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Objetos, animales y personas

Los objetos no nos asustan. No tenemos miedo del escritorio, de la pared, de la cama, del bolígrafo. Manejamos con habilidad la computadora, el teléfono, el iPod. Estamos seguros de que funcionará el aparato de música y que encontraremos fácilmente aquella melodía que tanto nos gusta.

Algo parecido podemos decir de nuestro trato con plantas y animales. Es cierto que los seres vivos exigen cuidado y respeto. Puedo dejar caer mis zapatos al suelo, pero no permitiría que nadie diese un golpe brusco a las ramas del ficus del salón de estar. Pero, una vez cuidados según sus necesidades, plantas y animales quedan allí, más o menos “satisfechos”: el geranio permanece siempre disponible a mi mirada, el perro se deja acariciar con un parpadeo de placer profundo, y el canario inicia puntualmente sus cantos acrobáticos.

Pero todo es muy distinto cuando tratamos con los hombres y mujeres que nos rodean. Porque yo cambio de humor, porque mis simpatías no son constantes, porque lo que prometí ayer me resulta muy difícil hoy. Y porque los demás también me sorprenden con negativas imprevistas, con reacciones bruscas, con desplantes dolorosos, incluso con traiciones jamás sospechadas; a veces, gracias a Dios, también me sorprenden con cambios positivos y con sonrisas profundas y sinceras.

Es cierto, cuesta tratar con los otros. Algunos estudiosos, incluso, señalan que ya existen personas que prefieren encerrarse entre aparatos para evitar los mil sobresaltos de la vida social. Como si una computadora fuese un ser digno de respeto, como si nos pudiese llenar el corazón un teléfono móvil capaz de funciones nunca imaginadas.

A pesar de todo, las pequeñas o grandes dificultades de la vida social no quitan para nada lo hermoso que es romper el cascarón de seguridades frágiles para lanzarse a la conquista de un amigo.

En la enfermedad, en la amargura, tras un fracaso, la música del iPod podrá suscitar estados emotivos más o menos agradables. Pero no podrá levantar el corazón con la alegría de ver que un amigo viene a visitarnos, que nos da una palabra de consuelo, que nos pregunta aquello que más nos gusta, que nos regala un libro de historia o de mineralogía.

Cada uno de nosotros hemos nacidos para vivir entre seres libres, entre hombres y mujeres llenos de debilidades y riquezas. Al sentir una mano amiga sobre el hombro, al poder mirar con respeto y aprecio a quien ha conquistado un nuevo título universitario, al consolar con mi silencio lleno de cariño a quien perdió al padre o al hijo, abro mi corazón a lo más propio y más rico que existe en la vida humana: el amor.

Por ese amor vivimos, por ese amor luchamos, por ese amor, quizá un día, moriremos. Porque vale mucho más desgastar la vida, gota a gota, para dar cariño a nuestro hermano, que vivir rodeado de aparatos y de jaulas que no son capaces de tocar el corazón en lo más profundo de nuestro vivir humano. Porque somos, ojalá nunca lo olvidemos, imagen de un Dios que es amor y que nos pide que lo imitemos precisamente así: amando.