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Las bases de la familia cristiana

Las bases de la familia cristiana

Con motivo de la solemnidad de Jesucristo, Rey del Universo, el P. Marcial Maciel propone a los miembros del Regnum Christi algunas bases para formar un hogar cristiano

¿Qué tenemos que hacer para formar una familia cristiana?

1) Una familia en la que se ora y se reza juntos.

Orar es escuchar al Espíritu Santo y dialogar con Él en el propio corazónHacer del propio hogar una escuela de oración; es el mejor regalo que podemos dar a nuestros hijos

2) Una familia en la que se vive la fe.

Una fe sólo creída, cerebral, sin consecuencias prácticas para la vida, es un sucedáneo, una falsificación

Familia, escuela de oración: Lo que más arrastra a los hijos es el ejemplo del sentido de fe, de cariño, de sinceridad, de amor

Vivir la fe implica vivir todo el mensaje de Cristo, tal y como nos lo enseña nuestra Madre la Iglesia

3) Una familia que irradia la feLa familia cristiana está llamada por esencia a ser evangelizadora, a transmitir la fe

Jóvenes: el futuro de la familia está en sus manos

 

Roma, 23 de noviembre de 2003

A todos los miembros del Regnum Christi con ocasión de la solemnidad de Cristo Rey

Muy estimados en Jesucristo:

¿Qué tenemos que hacer para formar una familia cristiana?

La solemnidad de Cristo, Rey del universo, me ofrece todos los años la oportunidad de saludarlos y de intercambiar con ustedes algunas reflexiones. Estas citas anuales, además, nos permiten hacer juntos, en la escucha atenta al Espíritu Santo, un balance de nuestra respuesta personal a Cristo para seguir sus huellas con renovado entusiasmo.

Con cierta frecuencia se me acercan parejas de

novios y de recién casados que me preguntan: «Padre, queremos formar una familia cristiana de verdad, ¿qué es lo que tenemos que hacer?» Quisiera aprovechar esta ocasión para tratar este tema e intentar así satisfacer esas inquietudes que me manifiestan. Espero que estas ideas puedan ser útiles también a las parejas que, después de varios años de matrimonio, se sientan llamadas a vivir con más hondura la hermosa misión que han recibido de Dios.

A menudo, la inquietud de intensificar la vida cristiana en la familia surge al ver a otras familias, con las que se convive quizá todos los días, que a pesar de las dificultades cotidianas viven felices y bien avenidas. Son familias que confían en Dios, que se han abierto al don de la vida de sus hijos, hogares en los que se respira un ambiente de alegría y entusiasmo, de iniciativas, de fe sencilla, de intensa unidad.

Observándolas, habrán sentido tal vez en su interior una sana envidia y se habrán preguntado: «¿Qué tienen para vivir así y perseverar en su fe? » Cuando yo me encuentro con un caso semejante me doy esta respuesta: «Aquí hay una familia en la que se ora y se reza juntos,

una familia en la que se vive la fe y que irradia su fe». Me parece que estos tres elementos son signo inequívoco de perseverancia en la fe y en la unidad.

1) Una familia en la que se ora y se reza juntos.

Ésta es la primera nota característica de un hogar cristiano, la más espontánea y manifiesta. Cada familia es, como nos dice el Concilio Vaticano II, una «iglesia doméstica» (Lumen Gentium, n. 11); cada hogar debe ser también un «templo» consagrado a conocer, a amar y servir a Dios, en ese culto espiritual de quien se ofrece al Padre, a ejemplo de la Sagrada Familia, en el quehacer cotidiano. Cada esquina de la casa debe estar llena de la presencia de Dios y todo lo que se realiza en el hogar debe tener como fin último darle gloria.

Orar y rezar, aunque estrechamente relacionados entre sí, no significan lo mismo. Las limitaciones de nuestra naturaleza humana y las exigencias de nuestras responsabilidades no siempre nos dejarán el tiempo que quisiéramos para poder rezar. Pero podemos y debemos «orar constantemente» (1Tes 5,17), como nos exhorta san Pablo.

Orar es escuchar al Espíritu Santo y dialogar con Él en el propio corazón.

Orar es escuchar al Espíritu Santo y dialogar con Él en el propio corazón, ser siempre fieles a los dictámenes de una conciencia recta, cumplir en todas las circunstancias su voluntad. Quien ora vive con la mirada puesta en Dios, lo descubre a Él en todas las cosas, personas y

acontecimientos, se sabe amado por Él en todo momento.

