nos ha de dar miedo esta situación. Tiene remedio. El ser humano tiene una capacidad grande de recapacitar y regenerarse.
Nada puede desanimarnos en este camino hacia el fin último, porque nos apoyamos en “tres verdades: Dios es omnipotente, Dios me ama inmensamente, Dios es fiel a las promesas. Y es El, el dios de las misericordias, quien enciende en mí la confianza; por lo cual yo no me siento ni solo, ni inútil, ni abandonado, sino implicado en un destino de salvación que desembocará un día en el paraíso” (Juan Pablo I, Alocución, 20-IX-1978).