Los Magos del Oriente
Epifanía
Se llama Epifanía (del griego epi-faneia: manifestación) a la primera manifestación al mundo pagano del Hijo de Dios hecho hombre, que tuvo lugar con la adoración de los magos. El centro del episodio es la cita del profeta Miqueas, quien dice literalmente: Más tú, Belén Efrata, aunque eres la menor entre las familias de Judá, de ti me ha de salir aquel que ha de dominar en Israel (Miq 5,1)
¿Quiénes eran los magos?
Los magos eran consejeros de reyes. Estos sabios cultivaban la astrología o astronomía, la medicina, la botánica, la aritmética y la geometría, entre otras ciencias. Venían de Oriente, palabra vaga, que geográficamente designa toda la región que se extiende al otro lado del Jordán: en primer lugar, Mesopotamia, la tierra del Tigris y del Eufrates, donde se asentó Babilonia, y, finalmente, Persia (Irán). El nombre de “magos” tiene precisamente un origen persa. Ese nombre era dado por los medos y persas a los sacerdotes sabios. En cuanto a si eran reyes o no, se puede afirmar que ningún autor anterior al siglo IV les da ese título. Herodes no los trató como reyes.
Cuando salieron de su casa o palacio, todo el mundo les decía a los Magos que ese viaje era una locura, suponía dejar su comodidad y su seguridad a cambio de seguir una señal débil: una estrella, es decir, un destino incierto. Así es la vocación.
San Mateo dice: “Habiendo nacido Jesús en Belén de Judá durante el gobierno del rey Herodes, unos Magos vinieron de Oriente y se presentaron en Jerusalén diciendo: ‘¿Dónde está el Rey de los judíos, que acaba de nacer. Porque hemos visto en Oriente su estrella y venimos a adorarle” (2,2). Los Magos se desconciertan cuando llegan a Jerusalén y nadie sabe que ha nacido el Mesías. La interpretación literal del texto del evangelio hace suponer que se trata de una estrella que aparece, avanza y se oculta, hasta lucir de nuevo.
La estrella de los magos
En el relato de San Mateo la estrella juega un papel importante. Una noche, estos sabios, tres según la tradición, Melchor, Gaspar y Baltasar[1], descubrieron una estrella misteriosa que Dios hizo brillar ante ellos, y, recordando los antiguos vaticinios, se dijeron: “He aquí el signo del gran rey; vayamos en su busca”. Es una estrella que vieron en Oriente, pero que luego no volvieron a ver hasta que salieron de Jerusalén camino a Belén, se mueve delante de ellos en dirección norte-sur. La estrella que conduce a los magos simboliza al mismo Jesucristo, la luz increada que ilumina a todos los hombres y los transforma[2].
La gente sale a la calle para ver pasar la regia comitiva. A la escena exótica se junta una pregunta desconcertante “¿Dónde está el nacido rey de los judíos?”. (Mt 2,2). Se turbó Herodes y, con él, toda Jerusalén. Ante la grandeza de Dios no faltan personas que se escandalizan; porque no conciben otra realidad que la que cabe en sus limitados horizontes. Mientras los magos estaba en Persia -escribe San Juan Crisóstomo- no veían sino una estrella; pero cuando abandonaron su patria, vieron al mismo sol de justicia[3].
Informes de Herodes
Según el testimonio del historiador Flavio Josefo, Herodes tenía una red de espías, que son los que le informan de la llegada de los Magos. Llama, pues, a los pontífices y a los escribas, es decir, a la sección del alto consejo, que le servía de norma de interpretación de la Escritura. Cuando le dicen que el Rey de los judíos debe de nacer en Belén, la respuesta debió calmar un poco las suspicacias de Herodes, pues no era fácil que en Belén, población de poca importancia, hubiese una familia tan ilustre que pudiese disputarle la corona. Creyó que lo más conveniente sería disimular “y llamó en secreto a los magos” (Mt 2,7). Después de agasajarlos hipócritamente, los despidió con una recomendación: “Id e informaos bien de ese Niño. En cuanto le hayáis encontrado, hacédmelo saber, pues también yo quiero ir a adorarle” (Mt 2,8). El colmo de su sagacidad está en querer convertir en espías y delatores a aquellos nobles extranjeros que se confiaban a él[4].
Los Magos quedan perplejos cuando aparece de nuevo la estrella y se detiene en un lugar pobre de Belén, en un pesebre donde sólo hay gente sencilla. Se dieron cuenta de que ese Dios de infinita majestad nace en un lugar donde comían y descansaban los animales. Cristo nace en un “comedero” que profetiza la Eucaristía , donde podemos comer y descansar. Los Magos podrían haber dicho, si fueran soberbios: —“¿Para esto he venido? Para vera un Niño en un pesebre?”, en cambio piensan: “¿Qué me quiere decir Dios con esto?... La grandeza del Creador encerrada en una criatura inerme”. Cambian sus parámetros, su forma de ver la vida. La elegancia no viene de Francia, sino que está en acomodarse a los planes de Dios, en ser flexibles.
De lo que dice San Mateo se desprende que los Magos pasaron en Belén, por lo menos, una noche. Presentaron sus regalos, como lo exigía la etiqueta oriental. El oro, debió constituir una ayuda providencial para la pobreza de la Sagrada Familia. Dar es propio de enamorados, y Dios mismo nos señala lo que quiere de nosotros. No le importan los bienes de la tierra porque todo eso es suyo; quiere algo íntimo, que podemos darle libremente: dame, hijo mío, tu corazón (Prov XXIII, 26).
Los bienes de la tierra son excelentes, pero el hombre los pervierte cuando los convierte en ídolos. No debemos ir detrás de los bienes económicos como si fueran un tesoro. El tesoro está reclinado en un pesebre; el tesoro está en la Eucaristía, porque donde está nuestro tesoro allí estará también nuestro corazón (Mt 6,21).
La beata Ana Catalina Emmerick dice que “los Magos llegaron a los 33 días del nacimiento de Jesús. A los 40 días fue María al Templo para la Presentación. Después de siete semanas del nacimiento de Jesús volvió la Sagrada Familia a Nazaret. Cuando huyeron a Egipto, el Niño tenía 12 semanas. Al volver de Egipto tenía el Niño siete años, casi ocho”. No deja de admirarnos que la Providencia divina no eximiera a José y a María de los sufrimientos de los hombres.
La visita de los Magos pone de manifiesto el alcance universal de la misión de Cristo, que viene a realizar una tarea que afecta no sólo a Israel, sino a todos los pueblos. Jesús es el Emmanuel anunciado por Isaías y los demás profetas. La presencia de los Magos fue una ráfaga de gloria sobre la infancia de Jesús.
Un poeta contemporáneo escribe: Al principio Dios quiso poner un pesebre y creó el universo para adornar la cuna. “ La Navidad no es un aniversario, ni un recuerdo. Tampoco es un sentimiento. Es el día en que Dios pone un belén en cada alma. A nosotros sólo nos pide que le reservemos un rincón limpio (...) que abramos las ventanas y miremos al cielo por si pasaran de nuevo los Magos; que son verdad, que existen, y vienen siguiendo la estrella de entonces, camino del mismo portal” (Cf. E. Monasterio, El Belén que puso Dios, Ed. Palabra, España 1996, p. 9).
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[1] Los Magos aparecen por primera vez con nombre en un manuscrito del siglo VII, que se encuentra en la Biblioteca Nacional francesa. En el siglo IX son nombrados como Melchor, Gaspar y Baltasar en un mosaico de Rávena (MIGNE II, 14).