Se puede orar cuando se va en coche de camino al trabajo o cuando se sale de compras; se ora en la calle o en la Iglesia; se ora tanto en los momentos serios como en los de sana diversión en familia o con los amigos; mientras se estudia o mientras se limpia la casa o se prepara la comida, porque, como decía santa Teresa de Jesús, «también entre los pucheros anda Dios». Todo puede transformarse en oración, porque todo puede ser vivido con la intención de agradar a Dios, como un diálogo continuo de amor y donación recíproca con Él. Para orar ayudan mucho esas jaculatorias sencillas: «¡Creo en Ti, Señor! », «¡Dios mío, confío en Ti! », «Jesucristo, te amo! ». Son frases breves que, si se dicen con el corazón, ensanchan el alma y colorean de sentido sobrenatural cada momento del día.

Puede distinguirse enseguida, hasta en su manera de hablar, a las personas que hacen de su vida un diálogo permanente con Dios. De sus labios brotan expresiones como: «¡Bendito sea Dios! », «Si Dios quiere» o «Si es voluntad de Dios», que seguramente habremos escuchado en nuestra

La familia Dunlap con el bebé Anthony

casa de pequeños o de labios de esa gente sencilla pero con una fe de gigante, y que deberían formar parte del lenguaje de todo cristiano. La oración, por tanto, es el pulmón por el que respira el cristiano que realmente cree.

Cuando se vive en esta actitud espiritual, entonces es mucho más fácil encontrar un momento diario para rezar juntos en familia. «Donde están dos o tres reunidos en mi nombre -dice Jesús-, allí estoy yo en medio de ellos» (Mt 18,20). Por lo tanto, donde una familia se reúne para rezar, allí está Dios, su amor y sus bendiciones en medio de ella.

Por desgracia, existe el riesgo insidioso de que la cultura secularizada que nos envuelve vaya penetrando sutilmente en algunos hogares cristianos y los aparte casi insensiblemente de las prácticas de piedad en común como de algo ridículo. Pero, ¿es que puede una familia verdaderamente cristiana avergonzarse de rezar en común?

La fe, por su misma naturaleza, debe verse, expresarse, celebrarse. Y si hay algún lugar en que se puede hablar de ella con plena confianza y sin temor a malentendidos o susceptibilidades, éste es la propia familia, porque es allí donde se ha recibido la fe, y

Familia Páez Garza en Roma, durante los festejos del LX Aniversario de la fundación de la Legión de Cristo y del Movimiento Regnum Christi.

allí es también el primer lugar donde tiene que manifestarse y foguearse.

Toda comunidad o familia cristiana, como nos recuerda el Santo Padre, debe llegar a ser una «escuela de oración» (cf. Carta apostólica Novo Millennio Ineunte, n. 33). Pero también, en cierto sentido, la oración debe «hacer» a la familia. En efecto, la oración individual y familiar es la luz que ilumina allí donde no se logra ver con claridad la voluntad de Dios; es el fuego del hogar en torno al cual todos se reúnen para calentarse en el amor y pedir por el miembro en dificultad; es el crisol donde se purifica el propio carácter, donde se modela el corazón y se curan las heridas provocadas por los roces de la convivencia. Cuando se reza al Padre celestial en familia, con un mismo sentir y un solo corazón, es más fácil comprenderse y pedir perdón, más sencillo el diálogo y la convivencia fraterna.

No hay que olvidar el sabio consejo de la Iglesia, cuando dice que «para cumplir con constancia los deberes de esta vocación cristiana se requiere una insigne virtud; por eso los esposos, capaces ya de llevar una vida santa por la gracia, cultivarán y

pedirán en la oración con asiduidad la firmeza en el amor, la generosidad de corazón y el espíritu de sacrificio» (Gaudium et spes n. 49). La oración hace posible que un hombre y una mujer perseveren en esa promesa de fidelidad que hicieron el día de su matrimonio delante de Dios y de la Iglesia y así, «cumpliendo su deber conyugal y familiar, se acerquen cada vez más a su propia perfección y a su santificación mutua y, por tanto, a la glorificación de Dios en común» (Gaudium et spes n. 48). Sólo con la fuerza que mana de la oración, sólo cuando se experimenta la fidelidad y el amor de Dios en la oración, se puede ser fiel en la alegría y en la adversidad, en la enfermedad y en la salud, en las crisis matrimoniales o en las dificultades normales de la educación de los hijos. Por eso, cuando tengan un problema, una dificultad, del tipo que sea, antes de cualquier otra cosa, pónganse a orar, pídanle luz y fuerzas a Dios, y verán cómo el camino se hace más claro y resulta más fácil encontrar juntos una solución.

