En la conciencia colectiva frecuentemente lo que se puede hacer dentro de la sociedad, es decir, lo que es legal, se identifica con lo bueno. Es lógico que sea así, algo que no es penado por la ley está implícitamente legitimado. A nadie se le ocurre pensar, por ejemplo, que un país legalice el asesinato o no castigue el plagio. Paradójicamente cada vez es más común aceptar, acostumbrarse, o por lo menos no extrañarse de que algunas legislaciones no penalicen el aborto o permitan la eutanasia, al tiempo que penan el fumar en lugares públicos. ¿Cómo se efectúa ese malabarismo moral?, ¿qué clase de anestesia de conciencia se ha utilizado? Simplemente se trata del papel educador de la ley.
¿Cuál es la correcta relación entre legalidad y moralidad?, ¿debe castigar la ley todo lo inmoral?, ¿debe ser tolerante con los excesos morales y en qué medida? La ley moral natural constituye un punto de referencia normativo respecto de la ley civil. Es verdad que la ley civil es menos amplia que la ley natural. La primera afecta la exterioridad de la persona, mientras que la segunda actúa desde el interior de la conciencia y por lo mismo sirve de norma inmediata de conducta. La ley civil no puede prohibirme tener malos pensamientos, mientras que la conciencia sí, en atención, por ejemplo a la fidelidad con mi mujer.
Sin embargo la ley civil debe proteger siempre los derechos inalienables de la persona, y será más o menos perfecta en la medida en que lo haga. Por eso, cuando el estado no pone su poder al servicio de los derechos del ciudadano –los cuales son previos a cualquier reconocimiento civil-, particularmente de los más débiles –que es lo que justifica la autoridad pública-, quebranta su propio fundamento, fracasa en su misión. Una ley contraria a la moral, es decir, a la recta razón y a la justicia, deja de ser ley para convertirse en un acto de violencia, en una arbitrariedad contraria a la naturaleza de la persona y del estado.
Una ley aprobada democráticamente no es necesariamente una ley justa, por lo menos no automáticamente. Cabe una valoración al respecto. La democracia no es lo mismo que la moralidad y la justicia; son distintas, aunque deberían estar integradas para permitir conseguir el bien común, finalidad de la autoridad pública. En este sentido no es antidemocrático discrepar de una ley injusta, incluso resistirla pasivamente. Ghandi, Lech Walesa, Nelson Mandela y en México Anacleto González son iconos de esa resistencia heroica, moral a una ley injusta; han reconducido el ejercicio de la autoridad política a los cauces de la moralidad; no han sido personas antidemocráticas ni intolerantes, sino ciudadanos ejemplares capaces de hacer frente al abuso de autoridad.
La ley injusta no obliga en conciencia, por eso es lícito defender los derechos propios y de los demás hombres frente al abuso de autoridad. En este contexto los medios de comunicación han ejercido un papel relevante, al impedir silenciar a los disidentes de un gobierno injusto. Frente a una ley inmoral existe el deber de luchar por cambiarla, o por lo menos mitigar sus efectos nocivos. En cambio, las leyes justas obligan en conciencia, porque son expresión de la ley moral. La vida cristiana no ha sido nunca una invitación a la anarquía o al abstencionismo, todo lo contrario, tanto Jesucristo, con San Pablo han invitado a los fieles a ser ciudadanos ejemplares, obedientes de las leyes y la autoridad legítimas.
Una herramienta, indispensable para defenderse del autoritarismo estatal, es la objeción de conciencia, que debería estar garantizada por toda legislación auténticamente democrática, respetuosa de la dignidad humana. Dicha herramienta permite a la persona ser fiel a los dictámenes de su conciencia sin padecer prejuicios laborales, profesionales o discriminaciones políticas. Muchas veces se rechaza debido a un férreo dogmatismo estatista, poco tolerante con aquellos que no se amoldan al modo de pensar uniformemente impuesto. En definitiva porque el ejercicio de la objeción de conciencia expresa una profunda madurez ciudadana y un compromiso con la propia conciencia y con la sociedad; permite la vivencia real de las propias convicciones en libertad, sin desventajas, y por ello incentiva a los demás a hacerlo: se trata de una cachetada moral para los ciudadanos con pocas convicciones morales o carentes de ellas y para un estado impositivo de sus propios criterios morales. En cualquier caso se mantiene en pie del deber moral de ser buenos ciudadanos y de luchar para que las leyes del estado sean justas, en armonía con la moral, respetuosas de la conciencia de cada persona.
P. Mario Arroyo
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Doctor en Filosofía por la Università della Santa Croce