Me
resultó penoso ver el otro viernes a un joven de veintidós años
discutiendo con su joven esposa en la puerta de la casa. No presté
mucha atención, porque creo que no debemos meternos indiscretamente en
la vida de los demás. Pero el portazo de la muchacha y una frase que
gritó el esposo desde la calle se me grabaron en la mente: Yo no estoy dispuesto a lavar los platos que hay en la casa.
Llegué a mi despacho de trabajo y atendí a un señor joven que había
tenido problemas con su esposa. Me platicaba de cómo los habían
superado y ahora deseaba unos consejos para educar a su hijo mayor que
tenía siete años y era demasiado rebelde. La conversación cayó
curiosamente sobre el pasado de la pareja.
Me dejó desconcertado que, todo el problema anterior, había nacido
desde que él no estaba dispuesto a lavar los platos de la casa. La
coincidencia de casos despertó más atención en mi mente. Le pregunté
por qué no deseaba lavar platos.
Me explicó que, en casa de sus papás, todo lo hacía su mamá o la
muchacha. Que sus padres no permitían que trabajara en la casa, que si
tosía más de lo normal lo llevaban a Estados Unidos para revisarlo en
costosos hospitales y que tenía un profesor particular para hacer la
tarea o, dicho de otro modo, que la tarea la hacía el profesor
particular.
Concluyó su explicación con una ley fundamental: no quería que su
hijo tuviera la sobre protección que él había tenido en su casa. Me
hacían todo, me dijo, y me acostumbré a no cuidar de nada. Logré
superarlo gracias a la paciente esposa que tengo. Pero no todos tenemos
una oportunidad igual.