Hacer del propio hogar una escuela de oración; es el mejor regalo que podemos dar a nuestros hijos

Yo los invito, queridos padres de familia, a que de verdad hagan de sus hogares escuelas de oración; a que reserven algún momento del día para rezar juntos en familia. Es más, los invito a que, en la medida de lo posible, reserven un lugar, un rincón de la casa, aunque sea pequeño, exclusivamente para este fin. Unos momentos y un lugar que sean para todos sagrados.

¡Cuántos quizá recordamos aún ese lugar en nuestra casa donde estaba la imagen del Sagrado Corazón, o esas flores frescas a los pies de la Santísima Virgen que nunca faltaron en el mes de mayo! ¡Con qué agrado se recuerdan aquellas oraciones de infancia antes de acostarse, de rodillas ante la imagen de María; o esos momentos entrañables en los que todos juntos rezábamos el rosario o leíamos un pasaje del Evangelio; y esos domingos pasados en familia, en los que la misa en la parroquia constituía el momento central del día! Cuánto bien nos hicieron en los años de nuestra adolescencia, por ejemplo, esos viernes primeros o el ver a nuestros padres ir juntos a comulgar o esperar en la fila para confesarse. Así, de esta forma tan sencilla, aprendimos desde pequeños a tener a Dios como uno más de la familia, a vivir todas las realidades de la fe de manera casi connatural, a hacer de la oración nuestro alimento cotidiano.

Estimados padres, ¿quieren hacer un gran regalo a sus hijos, quieren enseñarles algo que les servirá hoy y durante el resto de su vida? Enséñenles a orar, háganles descubrir, con el ejemplo más que con las palabras, el valor y el gusto por la oración. Tienen en sus manos ese rico patrimonio de tradiciones cristianas, que a ustedes y a mí tanto nos han ayudado y del cual nos seguimos beneficiando. No lo pierdan; transmítanlo íntegro y fresco como lo han recibido: es la mejor herencia que pueden dejar a sus hijos y a sus nietos, porque «cuando los mismos padres preceden con el ejemplo y la oración en familia, los hijos y todos los que conviven en el círculo familiar encontrarán más fácilmente el camino del sentido humano, de la salvación y de la santidad» (Gaudium et spes n. 48).

Yo les puedo asegurar, por propia experiencia -que quizá muchos de ustedes pueden confirmar-, que aquel matrimonio, aquella familia que acostumbra a orar y a rezar unida, podrá conocer momentos difíciles, podrá sufrir sobresaltos o crisis; pero jamás desfallecerá en su fe y perderá sus valores, ni mucho menos se romperán los vínculos de amor que los unen. Dios y la Santísima Virgen comprometen todo su poder y su amor para proteger y bendecir a la familia que reza unida.

2) Una familia en la que se vive la fe.

Una fe sólo creída, cerebral, sin consecuencias prácticas para la vida, es un sucedáneo, una falsificación

La fe, mis queridos miembros del Regnum Christi, o se vive o no es fe. Una fe sólo «creída», esto es, cerebral, meramente intelectual, pero sin consecuencias prácticas, sin el calor del amor, no es fe, sino un sucedáneo o una falsificación. «¿De qué sirve, hermanos míos, que uno diga tener fe, si no tiene obras? ¿Acaso la fe podrá salvarlo? » (St 2,14). La fe, por tanto, es una realidad vital y sólo se la estima y aprende vitalmente. El testimonio de la propia vida ha sido y será siempre el medio más convincente y atractivo para enseñarla, y los padres de familia, sus primeros y mejores maestros.

Fue precisamente sobre las rodillas de nuestros padres donde aprendimos a deletrear el abecedario de la fe; de la mano de nuestra madre hicimos el signo de la cruz y junto con ella rezamos esas oraciones entrañables con las que aún hoy nos dirigimos a Dios y que estarán en nuestros labios el día de nuestra muerte. Nuestros padres han sido el «rostro concreto» de la paternidad de Dios para nosotros. Antes de saber definir la fe, ésa ya ardía en nuestro corazón y llegó a convertirse en una realidad connatural, en una especie de «instinto» o de «sexto sentido», por el que discerníamos lo que corresponde o no al comportamiento de un cristiano. Con los años iríamos profundizando en las verdades de esa fe y la experimentaríamos intensamente; pero fue muchas veces en nuestro hogar donde aprendimos a «gustarla»; fue en el seno de nuestra familia donde esas verdades se hicieron «familiares».

