Existen muchas virtudes. Las primeras, las teologales; fe, esperanza y caridad, de la que la
caridad es la reina. Luego vienen las cardinales, prudencia, justicia, fortaleza
y templanza. Humanas y magníficas. Luego hay muchas, alguna de ellas, como la
humildad, que no me explico que no figure entre las cuatro –cinco con ella–
cardinales. Tal vez porque sea una delicadísima mezcla de las otras cuatro. Y
podríamos hacer una lista interminable, empezando por aquellas que en las
bienaventuranzas merecen las promesas de Cristo. La limpieza de corazón,
pariente de la templanza, la mansedumbre, caridad y fortaleza para responder al
mal con el bien, misericordia, paz, etc. Hay una, poco conocida y menos usada,
que es la benedicencia –hablar siempre bien de los demás, decir cosas agradables
de ellos–, hermana pequeña, pero guapísima, de la caridad y muy barata de
practicar.
Por eso me parece
excesivo intentar incrementar la lista de virtudes. ¡Otra más! Éramos pocos y
parió abuela. Pero leyendo un libro de Simone Weil (no confundir con Simone
Veil, eurodiputada francesa del partido socialista. Simone Weil fue una
intelectual judía, muerta hacia 1943, que, sin llegar a convertirse al
cristianismo, se acercó tanto a él que se hizo cristiana) me he encontrado con
una virtud que no esperaba, que nunca hubiese considerado como tal y que ahora
me parece magnífica: la atención. Es muy frecuente que vayamos por la vida como
una maleta. Más aún, como unos calcetines, enrollados sobre sí mismos, dentro de
una maleta, dentro del maletero del coche, mientras éste pasa por paisajes
maravillosos. Se nos pasa la vida distraídos en mirarnos el ombligo en vez del
alma, sin fijarnos en tanta belleza como hay fuera de nosotros y puede haber en
nuestra alma. Si viviésemos atentos, seríamos poetas, seríamos místicos.
Pero, aparte de la
atención al mundo que nos rodea, la más importante de las atenciones es a eso
que hay dentro de nosotros y que es más íntimo que lo más íntimo de nosotros
mismos. Eso que guarda intacta nuestra inocencia aunque creamos que nos la hemos
dejado a jirones en el mundo.
Eso que es el centro
de gravedad alrededor del que gira todo lo que somos. Eso que nos pone en
contacto con todos los hombres de todos los tiempos. Atención a Dios. A Dios
Padre. Si fuésemos atentos, nos daríamos cuenta del abrazo continuo de Dios
Padre por todas partes. Que el aire que respiramos está lleno de su presencia.
Que la brisa que nos acaricia está impregnada de su amor y su misericordia. A
Dios Hijo. Si fuésemos atentos, notaríamos la mano de Cristo en nuestro hombro
en todo momento.
Tranquilizadora,
sedante, amiga. Notaríamos su latido. Levantaríamos la vista y veríamos su
rostro, apacible, sonriente, profundo. Agradeceríamos que nos haya regalado la
salvación. A Dios Espíritu Santo. Si fuésemos atentos no se nos pasarían de
largo sus inspiraciones, sus sugerencias. Oiríamos su susurro en nuestros oídos,
suave y enérgico, insinuante y categórico, suplicante y firme a la vez. Siempre
tranquilizador, aunque nos pida cosas heroicas.
Hay gente que dice:
Yo nunca he oído a Dios. ¿Cómo vamos a oírle si no entrenamos la virtud de la
atención? Un amigo mío me invitó un día a un aguardo de jabalís en su finca. Yo,
que nunca me había visto en esta situación, decidí tomármelo con el máximo
interés. Era una noche helada de luna llena del mes de febrero en una finca de
los montes de Ávila. Yo estaba quieto, congelado, atento a todo ruido para oír
entrar al jabalí al ir a beber a la charca. El campo nocturno hervía de pequeños
ruidos, pero ninguno especial. De pronto mi amigo, tocándome en el hombro, me
hizo ostentosos gestos con la boca. AHÍ ESTÁ EL JABALÍ –me decía sin emitir un
solo sonido mientras señalaba con el dedo hacia un lugar próximo a mí. Escuché
con más atención. NO OIGO NADA –dije con similares movimientos de la boca. Yo no
oía nada, pero el jabalí sí oyó nuestros “silenciosos” movimientos. Con un
bufido, a menos de tres metros de mí, echó a correr rompiendo monte. Lo había
tenido a mi lado sin siquiera enterarme. Mi amigo, que estaba entrenado, lo
había oído. Yo no. Me dijo más tarde que al jabalí no se le oye nunca. Se oye su
silencio. Se descubren sus signos. El campo se calla por donde pasa. Un grillo
deja de cantar. Un pájaro sale volando. Eso es todo. Hay que aprender a
percibirlo.
