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¿Mi psicología o mi pereza?

Hemos convertido a la “psicología” en una excusa fácil, en una coartada para actuar según el capricho del momento.

Porque resulta muy fácil justificar la propia dejadez, o la avaricia, o la soberbia, o la envidia, o la crítica maldiciente, o tantas faltas graves, con la frase sencilla y confusa: “Es que mi psicología me lleva a esto”.

Nos hace falta valor para llamar a las cosas por su nombre. Porque si es verdad que existen fuerzas profundas que condicionan sentimientos e incluso algunos modos de actuar, también es verdad que muchas veces, con honradez y con un gesto de voluntad podríamos dar un cambio profundo en nuestras vidas.

El primer paso consiste precisamente en eso: reconocer que justificar nuestras malas acciones con la excusa de que “soy así” no nos lleva a nada bueno. Sobre todo cuando con esa justificación nos abandonamos a instintos bajos, a perezas egoístas o a hábitos mezquinos que nos impiden trabajar cada día por ser honestos, generosos y fieles a nuestros compromisos como seres humanos, como ciudadanos, como miembros de la Iglesia.

Una vez quitada la máscara fácil de la “psicología”, podremos dar el siguiente paso: identificar en qué aspectos necesitamos cambiar. Pensemos en lo pequeño. Podemos empezar por el orden en la propia habitación, la limpieza de la ropa, el aseo personal, la ayuda en las mil tareas de la casa. ¿No es hermoso dejar ese apego a la televisión o al periódico para ayudar a doblar calcetines y a limpiar platos? ¿No nos abrimos entonces a nuevas dimensiones de la vida que antes habíamos declarado “incompatibles” con la propia “psicología”?

Pensemos luego en lo grande. Hay situaciones de pecados profundos que uno arrastra durante meses y meses. En realidad, bastaría algo tan sencillo y tan enorme como abrirse a Dios, reconocer el pecado por su nombre y recurrir al sacramento de la confesión, desde un arrepentimiento profundo y sincero, para que inicie un cambio radical. Así ha ocurrido en tantos santos que vivían muy atados al pecado. Así sigue ocurriendo en tantas vidas “normales” que descubren que Dios ama al pecador y que repite sencillamente, profundamente, amorosamente: “Vete, y en adelante no peques más” (Jn 8,11).

Sepamos ser sinceros con nosotros mismos. La pereza nos ha acostumbrado a albergar, incluso a fomentar, vicios y miserias como si fuesen parte irrenunciable de una psicología enfermiza. La realidad es muy distinta. Porque mientras haya una pizca de libertad, mientras existan brasas de amor, siempre será posible en cambio.

Dios lo desea. Muchos familiares y amigos (los que me quieren de verdad) lo esperan. Incluso yo mismo, en el fondo, quisiera dar el paso... Quisiera, y hoy puedo empezar a darlo. Desde el amor extirparé la excusa fácil de “mi psicología”. Podré entonces iniciar el cambio, romper con el egoísmo, empezar a vivir según el Evangelio del amor y la esperanza.