Una de las cuestiones más recurrentes del discurso político, educativo e intelectual es el debate de los valores. Al margen de la ideología y del pensamiento que se suscriba existe la patente necesidad de establecer unos determinados valores que transmitir a la sociedad.
Esta circunstancia, consciente o inconscientemente, refleja la existencia de una realidad permanente y con sentido y, al mismo tiempo, la necesidad del hombre de ligar su actuación a dicha realidad. Repito, al margen de la ideología o doctrina de pensamiento que pueda atesorar cada sujeto humano se halla la conveniencia de fijar determinados códigos de conducta para la viabilidad de la persona.
Ciertamente y con sus matices todas las personas buscan encontrar unos principios válidos para que en el obrar del ser sea viable el desarrollo existencial de la persona y el funcionamiento de la sociedad. La búsqueda de valores válidos hace que no todos lo sean o puedan serlo. Sí, muchas veces se habla de recuperar o de encontrar valores, pero qué valores. De modo especial en las ideologías llamadas de izquierda y en esa derecha que obvia o renuncia a su tradición cristiana, se encuentra la suposición de que la existencia de valores debe ser siempre consensuada.
Pero, ¿los valores pueden ser consensuados, es la existencia de la realidad misma fruto del consenso? El consenso está bien para la formulación de leyes intrascendentes para el ser y el devenir de la persona humana, sin embargo cuando afecta al ser humano de manera intrínseca las decisiones no pueden salir de un consenso, eso, en otras palabras es relativismo y negación misma de la búsqueda de valores, porque los valores exigen permanencia, estabilidad, sentido, es decir, validez.
El ser humano es un ser histórico, pero al mismo tiempo es un ser trascendente cuyo perfeccionamiento se ejecuta a lo largo de la existencia y que apunta más allá de la historia, del mundo. Si los valores son fruto del consenso del momento y se hallan limitados al cambio permanente el ser humano inestimablemente nunca podrá progresar según su intrínseca naturaleza. Por tanto, una sociedad nihilista, escéptica y relativista es contraria a la existencia misma de valores, a lo sumo de la presencia de un reduccionismo, de unas pautas – orden – que intuyan la dimensión de los valores pero sin llegarlas a absolutizar, sin creer demasiado en ellas y con el fin siempre de satisfacer una determinada ideología y pensamiento. Pero el desarrollo y la viabilidad de la persona no está ligada al interés concreto sino al desarrollo de sus dimensiones ontológicas, en cuanto ser, y antropológicas, en cuanto ser humano.
Hablar de valores es una cuestión estéril si no se posee una verdadera noción antropológica y metafísica del ser humano. Si no se alcanza a comprender el fin del hombre no se puede encontrar los principios y los medios que, acordes con la existencia de la verdad, permitan su perfección y su viabilidad. Ciertamente, si no hay una comprensión y un sentido del ser humano no tiene validez ni raigambre el mismo imperativo categórico kantiano, pues sólo si se conoce a la persona se conocen los hábitos que permitan alcanzar su perfección según su naturaleza, el bien último o plenitud.