Si fuésemos atentos sentiríamos a Dios aunque no estuviésemos atentos. Viviríamos en la atención. En una atención supraconsciente. Dios estaría atento en nosotros.
Como estas ideas nacen de Simone Weil, que no de mí, no quiero dejar de reseñar aquí algunas
frases de la fuente original de las mismas. Están sacadas de un libro suyo que
se llama “La pesateur et la grâce” (Creo que está editado en español, pero no
estoy seguro). El propio libro no es más que una recopilación de frases. Yo no
he hecho más que poner juntas algunas de ellas, por lo que pueden parecer un
poco desconexas entre sí. Pero creo que no tienen desperdicio para ilustrar esa
virtud que a mí me ha descubierto: La atención.
Tratar
de remediar los fallos a base de atención, no de voluntad. La voluntad no actúa
sino sobre algunos movimientos de algunos músculos, asociados a la
representación del desplazamiento de objetos próximos. Yo puedo querer poner mi
mano plana sobre la mesa. Si la pureza interior o la inspiración o la verdad del
pensamiento estuviesen necesariamente asociadas a actitudes de este tipo,
podrían ser objeto de la voluntad. Como no es así, no podemos hacer otra cosa
que implorarlas. Implorarlas es creer que tenemos un Padre en los cielos. ¿O
cesar de desearlas? ¿Qué hay peor que eso? La súplica interior es lo único
razonable porque evita agotar los músculos que no tienen nada que ver en el
asunto. ¿Qué hay más estúpido que agotar los músculos y apretar las mandíbulas a
propósito de la virtud o de la poesía [...]? La atención es una cosa
completamente diferente. El orgullo es uno de esos agotamientos. Hay una falta
de gracia (en el doble sentido de la palabra) en el orgulloso. Es el efecto de
un error. Hay esfuerzos que tienen un efecto contrario al buscado (ejemplo:
devotos amargados, falsos ascetismos, ciertas devociones, etc.). Otros son
siempre útiles, incluso si no se consigue nada.
¿Cómo distinguirlos? Tal vez: Los primeros están acompañados de la negación
(mentirosa) de la miseria interior. Los segundos de la atención concentrada
continuamente en la distancia entre lo que se es y lo que se ama.
La atención, en su más alto grado, es lo mismo que la oración. Presupone la fe y el amor. La
atención sin el menor grado de mezcla, es oración. La oración está
hecha de atención. La oración es la orientación hacia Dios de toda la atención
de que el alma es capaz. La calidad de la oración está para muchos en la calidad
de la atención. La calidez del corazón no puede suplirla. Sólo la parte más
elevada de la atención entra en contacto con Dios, cuando la oración es lo
bastante intensa y pura como para que el contacto se establezca; pero toda la
atención debe estar orientada hacia Dios.
La
atención extrema es lo que constituye en el hombre la actitud creadora y no hay
atención extrema que no sea religiosa. La cantidad de genio creador de una época
es rigurosamente proporcional a la cantidad de atención extrema y, por tanto, de
auténtica religiosidad de esa época. (Me parece que hoy en día vivimos en un mundo con un terrible déficit de atención y, por tanto, de auténtica religiosidad)
La atención está unida al deseo. No a la voluntad, sino al deseo. O más exactamente, al consentimiento. Liberamos energía en nosotros mismos. Pero se aprisiona de nuevo incesantemente. ¿Cómo liberarla toda? Tenemos que desear que eso sea hecho en nosotros. Desearlo verdaderamente.
Simplemente desearlo, no intentar lograrlo. Porque toda tentativa en ese sentido
es vana y se paga cara. En semejante labor, todo lo que llamo “yo” debe ser
pasivo. Se requiere de mí la atención plena, esa atención tan plena que el “yo”
desaparece. Privar de la luz de la atención a todo lo que llamo “yo”es
orientarla hacia lo inconcebible.
Una inspiración divina opera infaliblemente, irresistiblemente, si no se aparta de
ella la atención. Si no se la rechaza. No hay que hacer una elección a su favor,
basta con no rechazarla y reconocer que está.
La atención orientada con amor hacia Dios (o, en menor grado, a hacia todo lo
auténticamente bello) hace inevitables cosas imposibles. Esa es la acción no
actuante de la oración en el alma. Hay comportamientos que velarían esta
atención si se produjesen y que, recíprocamente, esta atención hace imposibles.
