Para una persona ajena a nuestras costumbres e idiosincrasia una calaverita de azúcar con tu nombre no tiene nada de gracioso. Es poco menos que incomprensible elaborar “pan de muertos”, organizar verbena popular en torno a los panteones o componer “calaveras” dedicadas a los famosos. Lo cierto es que la cultura mexicana bromea con la muerte, otras culturas exaltan más su aspecto tétrico, otras al fin consideran de mala educación hablar del tema. El mes de noviembre, el otoño, contemplar la caída de las hojas donde la naturaleza lo permite, todo ello nos invita a considerar la ineludible realidad de la muerte.
El cine, gran órgano de expresión humana, que aglutina diferentes artes cautivando vista y oído, siempre ha abordado esta problemática: “Sexto sentido”, “Los otros” son algunos títulos recientes que sugestiva e ingeniosamente han tratado de los muertos. Sin embargo cada ser humano, por lo menos al asistir a un velorio, no puede evitar cuestionarse ¿qué pasa con los difuntos? Y sobre todo ¿qué pasará conmigo?
El otoño representa una buena ocasión para profundizar sobre la muerte, considerar la propia. Desde una perspectiva cristiana esto ofrece por lo menos tres dimensiones. La primera es el realismo. La muerte es una realidad, lo único que tenemos seguro. No se trata tanto de prever un plan funerario –aunque no esta de más- cuanto de preguntarme por el sentido de mi vida. En efecto, el sentido de un camino lo determina el fin del mismo y es un asunto de autenticidad el darnos cuenta de que sean cuales sean nuestras creencias o nuestras ideas, lo cierto es que nos dirigimos a la muerte. El fin da sentido al andar, ¿vamos por el camino correcto?, ¿caminamos bien?, ¿aprovechamos el tiempo y la vida como un tesoro?, ¿qué le hemos dejado a los demás y a la sociedad? Un planteamiento cristiano incluye una batería más extensa de preguntas: ¿encontramos a Dios por el camino o es un extraño para nosotros?, ¿hacemos en nuestra vida lo que Dios quiere?
La propuesta cristiana es audaz y esperanzadora. La muerte más que el fin es el principio de la vida definitiva: “vivo sin vivir en mí y tan alta vida espero, que muero porque no muero” diría Santa Teresa. No supone, sin embargo, cargar tan intensamente las tintas en el final que nos olvidemos del presente. Al contrario, pensar en la muerte nos ayuda a vivir intensamente y sobre todo, a hacerlo del modo adecuado. Para no abandonar la espiritualidad carmelitana, San Juan de la Cruz nos recuerda que “al atardecer de esta vida seremos examinados en el amor”, es decir, amar será lo decisivamente importante en nuestra existencia. Por eso la muerte nos ayuda a ubicarnos, a darle importancia relativa a hechos y personas, a ver que lo negro no es tan negro como parece y a no perder la paz y la serenidad. Por ello la tradición franciscana ha hablado de nuestra “buena amiga, la hermana muerte”.
La segunda dimensión es la comunión. En efecto, la doctrina católica nos dice y cada domingo nos hace repetir, que la Iglesia es una familia, donde hay comunión y amor. Es un misterio de unidad, por el cual no solo nos unimos a Dios, sino también a los demás, a todos: vivos y difuntos. La comunión de los santos nos recuerda que tenemos una profunda relación con el más allá, y no se trata de médiums ni supersticiones, sino de un dogma de fe. A los santos, es decir aquellos que han sido fieles seguidores de Jesucristo y gozan ya de Dios en la vida eterna, de nada les sirve el honor que les tributamos, su premio es Dios mismo y les basta y sobra. Sin embargo por que viven sujetos a la ley de la caridad, su mayor gozo es que más hombres sean fieles al Señor y reciban el premio prometido. Por eso su actividad es incansable y tiran de nosotros para arriba. También estamos en comunión con las almas del purgatorio; aquellas que siendo fieles a Dios no están todavía preparadas para gozar de Él. Ellas no pueden merecer por si mismas, pero si interceder por nosotros, y a su vez nosotros podemos ayudarlas con nuestras plegarias, para que puedan ya gozar plenamente de Dios.
La tercera y última realidad asociada profundamente con la muerte, entendida en sentido cristiano, es la liturgia, y particularmente la Santa Misa. Precisamente el lugar o el momento en el que entramos en comunión con todos los demás actores de la Iglesia es durante la celebración del sacrificio eucarístico. En ella siempre pedimos por los difuntos y en sus oraciones nos unimos –no solo moralmente- a la alabanza que tributan a Dios los santos y los ángeles en el cielo. Es como si se rompieran las barreras del espacio y del tiempo, asomándonos como por una ventana a la eternidad de Dios y entremos en comunión con Él y con todos los que le están unidos: vivos y difuntos. La Santa Misa es entonces lugar de encuentro con Dios, pero también con nuestros hermanos, aquellos que nos han precedido y asombrosamente, con los que vendrán más adelante: en ella se encuentra viva y palpitante la Iglesia.