Los sacerdotes son hombres que colaboran directamente con el obispo en la tarea de cuidar el rebaño que Cristo les ha asignado. Cuando Cristo es elevado a la derecha del Padre, no abandona a su rebaño, sino que lo guarda por medio de los apóstoles bajo su constante protección y lo dirige también mediante estos mismos pastores que continúan hoy su obra. Estos pastores en nuestros días son los obispos y los sacerdotes o presbíteros.
El sacerdocio es un sacramento, instituido, es decir fundado por Cristo en la noche la Última Cena. Cuando estaba reunido con sus apóstoles tomó el pan y el vino para bendecirlos, dar gracias y después consagrarlos en su cuerpo y sangre, al decir las palabras “haced esto en memoria mía”, Cristo quiere prolongar su sacerdocio a través de todos los tiempos mediante unos hombres que Él elige.
Durante la Antigua Alianza, existieron “prefiguraciones” de lo que sería el único sacerdocio de Jesucristo. Recordemos que los sacerdotes estaban puestos “para intervenir a favor de los hombres en lo que se refiere a Dios, para ofrecer dones y sacrificios por los pecados”, según nos dice san Pablo en su carta a los Hebreos, capítulo 5, versículo 1. YA también el Antiguo Testamento consigna esta misión de los sacerdotes y así leemos en el libro del Éxodo capítulo 19, versículo 6; en Isaías capítulo 61, versículo 6; en Números 1, del versículo 48 al 53 que Dios escogió una de las doce tribus de Israel, la tribu de Leví, para el servicio del altar. Estaban estos hombres instituidos para anunciar la Palabra de Dios, para restablecer la comunión con Dios mediante los sacrificios y la oración. Sin embargo este sacerdocio no era capaz de realizar la salvación, razón por la cual tenía necesidad de repetir sin cesar los sacrificios y no podía alcanzar una santificación definitiva, pues esta santificación sólo podría ser lograda por el sacrificio de Cristo.
Sin embargo, en la institución de este sacerdocio la Iglesia ve una prefiguración del sacerdocio de la Nueva Alianza. Ya en la nueva Alianza, todas las prefiguraciones del sacerdocio llegan a su cumplimiento con el sacerdocio de Cristo Jesús, pues Él es el “único mediador entre Dios y los hombres”. (1 Tm 2, 5) Y Cristo es el único mediador entre Dios y los hombres porque “mediante una sola oblación ha llevado a la perfección para siempre a los santificados” (Hb. 10,14). Es decir, mediante el único sacrificio de la Cruz, Cristo ha conseguido servir de puente entre Dios y los hombres. El hombre, después del pecado de Adán y Eva, no podía volver a entablar la amistad con Dios. Con el sacrificio de Jesucristo en la Cruz se renueva para siempre y en forma definitiva esta amistad. Este sacrificio salvador, Cristo lo hace presente todos los días con el sacrificio eucarístico de la Iglesia. Y este sacrificio está al servicio de todos los hombres, para que puedan desarrollar la gracia bautismal. Por lo tanto, Cristo, al querer que unos hombres, los sacerdotes, participen de esta misión, que es la misión sacerdotal de ser mediadores entre Dios y los hombres, a través del sacrificio de la Eucaristía, nos asegura siempre su ayuda a través de todos los tiempos.
En este servicio eclesial, el sacerdote se convierte en otro Cristo, pues la presencia de Cristo como cabeza de la Iglesia se hace presente en medio de la comunidad de los creyentes. San Ignacio de Antioquia lo expresa en unas palabras sencillas, pero de una belleza y profundidad extraordinaria: “typos tou Patros” : es imagen viva de Dios Padre.
Los sacerdotes reciben, en el día de su ordenación sacerdotal, el poder para perdonar los pecados y para ofrecer, en nombre de toda la Iglesia el sacrificio eucarístico. En el rito del sacramento del Orden, el obispo impone las manos sobre la cabeza del que se va a ordenar, además de que reza una oración consacratoria específica en la que pide a Dios la efusión del Espíritu Santo y de sus dones apropiados al ministerio para el cual el candidato se va a ordenar. Los ritos complementarios ponen de relieve que la elección del candidato se realiza conforme al uso de la Iglesia y preparan el acto solemne de la consagración. Después de esta consagración se le entrega al nuevo sacerdote la patena y el cáliz como signo de la ofrenda del pueblo santo que es llamado a presentar a Dios.
¿Quién puede ser sacerdote?
Nos dice el Catecismo de la Iglesia católica en el número 1577 que “sólo el varón bautizado recibe válidamente la sagrada ordenación”.
Esto es así porque Cristo eligió a hombres para formar el colegio de los doce apóstoles (Mc 3, 14 – 19; Lc 6, 12-16), y los apóstoles hicieron lo mismo cuando eligieron a sus colaboradores que les sucederían en su tarea(1Tm 3, 1-13; 2Tm 1, 6; Tt 1, 5-9). El colegio de los obispos, con quienes los presbíteros están unidos en el sacerdocio, hace presente y actualiza hasta el retorno de Cristo el colegio de los Doce apóstoles. La Iglesia se reconoce vinculada por esta decisión del Señor. Esta es la razón por la que las mujeres no reciben la ordenación. (Juan Pablo II, MD 26-27).
Debe quedar bien claro que nadie tiene derecho a recibir el sacramento del Orden. En efecto, nadie se arroga para sí mismo este oficio. Es un sacramento que se recibe por invitación, por un llamado que hace Dios al hombre, en forma muy específica. Lo que hace la persona que cree haber recibido este llamado de Dios, es someter su deseo de ser sacerdote a la autoridad de la Iglesia, a la que le corresponde la responsabilidad y el derecho de llamar a recibir este sacramento. Como toda gracia, este sacramento sólo puede ser recibido como un don inmerecido.
Existe la tradición en la Iglesia latina que todos los sacerdotes son ordinariamente elegidos entre hombres creyentes que viven como célibes, es decir, que no están casados, y que tienen la voluntad de vivir como tales, es decir como célibes por el Reino de los cielos, de acuerdo a la invitación de Cristo (Mt 19, 12). El celibato es un signo de una vida nueva al servicio de la cual se consagra el ministro de la Iglesia para entregarse enteramente a Dios y a los hombres.
Sin embargo, hay que hacer notar que en las Iglesias orientales, desde hace siglos está en uso una costumbre distinta: mientras los obispos son elegidos únicamente entre los célibes, hay hombres casados que pueden ser ordenados diáconos y presbíteros. Esta práctica es considerada como legítima desde tiempos remotos. Existe también el hecho de que, tanto en Oriente como en Occidente, quien recibe el sacramento del Orden, siendo célibe, ya no puede contraer matrimonio.
Mediante esta poesía en forma de salmo un sacerdote contemporáneo describe lo que es el don del sacerdocio.
“Te amo, Señor, por el gran don del sacerdocio.
Por ese misterio de poder que has depositado
En mis manos temblorosas.
El don de tu perdón
Que abre el océano de tu gracia
Al océano de nuestra miseria.
Tiemblo ante la grandeza de este misterio
Porque llevo tu tesoro en vaso de barro.
Te amo, Señor,
Porque me has elegido entre todos,
Para ser la atadura y la hoz
De esta mies amarilla.
Porque me has elegido con un amor triple
Como el de Pedro,
Para conducir tu rebaño de hombres
Por tus altos caminos.