Pentecostés y la nueva creación
Con la fiesta de Pentecostés la efusión del Espíritu Santo pone punto final a la Pascua, tiempo de alegría y de primavera, de efusión de amor por la que –como recuerda la reciente exhortación apostólica sobre la Eucaristía de Benedicto XVI- la «vida eterna» ya se inicia en nosotros en este tiempo, por “el cambio” que Jesús realiza en nosotros, en la comunión: «El que come vivirá por mí» (Jn 6,57). Este “principio de vida nueva” lo explicaba S. Agustín imaginando que Jesús le decía: «Soy el manjar de los grandes: creces, y me comerás, sin que por eso me transforme en ti, como el alimento de tu carne; sino que tú te transformarás en mí». Este cambio, la gran mutación, consiste en que las cosas humanas se pueden hacer divinas, como indica la palabra “sacrificio” (de “sacri”=sagrado y “ficio”=hacer), “hacer sagrado”, una “transformación de nuestra realidad humana ganada por Cristo… todo lo que hay de auténticamente humano —pensamientos y afectos, palabras y obras— encuentra en el sacramento de la Eucaristía la forma adecuada para ser vivido en plenitud. Aparece aquí todo el valor antropológico de la novedad radical traída por Cristo”.
Recuerdo a Juan Pablo II que nos comentaba a un grupo de universitarios el día de Pascua de 1989 este cambio que conlleva la resurrección que “no podía venir del hombre, no podía venir de lo creado. Vemos que lo creado tiende a la muerte y también el hombre está destinado a morir, en esta tierra, porque está sometido a las leyes de lo creado. Dar la vuelta a estas leyes, y causar una vida después de la muerte no podía hacerlo otro sino Dios”. Es la “iniciativa de Dios”, Dios con nosotros, que no nos deja solos, todo lo humano queda transformado en divino: “la gente, toda la civilización, la cultura, la ciencia, la técnica”, todo ello está limitado en cuanto humano, y “si el hombre no sabe pronunciar la palabra ‘Dios’, ciertamente para él es difícil; buscará diversas explicaciones para no aceptar de hecho el evento. Pero, si tiene buena voluntad, si tiene la fe, al final dirá: ‘esto es obra de Dios’. (La Pascua…) es el día en que el hombre está casi obligado a pensar sobre todo, sobre toda la creación y sobre él mismo como sobre la ‘obra de Dios’”. Nos interpela a ver todo según la luz, esta ‘revolución’ de Jesús, y que produce tantas conversiones en el corazón de tantos hombres, que con su reflexión y con su sensibilidad, se sienten removidos.
Algunos piensan que hay que apartarse del mundo que parece que se aparta de Dios, que las realidades de la tierra no son más que un camino para el más allá; pero si lo creado, lo humano, queda tocado por la acción de Dios, entonces se puede convertir en obra de Dios, “Opus Dei”, de un modo nuevo: intuición de “ver siempre más, siempre más profundamente esto que es creado y sigue las leyes de la naturaleza: esto que es humano, esto que es mío, personal, como “Obra de Dios”, como iniciativa de Dios, presencia de Dios”. Las realidades de la tierra, como decía san Josemaría Escrivá, no serán obstáculo sino que a través de ellas (no a pesar de ellas) se realizará esa unión con Dios, como seguía diciendo el Papa: “os deseo… esta conversión profunda que no disminuye nada de lo creado, de lo humano, es más, lo aumenta, nos hace profundizar en todas esas realidades, las pone en toda su plena dimensión, porque todas las cosas creadas, las dimensiones humanas tienen su plenitud en Dios y desde Dios. Os deseo continuar en este camino… poner de relieve todo esto que es obra del hombre y debe convertirse en obra de Dios. Todo esto que es belleza, pensamiento, ciencia, invención, creatividad, universidad, todo esto es al final opus Dei’, ‘obra de Dios’ y cuando la cosa está vista así, tratada así, toca su plena dimensión… ese encuentro con Cristo: encuentro que siempre es fructuoso y creativo de un día nuevo para crear y para convertir en sentido metafísico, ontológico”.