“Yo he manifestado tu gloria aquí en el mundo, cumpliendo la obra que me encomendaste” Jn 17, 4
La ruta emprendida en el seguimiento de Cristo que nos ha legado el Santo Padre Juan Pablo II, nos señala que la apertura a este peregrinaje hacia la casa del Padre, se realizará cuando logremos abandonar la morada del miedo para construir la vida en el amor ¡Cristo!
Tales fueron sus primeras palabras al asomarse al balcón del mundo para indicarnos esta realidad ¡No tengáis miedo, abridle las puertas del corazón a Cristo!
El Santo Padre Juan Pablo II, peregrino infatigable del amor, de la concordia, del diálogo, de la fraternidad, adalid de la paz y de la verdad, testimonio indomable de lucha por rescatar la vivencia de la caridad entre la humanidad.
El Santo Padre percibe en la lectura de la historia la necesidad de concentrarse particularmente en la penitencia por los pecados cometidos contra la unidad querida por Dios para su pueblo y pedida por Cristo en la hora de su sacrificio supremo, en la Eucaristía, centro y culmen de la vida del cristiano, la vida de gracia que de la recepción de los sacramentos dimanan y nos encauzarán de hecho, a la vida de oración y de acción a favor de la unidad de los cristianos, considerada y pedida como un don del Espíritu Santo, pero también, buscada mediante un compromiso fuerte y sincero de reparación de las divisiones del segundo milenio, de victoria completa sobre los métodos, de la intolerancia e incluso de la violencia, de profundización y de expansión del espíritu de caridad y de paz.
Por su lado, también nos señaló su Santidad, las Iglesias particulares deberán prepararse para asumir con entrega, fortaleza y dinamismo el compromiso adquirido, recogiendo los recuerdos de los mártires y de los otros santos que la han enriquecido espiritual y pastoralmente en todos los tiempos y también en el nuestro, realizando la vocación cristiana con la práctica de las virtudes heroicas en todas las condiciones de vida, incluso en las del matrimonio y la familia, aureola de santidad que constituye la gloria más verdadera del cristianismo y de la Iglesia. Las Iglesias particulares, asimismo, han de asumir el reto de continuar impulsando con nuevos bríos la evangelización, que comenzó al principio del primer milenio cristiano, para que avance con la verdad revelada por él propagada por caminos también nuevos, especialmente por lo que respecta a las culturas, a las condiciones étnicas, políticas y sociales, de la mano segura y recia del gran Papa Juan Pablo II, dándole un nuevo impulso a la conversión auténtica, en la cual deberemos darle especial atención al sacramento de la Penitencia, de la Eucaristía, a la vida de gracia y a la valorización de la virtud de la caridad.
A la luz del Padre Eterno, y con la fuerza de la caridad en Cristo Jesús, Su Santidad nos señaló que podremos escuchar las indicaciones y orientaciones del Espíritu Santo que nos mostrarán el camino para acometer los temas que estuvieron siempre presentes en su gran corazón de Pastor, de Vicario de Cristo, para que desterrado el miedo acometamos con renovada energía su deseo por la promoción de las familias, de las obras a favor de los pobres y de la nueva comunión entre los pueblos y las naciones según las enseñanzas y el espíritu del Evangelio. En esta misma clave evangélica tendremos que afrontar el problema del secularismo y de la consiguiente crisis de la civilización, cuya solución es y será siempre la fuerza del amor.
A la misma luz y con el mismo espíritu deberemos dar nuevo impulso al diálogo interreligioso, también con encuentros comunes entre las diferentes religiones, y especialmente con los judíos y los musulmanes, en lugares particularmente significativos para el culto divino de las tres religiones y el descubrimiento de su palabra, como hemos visto y constatado que hiciera en su vida, a través de los innumerables viajes que su Santidad efectuó hasta agotar las últimas fuerzas físicas de las cuales disponía, entregándose en una donación total que conmueve y nos compromete en el seguimiento de Cristo en la cruz.
Queda el reto de preparar en este Nuevo Milenio que recién comienza un encuentro pancristiano, antesala de la unidad para todas las Iglesias y confesiones, señalándonos el deseo de vernos reunidos como un solo rebaño bajo un solo Pastor.
Estamos llamados a vivir intensamente la experiencia cristiana y humana del mundo actual, tal cual nos los ha enseñado durante estos casi 27 años de su Magno Pontificado, en los aspectos centrales de la comunión, la caridad y la esperanza escatológica, que se expresan en la búsqueda y la realización de la unidad, la paz y la colaboración en todos los niveles, tanto en la Iglesia como en las relaciones ecuménicas e interreligiosas, en el plano espiritual y en el social, mediante una vida nueva según el Espíritu y la ley del Evangelio, pero abierta y rica de proyecciones en todos los sectores de la sociedad, de la cultura, de las relaciones entre las ciudades, los pueblos y los países, hasta lograr la unidad deseada y querida por Dios. Fue esta la enseñanza de este Pontífice marcado por el sufrimiento, por la perseverancia en su fidelidad y por su gran veneración a la Madre de Dios a quien entregó y confió la misión que su amado Hijo, había puesto en sus manos.
Para el Santo Padre, la Iglesia, en el centro de este cuadro que se abre ante nuestros ojos está siempre Cristo, y junto a Él su Madre y la misteriosa e inmensa comunión de los santos, sin embargo, a todos los miembros del Corpus Christi, actuales y potenciales, conocidos y desconocidos, conscientes o ignorantes de la vocación recibida ya como hombres, se le ofrece una ocasión única de reflexión, de revisión de vida, de oración, conversión y comunión y a todos se nos pide que demos un nuevo testimonio de actuar lo que la naturaleza y la gracia ponen en el corazón humano como gérmenes de vida divina; que aceptemos el compromiso de razón y de fe exigido por las religiones, pero también por las culturas más importantes, para que podamos hacer realidad en el mundo el amor fraterno, y que recuperemos los valores que las religiones y las civilizaciones, especialmente el cristianismo, han introducido en la humanidad como principios de elevación espiritual y moral, y como fuerza que produce unidad y paz social
Cristo revelador y redentor ofrece la “riqueza inescrutable” de su verdad y de su gracia, y toma a todos – católicos y no católicos, cristianos y no cristianos, creyentes y ateos – a acercarnos a Él como “puerta sobre el mundo”, abierto a todos el camino de salvación que, aunque tiene su realización plena en la eternidad, comienza en el tiempo.
La Iglesia, como decía santa Catalina de Siena (Diálogo, 21ss), está en el puente como ministra de la Sangre redentora.
Con esta imagen podemos expresar el valor teológico y pastoral con el que el Papa Juan Pablo II inaugurara el Comienzo del Nuevo Milenio cristiano.
El Gran Peregrino del Amor, ha llegado a su casa, ha terminado su viaje y ha dado cumplida respuesta a la pregunta que le hiciera el divino Maestro a su antecesor ¿Me amas Pedro? Juan Pablo II amó con su vida y con su obra desde la cruz, construyendo la eternidad donde ya goza en la presencia de su Dios y Señor.
No le decimos adiós… sino A Dios como águila peregrina que nos lleva a todos prendidos en su amor.