Familia, escuela de oración: Lo que más arrastra a los hijos es el ejemplo del sentido de fe, de cariño, de sinceridad, de amor

¡Qué importante es para la formación de este «sentido» de la fe, que debe tocar también la esfera de lo humano, el testimonio de vida que ustedes dan a sus hijos! No hay nada en sus vidas, ni personal ni de pareja, por insignificante que pueda parecer, que no tenga un eco positivo o negativo en ellos.

Cuando sus hijos ven que su padre se levanta temprano todos los días para ir al trabajo, cuando saben que jamás se permite una trampa, que es fiel a la palabra dada a Dios y a todas las personas, que se entrega a su familia con más ardor incluso que a su trabajo; o cuando ven que su madre es la primera en servir o en sacrificarse por los demás, que busca con desinterés hacerlos felices, que sus padres procuran vivir el mayor tiempo posible juntos; entonces palabras como honradez, trabajo, responsabilidad, lealtad, sacrificio, adquieren en los hijos un significado muy concreto, una carga afectiva y una fuerza de atracción mucho mayor.

Y cuando los hijos ven que sus padres son fieles a la promesa que se hicieron, que se aman y se respetan, que con el paso del tiempo no olvidan los gestos de cariño entre ellos, que no se permiten una palabra acalorada o una discusión, que el diálogo y la comprensión son la norma ordinaria en su trato; entonces los hijos aprenden para toda la vida lo que significa, de verdad, amor, cariño y donación; y desearán y serán capaces, a su vez, de vivir así en su matrimonio y futura familia.

Tienen que ser exigentes con sus hijos, es cierto, y nunca transigir en las cosas importantes; pero el ejemplo siempre ha de ir por delante. De este modo, la palabra irá impregnada de una particular autoridad y fuerza persuasiva. La educación, la exigencia diaria, si no fáciles, se harán al menos más llevaderas y gustosas. No olviden nunca que el mandamiento, «honra a tu padre y a tu madre» (Ef 6, 2), tiene como premisa para ustedes: «Padres, no exasperéis a vuestros hijos; antes bien, educadlos en la doctrina y enseñanzas del Señor» (Ef 6, 4).

Vivir la fe implica vivir todo el mensaje de Cristo, tal y como nos lo enseña nuestra Madre la Iglesia

Llegados a este punto, quisiera hacer hincapié en un aspecto esencial para una familia católica. Vivir la fe implica vivir todo el mensaje de Cristo, tal y como nos lo enseña nuestra Madre, la Iglesia, por Él fundada, y cuyo compendio se encuentra en ese magnífico vademécum del cristiano que es el Catecismo. No podría ser de otra manera, ya que a Cristo sólo se le puede seguir realmente cuando se le acepta como Él es, en su totalidad, con las páginas luminosas de gloria y de promesa del Evangelio, y también con aquellas otras que hablan de cruz y de renuncia. Pero hay un mandamiento que para nosotros, los cristianos, es el mandamiento por excelencia, aquél que resume todos los demás y es perfección de la fe que profesamos: «que os améis los unos a los otros como yo os he amado; en esto conocerán todos que sois mis discípulos» (Jn 13, 34-35). Queridos miembros del Regnum Christi, si en algo ha de distinguirse una familia católica es precisamente en la integridad y pureza con que vive el mandamiento del amor.

La vida diaria en familia es un excelente gimnasio para ejercitarse en la verdadera caridad, un intercambio continuo de oportunidades para amar y ser amados: un detalle que busca hacer feliz al otro, un rostro de acogida y de interés sincero por él, un momento dado con gusto cuando alguien se encuentra en necesidad, una palabra de comprensión y de perdón... No caigamos en el engaño de creer que por el hecho de vivir bajo un mismo techo, el amor y el conocimiento recíproco se dan por descontado; al contrario, es preciso crecer en el amor a base de pequeños detalles, de salir cada uno de sí mismo para poner lo que está de su parte.

