No voy a caer en el lugar común de denunciar la pérdida de contenido cristiano de las fiestas navideñas, ahogadas en la vorágine de un consumismo vacío. Tampoco pretendo señalar que al final de un año de crisis ésta se nota también en las compras navideñas. No es bueno caer en la lógica del lamento y la queja; no es verdad que cualquier tiempo pasado fue mejor, no debemos ser reaccionarios, reactivos: es mejor mostrar la belleza de las propias convicciones, eliminando polémicas estériles o lamentos inútiles. Es decir, lo mejor es que cada uno de los cristianos nos preparemos del mejor modo posible para la navidad y en consecuencia, que seamos conscientes de lo que celebramos y en qué medida eso afecta nuestras vidas.
Las tradiciones navideñas representan en ese sentido una ayuda insustituible, porque nos recuerdan el origen de lo que celebramos y contribuyen a mantenerlo vivo, a darnos un sentido de pertenencia y continuidad, percibiendo que en realidad celebramos algo que hemos recibido y a su vez tenemos la responsabilidad de transmitir. No hace falta ser excesivamente perspicaz para darse cuenta que esto no se consigue viendo la tradicional película navideña –casi siempre mala- donde de lo que se trata es de Santa, copos de nieve y renos. Tampoco poniendo cuernos de reno a nuestros automóviles y tantos otros fetiches navideños que se pueden inventar. Gracias a Dios contamos con una gama rica y atractiva de tradiciones de las cuales es preciso empaparnos, para vivirlas, recuperarlas y transmitirlas.
Algunas de esas tradiciones además, tienen la ventaja de que están fuertemente ligadas al tiempo litúrgico, es decir a la vida de la Iglesia y a la celebración del misterio cristiano. Dos de ellas –entre otras- nos ayudan a vivir más intensamente el tiempo litúrgico del adviento: la corona de adviento y las posadas.
Con la corona de adviento vamos viviendo, paso a paso cada una de las cuatro semanas del adviento, es decir, del tiempo dedicado a preparar la venida de Jesús. Trenzada con las ramas de alguna conífera y con cuatro velas en los extremos del mismo color, o de color morado tres y rosa una cuarta, la corona simboliza la ansiosa espera del pueblo de Israel de su Mesías y, por parte de la Iglesia, la de la segunda venida de Cristo. Semana a semana se reúne la familia para hacer oración en torno a la corona, se encienden una a una las velas, según van transcurriendo las semanas de espera navideña; si tiene una vela rosada, ésta se enciende la tercera semana de adviento, caracterizada por la alegría de la inminente llegada de Cristo y para significar que no debe cederse ante el cansancio o la impaciencia, que probablemente se experimenten al preparar la navidad. Constituye una ocasión muy hermosa para reunirse en familia, hacer oración en común y leer la Sagrada Escritura, domingo a domingo, en plena sintonía con toda la Iglesia expectante.
Las posadas, también de fuerte raigambre litúrgica y catequética, representan propiamente la novena de la navidad. Con ellas hacemos honor al carácter festivo del pueblo mexicano, porque “haciendo un poco de trampa” adelantamos la fiesta de la navidad. Litúrgicamente los nueve días previos al nacimiento representan la etapa final de la espera, que debería caracterizarse por una penitencia más generosa, y que se concreta en las antífonas mayores del adviento: oraciones especialmente solemnes que se recitan en la celebración de la eucaristía y en la liturgia de las horas (oración oficial de la Iglesia) de esos días. Las posadas permiten vivir esa preparación más inmediata, aunando oración, celebración y fiesta comunitaria.
Decía cierto amigo, sacerdote español, con un dejo de envidia, refiriéndose a la Virgen de Guadalupe: “En Francia la Virgen de Lourdes pedía penitencia, en Portugal la Virgen de Fátima también, en Guadalupe la Virgen no pide penitencia –probablemente porque sabía que los mexicanos no la iban a hacer- sino que ofrece su ternura y consuelo”. Algo semejante sucede con las posadas: nos ahorramos los últimos días de penitencia, y los cambiamos por el rezo del rosario y las canciones que recuerdan el desamparo con el que nuestro Redentor vino al mundo.
Las posadas son siempre una fiesta de luz y alegría: la alegría de que llegará el Salvador, del cuál todos nos sabemos íntimamente necesitados, porque sentimos día a día el zarpazo del pecado y del cansancio, la tentación del desánimo y la desesperanza. Romper la piñata, que tradicionalmente tenía siete picos, representando a los siete pecados capitales, significa romper con el pecado, fruto del cual vienen abundantes bienes, espirituales y materiales, como los dulces que caen al romperse. En fin, toda esa riqueza de significado puede hacerse realidad en el alma de cada uno de nosotros si nos preocupamos por vivir intensamente este tiempo de preparación, sirviéndonos de las tradiciones populares y litúrgicas.