Surge una tensión compleja en muchos lugares del planeta entre las distintas visiones éticas a la hora de establecer normas básicas de convivencia.
Constatamos la existencia de diferentes visiones religiosas, culturales, políticas, en territorios más o menos extensos del planeta. La convivencia entre los miembros de grupos que tienen ideas distintas no resulta siempre fácil, sobre todo si algunos grupos se caracterizan por defender posiciones que promueven la intolerancia, el desprecio, incluso la violencia contra quienes piensan y viven de manera diferente.
Para superar las situaciones de conflicto, hay quienes elaboran sistemas de convivencia pública a partir del reconocimiento de pocos criterios éticos, que serían suficientes, según estos autores, para evitar conflictos, tensiones, incluso guerras civiles más o menos explícitas.
Entre esos pocos criterios podríamos enumerar los siguientes: el principio de tolerancia, por el que se pide a todos que sepan respetar a quienes piensan y actúan de manera distinta de la propia; el principio de respeto, que impide agredir o forzar a otros a actuar en contra de sus convicciones y legítimos deseos; el principio de libertad, que tutela los espacios necesarios para que las personas y los grupos puedan actuar según sus ideas éticas y religiosas; el principio de verdad, que condena el engaño como enemigo que obstaculiza el ejercicio de la libertad.
Estos y otros principios parecidos (por ejemplo, los que propone el profesor estadounidense Hugo Tristram Engelhardt al elaborar un proyecto de bioética laica) se construyen sobre una serie de presupuestos. Tales presupuestos serían irrenunciables para promover la convivencia en aquellos estados que se caracterizan por un fuerte pluralismo cultural: sin ellos faltaría la necesaria consistencia para que pudiera darse una auténtica convivencia entre personas y grupos con ideas distintas.
Aquí surge un problema inevitable, una especie de paradoja. Para promover la convivencia entre grupos diferentes se elabora una propuesta de ética pública hipotéticamente adecuada y aceptable por todos (al menos, por la mayoría). Pero esa propuesta ética corre el riesgo de convertirse en otra visión ética más, en un conjunto de ideas que se yuxtaponen a las ya existentes y que así aumenta el pluralismo y la complejidad entre los miembros de un grupo social, en vez de solucionarla.
Alguno dirá que esa paradoja se supera si resulta posible presentar un proyecto de ética pública para sociedades pluralísticas como una especie de estructura vacía que permite luego a los grupos y a las personas vivir según sus propias convicciones. Algo parecido es lo que propone el autor antes citado, Engelhardt.
En realidad, una propuesta de ética pública resulta ineficaz y contradictoria si no tiene contenidos, si no ofrece una especie de estructura de “relleno” o de argamasa capaz de unir a la gente. Las propuestas a las personas y a los grupos resultan convincentes sólo a la luz de un análisis serio sobre sus contenidos, no si ofrecen criterios vacíos y, por lo tanto, carentes de valor.
En otras palabras, el camino para promover la convivencia entre diferentes grupos éticos que conviven en un estado (o en el mundo globalizado, en el que las fronteras cada vez tienen menos importancia) no consiste en elaborar proyectos vacíos de ética pública. Por el contrario, la convivencia sólo puede ser posible desde el trabajo lento, pero inevitable, por enjuiciar, valorar, acoger o rechazar, aquellos criterios básicos de justicia según los cuales resulta posible una convivencia válida y respetuosa de los derechos fundamentales de todos los seres humanos.