Pasar al contenido principal

Mi querida computadora inteligente...

Desde que a finales del siglo XIX un famoso neurólogo afirmase que el pensamiento no es más que una secreción del cerebro, se han sucedido numerosas discusiones sobre la relación entre la mente (el alma, el espíritu) y el sistema nervioso (lo físico, lo material). Frente a los espiritualistas, que afirman que la inteligencia es algo que escapa a los límites de la actividad neuronal, los “materialistas” consideran que nuestras más nobles intuiciones y nuestros gestos altruistas no son más que un resultado de algo que no podría ser de otra manera desde el punto de vista físico-químico: serían el fruto de nuestras neuronas, o, en el mejor de los casos, de la interacción entre cerebro y ambiente, de acuerdo a rígidas leyes que la ciencia podrá determinar en un futuro más o menos cercano.

En este marco se coloca el esfuerzo, no carente de fuertes inversiones económicas y del apoyo de grandes investigadores, por producir una computadora que reproduzca tan perfectamente las actividades mentales del ser humano, que nos lleve a convencernos, de un modo definitivo, de que no somos más que eso: un complejo sistema de conexiones nerviosas, complejo y muy bien trabado, si bien algún día nos descubrirá sus misterios.

La propuesta parece sumamente estimulante. Imaginemos por un momento que se lograse el objetivo: la computadora “inteligente” llegará a aprender mucho mejor que los niños en las escuelas. Almacenará un cúmulo inmenso de datos y realizará operaciones inalcanzables para el hombre. Pero, para ser perfectamente semejante a nosotros, también comenzará a expresar envidias, alegrías, penas, rabia. Celebrará el día de su cumpleaños, pedirá regalos, dará consejos, visitará a los amigos, manifestará su amor a alguno o alguna, y pensará en sí misma y en el sentido de su vida.

¿Y qué ocurrirá el día en que le digamos que es sólo un pedazo de materia y de cables sumamente sofisticados y dinámicos, tan material y tan determinada como nosotros? ¿Qué sentirá cuando descubra, si tenemos el valor de decírselo, de que la hicimos para desmitizarnos, para demostrarnos a nosotros mismos que somos como ella, un sistema intrincado de conexiones velocísimas, y a ella que es como nosotros? ¿Se deprimirá ante la noticia? ¿Nos dará las gracias? ¿Protestará a una organización defensora de los derechos “humanos” al sentirse instrumentalizada? ¿Afirmará su espiritualidad como hacemos muchos hombres que creemos que somos algo más que puras neuronas? ¿Saltará de alegría ante la noticia? ¿Despreciará a los que la hicieron con un fin tan “rastrero”? Y será todo un misterio si rezará para llegar un día al paraíso o pensará que la religión no es sino un uso equivocado de las pobres y deficientes sinapsis nerviosas, un despilfarro de energía cibernética...

Además de realizar muchas funciones y cálculos con más precisión que nosotros, no perderá las 100.000 neuronas diarias que nos llevan a los seres humanos a arruinar la memoria con el pasar de los años, si bien también estará a merced de los peligros de la vida: un incendio, un terremoto, un loco que quiera deshacerla a pedazos... Quizá se sentirá tentada de considerarnos como a pobres individuos inferiores, tan materiales como ella pero más limitados y peor dotados, y tal vez llegue a ser un individuo “racista”... ¿Habrá que encarcelarla por esto? ¿O la dejaremos reírse de nosotros y “programar”, para un día no lejano, la esclavización de todos los hombres a sus planes superperfectos?

No todo queda en estas preguntas y dilemas. Nuestra computadora inteligente pedirá, seguramente, el derecho al voto, y los políticos temblarán ante la posibilidad de que revele públicamente sus preferencias y dé los motivos de las mismas. Además, ¿optará por “ver” el fútbol o el béisbol? ¿Escuchará a Mozart o el rock duro? ¿Se aburrirá de saberlo todo o estará todos los días inventando cosas nuevas? Y si un día la invitamos al psicólogo para que “la vea”, ¿nos seguirá con gusto o hará temblar al psicólogo al “desmenuzarlo” y analizarlo de pies a cabeza?

La sociedad, por su parte, deberá estudiar si merece el derecho a un salario justo, si hay que asignarle un máximo de horas de trabajo semanales (aunque todavía no conocemos ninguna computadora que se “canse” si todos sus circuitos funcionan bien), si hay que pagarle las vacaciones, si merece un seguro de ancianidad... ¡Toda una revolución para la ciencia jurídica occidental! No hemos sido capaces de garantizar los derechos humanos para todos, y ahora tendríamos que hacer frente a los derechos de la “inteligencia artificial”...

El día en que la ciencia construya una computadora cuyo comportamiento no pueda distinguirse de nosotros será un momento memorable para la historia de la humanidad, pero dejará tras de sí más preguntas que respuestas, más riesgos que esperanzas. Mientras llega (¿llegará?) ese momento solemne y dramático, otros miles y millones de hombres y mujeres dedicarán sus minúsculos esfuerzos a dar de comer a sus hijos pequeños, a ayudar a un anciano a cruzar la calle, a socorrer a las víctimas de una catástrofe natural en algún rincón del planeta. Habrá algunos que, de rodillas, recen a Dios y le den gracias, o pidan perdón, o lloren lo que hicieron y prometan ser, esta vez sí, mejores de verdad.

No sabemos si también la supercomputadora inteligente se rebajará a estas pequeñeces. Esperamos que sus inventores piensen que sus esfuerzos pueden servir para hacer un mundo mejor, y no quieran simplemente convencernos de que sólo somos materia sofisticada. Para ello no hace falta desperdiciar tanto dinero. Un dinero que podría servir no para construir un portento de la técnica, sino para ayudar a quienes, con urgencia, viven como “los últimos”, “los menos eficaces”, pero dotados de un brillo en sus ojos que no puede ser sólo el de una simple y misteriosa secreción del cerebro...