Cristo nos dice: No esperes a que tus pecados ocultos aparezcan como psicosis, neurosis y compulsiones. Desembarázate de ellos en sus mismas raíces. ¡Arrepiéntete! ¡Purifícate! El mal que puede ponerse en estadísticas o ser encerrados en cárceles ya es difícil de remediar..., aunque en realidad nunca es tarde para recomenzar.
Lo que aparta de Dios es el pecado; y radicalmente, el pecado mortal. Ese es el único mal en sentido pleno para un hijo de Dios. En sentido absoluto, es bueno lo que nos acerca a Dios, Sumo Bien; y malo lo que nos aleja de él, de su amor. El pecado es una grave infracción de la ley de Dios, realizada con pleno conocimiento y pleno consentimiento. No es una simple infracción “técnica” de la ley divina, sino el rechazo del Amor de Dios manifestado en que Cristo padeció y murió por nosotros. El pecado es crucificar, desgarrar a martillazos las manos y los pies del Hijo de Dios.
El Santo Cura de Ars decía: “Quien no ama a Dios ata su corazón a cosas que pasan como el humo. Cuanto más se conoce a los hombres, menos se les ama. Con Dios ocurre lo contrario: cuanto más se le conoce, más se le ama. Este conocimiento abrasa al alma con tal amor, que quien le conoce sólo ama y desea a Dios. El amor a Dios es un sabor anticipado del cielo: si supiéramos probarlo, qué felices seríamos. ¡Lo que hace desgraciado es no amar a Dios!”[1].
San Josemaría Escrivá rezaba con frecuencia esta jaculatoria: “¡Aparta, Señor, de mí lo que me aparte de Ti!”, que vienen a ser como una prolongación de la última petición del Padrenuestro: Líbranos del mal. El Catecismo enseña que “el mal no es una abstracción, sino que designa una persona, Satanás, el Maligno”[2], que trata de inducirnos al pecado valiéndose del engaño, porque es mentiroso y padre de la mentira. Lo importante es no pactar con nuestras miserias. Para eso hay que llamar a las cosas por su nombre.
San Jerónimo escribe que la oración ayuda a combatir el pecado: “en cuanto rogaban al Salvador, enseguida curaba a los enfermos; dando a entender que también atiende las súplicas de los fieles contra las pasiones de los pecados”[3].
Puedes echarlo todo a perder. El profeta Ezequiel nos dice: “Porque en cualquier día que el justo peque, todos sus méritos se echarán en el olvido ante mí” (Ez 30, 13). Dios amenaza con castigos a los justos si caen; mientras que a los pecadores les promete misericordia para que se animen a levantarse. ¿Eres justo? Teme la ira para que no caigas. ¿Eres pecador?, confía en la divina misericordia para que te levantes[4].
Hay que ver a Cristo en la Cruz para comprender qué es el pecado. Hay una laguna en nuestra educación si no conectamos el pecado con los sufrimientos de Cristo. El pecado es una acción que destruye nuestro vínculo familiar con Dios y nos aparta de la vida y de la libertad.
Alternativa: o santos o fracasados. Cuando Pablo escribe: “Esta es la voluntad de Dios, que seáis santos”, es evidente que se refiere a la santidad que es fruto del esfuerzo personal. Añade: “Que os apartéis del desenfreno, que cada cual sepa controlar su propio cuerpo santa y respetuosamente” (Ts 4, 3-9).
Dios nos invita a volar alto, en su compañía. “Extendió sus alas, los tomó y los trajo sobre sus plumas” (Dt 32,11). “Os llevé sobre alas de águila y os traje a mí” (Ex 19,4). Dios se compara a sí mismo con un águila que enseña a sus polluelos a volar y a vivir en las alturas.
La santidad no es una imposición ni una carga, es un privilegio, un don, un supremo honor. Una obligación, sí, pero que proviene de nuestra dignidad de hijos de Dios. El hombre debe ser santo para hacer realidad su identidad más profunda: la de ser “imagen y semejanza de Dios”. El hombre no es sólo naturaleza, sino vocación.
Es lo que también decía la Madre Teresa de Calcuta: “La santidad no es un lujo, sino una necesidad”.
Dios, ¿enemigo? Mientras el hombre vive en régimen de pecado, Dios se le presenta como un antagonista, como un obstáculo. El hombre codicia ciertas cosas: ansía el poder, el placer, la gloria. Y Dios es, a sus ojos, alguien que le cierra el camino, oponiéndose a esos deseos. El hombre viejo se rebela contra su Creador. Aquí está la razón de gran parte del ateísmo.
Cuando todo nos sonríe en la vida y Dios parece “bendecirnos en todo”, no hay huella de esa “rebelión”; pero deja que su mano nos visite como visitó a Job, deja que se cruce en nuestro camino una contradicción, y ya verás lo que sale de los oscuros fondos de nuestro corazón.
O nos dejamos llevar por el espíritu propio –la soberbia- o nos guía el Espíritu Santo. El Espíritu Santo puede ayudarnos, a medida que va tomando posesión de nosotros. Nos abre una mirada nueva hacia Dios, hace que lo veamos como aliado, y que por nosotros, “no perdonó a su propio Hijo”. En una palabra, el Espíritu Santo infunde en nuestro corazón “el amor de Dios” (Romanos 5,5). Este es el momento radiante en que el hombre exclama, por primera vez, con plena conciencia: ¡Abba, Padre![5].
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[1] José Pedro Manglano, Orar con el curade Ars, Desclée de Brouwer, España, 200. n. 2.2. p. 27
[2] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2851.
[3] San Jerónimo, en Cat aurea in loc.
[4] Cfr. San Gregorio Magno, Las parábolas del Evangelio, Homilia 34 in Evangelia, Rialp, Neblí, Madrid 1999, p. 154.
[5] Cf. Raniero Cantalamessa, Un Himno de Silencio, p.181.
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