Pero existe también ese vasto campo de la caridad fraterna que se proyecta fuera de los muros de la propia casa, y que es también consecuencia de una fe viva y real. Es hermoso encontrarse con esas familias en las que nunca se habla mal de nadie, ni de parientes ni de extraños. Son familias en las que se aprende, desde los primeros años, a ver en todos los hombres a Cristo, más allá de su modo de ser o de pensar, del color de su piel o de su diversidad cultural y social.

Las obras de misericordia espirituales y materiales constituyen un maravilloso camino para practicar y educar en el amor y en la solidaridad. Cuánto bien se puede hacer, y de qué manera tan sencilla, rodeando de cariño y atención a los parientes o amigos que se encuentran solos o enfermos, o llevando un poco de consuelo y de paz a los hospitales. Qué fácil es, por ejemplo, repartir una pizca de felicidad a esos «pequeños Cristos» en los orfanatorios; o llevar, en familia, la alegría de la Navidad a tantas familias necesitadas. ¿Qué modo más real e inmediato puede haber para un niño de entender y de participar en la pasión de Cristo que esos pequeños sacrificios y ayunos cuaresmales ofrecidos por la conversión de los pecadores? Cuando se nace y se crece en un ambiente de amor, no hace falta recordar o incentivar la caridad cristiana y la solidaridad: brotan espontáneamente.

Por último, hay un aspecto típico de la familia católica, algo que, diría yo, en algunos ambientes la distingue de otras que no lo son, y que se desprende directamente de esa fe vivida con integridad. Me refiero a la generosidad. Una familia católica debe caracterizarse por la generosidad con Dios, fruto de la fe y del amor a Él, y debe educar sus hijos en esta generosidad.

Generosidad, primeramente, para abrirse al don de la vida. «Los hijos son, sin duda, el don más excelente del matrimonio y contribuyen mucho al bien de los mismos padres» (Gaudium et spes n. 50). Pero, como decía el Santo Padre en el Jubileo de las familias, «en muchas regiones y, paradójicamente, sobre todo en los países de mayor bienestar, traer al mundo un hijo se ha convertido en una elección realizada con gran dificultad, más allá de la prudencia que exige obligatoriamente una procreación responsable. Se diría que a veces a los hijos se los ve más como una amenaza que como un don». La decisión sobre el número de hijos tiene grandes repercusiones no sólo para la pareja, sino también para la vida de la Iglesia y para la sociedad entera. Son los mismos esposos los que deben formar este juicio ante Dios, en el diálogo recíproco, después de un atento discernimiento. No se debe olvidar, sin embargo, que como nos enseña la Iglesia, entre los esposos «merecen especial mención los que, de común acuerdo, bien ponderado, aceptan con generosidad una descendencia más numerosa para educarla dignamente» (Gaudium et spes n. 50).

La generosidad brilla también cuando los padres respetan y apoyan el plan que Dios ha pensado para cada uno de los hijos. Es hermoso testimonio de fe y de desprendimiento encontrarse con padres que cuando nace uno de sus hijos lo ofrecen a Dios o lo consagran a la Santísima Virgen, diciendo: «¡Gracias, Señor, Tú nos lo has dado, a Ti te lo ofrecemos: que se cumpla en él tu santa voluntad! » No son pocas las familias que acostumbran rezar por las vocaciones a la vida consagrada o al sacerdocio, que desean y piden a Dios ese don para uno de sus hijos, y que apoyan con alegría y generosidad la vocación de sus hijos e hijas, porque tienen fe y porque valoran ese don. Esas familias, con su disponibilidad y apertura a la voluntad de Dios, son una página viva del evangelio.

3) Una familia que irradia la fe.

La familia cristiana está llamada por esencia a ser evangelizadora, a transmitir la fe

Ésta es la tercera característica esencial de una familia católica, sobre la cual, aunque sea brevemente, quiero reflexionar con ustedes. La familia no sólo es escuela de evangelización sino que está llamada por esencia a ser una familia evangelizadora, misionera. Ya el hecho de vivir la fe, como decíamos anteriormente, constituye un magnífico modo de irradiarla dentro y fuera del hogar. Pero no puede faltar tampoco, y menos en una familia del Regnum Christi, el afán evangelizador. «La familia compartirá generosamente sus riquezas espirituales también con otras familias» (Gaudium et spes n. 48). Y, efectivamente, permanece más unida cuando también evangeliza unida.

