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Los juicios temerarios

Los juicios temerarios 


 

 

Una persona fue a confesarse de haber hablado mal de su prójimo. El sacerdote le dio como penitencia desplumar una gallina y echar sus plumas desde el campanario al vacío. Cuando el fiel volvió para decirle que ya había cumplido su penitencia, el sacerdote le dijo que ahora debía de recoger todas las plumas, a lo que el fiel replicó que eso era imposible porque el viento había esparcido las plumas por todo el pueblo. Entonces el padrecito le dijo: “Eso fue lo que tú hiciste al hablar mal de tu prójimo, y es difícil reparar el daño que hiciste a tu prójimo”.

El pleno derecho de juzgar sobre los corazones de los hombres pertenece a Cristo. Pero a los seres humanos nos encanta juzgar, por eso el Señor nos pide ese pequeño sacrificio de la lengua, el de no juzgar. «No juzguéis y no seréis juzgados; no condenéis y no seréis condenados» (Mt 7,1). “Con ese mandato el Señor no prohíbe a unos corregir a otros, pero sí que unos desprecien a otros y los odien, en general, por simples sospechas” (San Juan Crisóstomo).

Una manifestación de humildad es evitar el juicio negativo sobre los demás. El juicio temerario, consiste en opinar o pensar mal de alguien sin fundamento. No debemos juzgar a otros. “Si tú juzgas a la gente no tienes tiempo de amarla”, decía Teresa de Calcuta.

San Agustín en su sermón 46 explicaba: "¿Quién puede juzgar al hombre? La tierra entera está llena de juicios temerarios. En efecto, aquel de quien desesperábamos, en el momento menos pensado, súbitamente se convierte y llega a ser el mejor de todos. Aquel, en cambio, en quien tanto habíamos confiado, en el momento menos pensado, cae súbitamente y se convierte en el peor de todos. Ni nuestro temor es constante ni nuestro amor indefectible". Y en su comentario sobre el salmo 147, 16 decía: "Si el mal ajeno es dudoso, puedes lícitamente tomar precauciones contra él, por si es cierto; pero no debes condenarle como si ya fuera cierto".

Cuando se juzga a alguien, cuando se le critica o se hacen "comentarios" sobre su conducta o sus obras, se juzga sin comprensión, fríamente, y a veces duramente, porque nuestra visión será siempre limitada. Sólo Dios penetra en las cosas ocultas, lee en los corazones, da el verdadero valor a las circunstancias que acompañan una acción. "Hacer crítica, destruir, no es difícil: el último peón de albañilería sabe hincar su herramienta en la piedra noble y bella de una catedral. - Construir: esa es la labor que requiere maestros." (Camino, núm. 456).

La comprensión, en cambio, es una mirada que va a la profundidad del corazón y sabe encontrar la parte de bondad que existe en todas las personas. Dios es quien conoce las verdaderas raíces de nuestras actuaciones, y comprende, justifica y perdona. La comprensión lleva a juzgar a los demás como quisiéramos que nos juzgaran a nosotros. 

Una persona oraba así: ¿Sabes Jesús mío? Lo único que me nace decirte es: perdónanos las veces que se nos va la lengua en comentarios que no tenemos derecho a hacer, porque como tú dices:..."con el mismo juicio con que juzguéis habéis de ser juzgados y con la misma medida con que midáis, seréis medidos."

El libro de Tomás Kempis, la Imitación de Cristo, dice este autor: “Pon los ojos en ti mismo y guárdate de juzgar las obras ajenas. En juzgar a otros se ocupa uno en vano, yerra muchas veces y peca fácilmente; mas juzgando y examinándose a sí mismo se emplea siempre con fruto. 
Muchas veces juzgamos según nuestro gusta de las cosas, pues fácilmente perdemos el verdadero juicio de ellas por el amor propio. Si fuese Dios siempre el fin puramente de nuestro deseo, no nos turbaría tan presto la contradicción de nuestra sensualidad. Pero muchas veces tenemos algo adentro escondido, o de fuera se ofrece; cuya afición nos lleva tras sí. Muchos buscan secretamente su propia comodidad en las obras que hacen; y no se dan cuenta. También les parece estar en buena paz cuando se hacen las cosas a su voluntad y gusto; mas si de otra manera suceden, presto se alteran y entristecen (cap 14, nn 1 y 2)”. 

A veces nos precipitamos en nuestros juicios y despotricamos. En el Semanario Gaudium, en el n. 137 se lee: “Quienes hablan contra la familia no saben lo que hacen, porque no saben lo que deshacen”.

Educar ha de ser una labor creadora y positiva, pues –como ha escrito C. S. Lewis–, el objetivo del educador no puede ser talar bosques, sino fertilizar desiertos.

Muchos querrían saber cómo los ve Dios; si serán aprobados o reprobados en el juicio final. Esto se puede vislumbrar en la actitud que tenemos respecto al prójimo, ya que esa actitud revela la acogida o el rechazo del amor divino (Cfr. CEC n. 678).