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Orfandad ética

En la reciente entrevista-biografía de  G. Weigel sobre Juan Pablo II, se insiste en que el principal motor de la historia no es la política o economía sino la cultura. Es lo que hace evolucionar la humanidad, la cual hace siglos que no se encuentra con un peligro tan serio como la actual falta de moral.

Recientemente vi con unos amigos “El Señor de las moscas”, una película basada en la novela premio Nobel del mismo título, donde un grupo de jóvenes náufragos viven un proceso de degeneración en una isla, frente a otros que se mantienen honestos, que creen en los valores; la conciencia resentida de los pervertidos, que forman una secta aparte cada vez más mayoritaria, va a la caza de los restantes (que son como una bofetada para su conciencia resentida). Pasada la frontera del crimen, nada importa ya...

Decía Susanna Tamaro (“Donde el corazón te lleve”, “Ánima mundi”, etc.) que cuando la inteligencia humana no es humilde y niega la trascendencia, el hombre no es más que un mono que va por el mundo con las manos manchadas de sangre (clara referencia a que, cuando el hombre se cree dios y desobedece al Creador –Adán-, pierde el sentido de quién es su hermano y lo mata –Caín mató a Abel-, ya en la primera generación, es decir poco tiempo falta para que el abismo del mal llame a otro abismo).

Me viene a la memoria el grupo de intelectuales neozelandeses, que ha presentado al Parlamento un proyecto de ley que reclama el reconocimiento de ciertos derechos humanos para los símios debido a que tienen un 79% del ADN idéntico a los hombres, y por tanto se reivindica su “libertad individual”. ¿Somos o no igual que los monos? A veces nos comportamos de un modo algo animal, pero debido a la “orfandad ética”, como dice el profesor J. de Prada: el gran problema del mundo de hoy está en que nos hemos desposeido de una moral que afirme nuestra trascendencia. Así, los límites entre el bien y el mal se difuminan, la verdad sólo tiene contornos borrosos y entonces los monos comparten con nosotros la misma nebulosa biológica.

Pero, como la película señalada, siempre hay un “resto” que tiene como obligación ser testimoni de la verdad del hombre, aunque sufra persecución a causa de la justicia; pero lo hace porque sabe que frente a los fundamentalismos nuevos o antiguos que propugnan una animalización del hombre, hay una verdad que consiste en la inmortalidad del alma, que la persona tiene un componente espiritual no reducible a química, que la vida no se acaba con la muerte. Por eso, en el último Sínodo de obispos sobre Europa, uno de los temas tratados ha sido la importancia de la vida eterna, para vivir la vida presente. Entonces, aún en momentos de dificultad, cuando la tentación del desánimo apriete, el pensamiento de conquistar la victoria da nuevas fuerzas, la felicidad del cielo empuja a superar los obstáculos momentáneos con coraje,  a no someterse a la dictadura cultural dominante, a ser coherentes con la propia conciencia.

En el ámbito de los derechos humanos,  por ejemplo, hemos de proclamar sin miedo la verdad: urge explicitar el mensaje cristiano, sin miedo, y desenmascarar el egoismo que se esconde en las matanzas étnicas y genocidios, en la muerte de los no nacidos, el terrosimo de Irlanda del Norte..., y defensar la vida humana en todas sus formas, como primera ley de una ecología sana. Urgen iluminar la cultura con los auténticos valores, del sentido de la verdad y del bien, y construir -con la ayuda de todos- un clima de libertades que nos haga más felices. El hombre tiende a amar lo que es bueno, un sentido ético está en la base de su ser, ésta es la verdad del hombre, y el camino para una verdadera libertad.  "La verdad moral es el ancla de la libertad", dice Weigel en su entrevista. De ahí la importancia que tiene la educación en los valores y en la trascendencia del hombre, para toda la sociedad