Los valores auténticos y puros de la verdad, la belleza y el bien se producen,
en la actividad de un ser humano, por un solo y único acto, una cierta
aplicación sobre el objeto de la plenitud de la atención.
El poeta produce belleza por la atención fija sobre lo real. Lo mismo con el acto de
amor. Saber que ese hombre que tiene hambre y sed existe realmente, tanto como
yo –eso basta, el resto se sigue por sí mismo.
El mejor apoyo de la fe es la garantía de que si pedimos pan al Padre, no nos dará piedras. Al margen
incluso de toda creencia religiosa explícita, cuantas veces un ser humano
realiza un esfuerzo de atención con el único propósito de hacerse más capaz de
captar la verdad, adquiere esa mayor capacidad, aun cuando su esfuerzo no
produzca ningún fruto visible. Un cuento esquimal explica así el origen e la
luz: «El cuervo, que en la noche eterna no podía encontrar alimento, deseó la
luz y la tierra se iluminó».
Si hay verdadero deseo, si el objeto del deseo es realmente la luz, el deseo de luz produce luz.
Hay verdadero deseo cuando hay esfuerzo de atención. Es realmente la luz lo que
se desea cuando cualquier otro móvil está ausente. Aunque los esfuerzos de
atención fuesen durante años aparentemente estériles, un día, una luz
exactamente proporcional a esos esfuerzos inundará el alma. Cada esfuerzo añade
un poco más de oro a un tesoro que nada en el mundo puede sustraer.
Los esfuerzos inútiles realizados por el cura de Ars durante largos y dolorosos años para
aprender latín, aportaron sus frutos en el discernimiento maravilloso que le
permitía percibir el alma misma de los penitentes detrás de sus palabras.
Incluso detrás de su silencio. La atención es un esfuerzo; el mayor de los
esfuerzos quizá, pero un esfuerzo negativo. Por sí mismo no implica fatiga.
Cuando la fatiga se deja sentir, la atención ya casi no es posible, a menos que
se esté bien adiestrado; es preferible entonces abandonarse, buscar un descanso
y luego, un poco más tarde, volver a empezar, dejar y retomar la tarea como se
inspira y se espira. Veinte minutos de atención intensa y sin fatiga valen
infinitamente más que tres horas de esa dedicación de cejas fruncidas que lleva
a decir con el sentimiento del deber cumplido: «he trabajado
bien».
Pero, a pesar de las apariencias, es también mucho más difícil. Hay algo en nuestra alma que rechaza
la verdadera atención mucho más violentamente de lo que la carne rechaza el
cansancio. Ese algo está mucho más próximo del mal que la carne.
Por eso en la oración, cuanto más estemos deseando levantarnos y dejarla, más
debemos mantenernos firmemente anclados a ella. Por eso, cuantas veces se
presta verdadera atención, se destruye algo del mal que hay en uno mismo. Si la
atención se enfoca en ese sentido, un cuarto de hora de atención es tan valioso
como muchas buenas obras.
Los bienes más preciados no deben ser buscados, sino esperados. Pues el hombre no puede
encontrarlos por sus propias fuerzas y, si se pone en su búsqueda, sólo
encontrará en su lugar falsos bienes, cuya falsedad no sabrá discernir.
No es sólo el amor a Dios lo que tiene por sustancia la atención. El amor al prójimo, que como
sabemos es el mismo amor, está formado de la misma sustancia. Los desdichados no
tienen en este mundo mayor necesidad que la presencia de alguien que les preste
atención. La capacidad de prestar atención a un desdichado es cosa muy rara, muy
difícil; es casi –o sin casi– un milagro. Casi todos los que creen tener esta
capacidad, en realidad no la tienen. El ardor, el impulso del corazón, la
piedad, no son suficientes. La plenitud del amor al prójimo estriba simplemente
en ser capaz de preguntar: «¿cuál es tu tormento?», es saber que el desdichado
existe, no como una unidad más en una serie, no como ejemplar de una categoría
social que porta la etiqueta «desdichados», sino como hombre, semejante en todo
a nosotros, que fue un día golpeado y marcado con la marca inimitable de la
desdicha. Para ello es suficiente, pero indispensable, saber dirigirle una
cierta mirada. Esta mirada es, ante todo, atenta; una mirada en la que el alma
se vacía de todo contenido propio para recibir al ser al que está mirando tal
cual es, en toda su verdad. Solo es capaz de ello quien es capaz de
atención.
¿No es un hallazgo magnífico el de la virtud de la atención?