Si realmente se valora el tesoro de la propia fe, si de verdad se ama a Jesucristo y se quiere hacer algo por la Iglesia, entonces se encuentran mil modos de hacer el bien y se saca tiempo para llevar a cabo esta necesidad imperiosa de irradiar a Cristo. Así lo han demostrado tantos de ustedes dando al mundo un maravilloso testimonio de entrega y de generosidad. Es admirable contemplar a esos padres y jóvenes -gracias a Dios cada vez más numerosos- que, conscientes del valor de su fe y de la gravísima responsabilidad de transmitirla a sus hijos y hermanos, dedican un tiempo semanal o algunos períodos durante el año, para promover proyectos apostólicos orientados a la formación cristiana de la niñez y de la adolescencia.

Algunos, con otros padres de familia y amigos que comparten sus mismos ideales, han creado un club del ECYD en el que sus hijos o hermanos, además de encontrar un ambiente sano de amistad y entretenimiento, reciben una rica formación humana y cristiana. Otros, se involucran activamente en la formación católica dentro de sus colegios, en la catequesis dentro de sus parroquias, o también en obras de caridad cristiana. Los hay, incluso, que, una vez jubilados o ya más libres de sus labores domésticas, ponen al servicio de la formación de la niñez y de la adolescencia el precioso tesoro de su tiempo y experiencia. De este modo cada uno según sus posibilidades de tiempo puede aportar lo mejor de sí mismo.

De entre las múltiples formas que el Espíritu Santo puede sugerir, hay una que ocupa un lugar destacado, no sólo por los inmensos frutos que de ella se han derivado para tantas personas y comunidades, sino también por la huella profunda que ha dejado en miles de familias que han hecho la experiencia: me refiero a las misiones de evangelización. Es todo un espectáculo de fe y de generosidad que conmueve a Dios y a todas las personas que entran en contacto con esos jóvenes o familias misioneras. Para muchas de ellas, las misiones de evangelización son ya un estilo de vivir e irradiar la propia fe, el mejor modo de invertir el tiempo y los dones recibidos de Dios. Y es que, ¿puede haber acaso un modo mejor de emplear la vida que donándola a los demás?

Queridos amigos y miembros del Regnum Christi, hoy se habla mucho de la «crisis de la familia». No se puede negar que ésta atraviesa por momentos difíciles y que se siente con fuerza la corriente de la cultura hedonista y materialista que nos rodea. También es cierto que, si nunca fue fácil formar una familia unida, fiel a sus principios y valores cristianos, quizás en nuestros días lo es menos todavía. Pero, más allá de las dificultades, es posible lograrlo, y prueba de ellos son las innumerables familias que son fieles: familias unidas, en las que se ora, se vive y se irradia la fe, familias católicas que sienten el santo orgullo de serlo y que dan valiente testimonio de Cristo con sencillez, pero sin temores ni complejos. ¡Se puede! Por gracia de Dios, ahí está el testimonio de muchas familias del Regnum Christi. Es una misión que, como todo camino en la vida, exige sacrificio, pero que llena el alma de inmensa satisfacción.

Jóvenes: el futuro de la familia está en sus manos

No piensen, estimados jóvenes, que estas reflexiones van dirigidas sólo a sus padres; antes al contrario, las he escrito pensando también en ustedes, que han recibido de Dios la maravillosa vocación de realizarse como hombres y como mujeres en el amor. Ustedes están empezando a descubrir esta vocación, la quieren vivir con intensidad y sueñan seguramente con realizarla un día, si Dios así lo quiere, en un matrimonio y en una familia santa y feliz. No esperen para ello a la víspera de su matrimonio. Los invito a pensar con seriedad delante de Dios en las ideas que les he escrito en esta carta y a que hagan el propósito de comenzar a prepararse desde ahora, para hacer realidad este sueño. Hablen de estos puntos con Jesucristo, ayúdense entre ustedes dentro de sus equipos y secciones; y cuando busquen a la futura mujer y madre de sus hijos, o a su futuro esposo y padre de sus hijos, no olviden estos sencillos consejos y pídanle a Dios que ponga en su camino una persona que comulgue con estas verdades y con quien puedan compartir sus ideales.

La riqueza del carisma espiritual y apostólico que Dios ha querido regalar al Regnum Christi -la experiencia lo confirma en multitud de casos-, constituye una preciosa ayuda para perseverar y crecer como pareja y como familia. Y quienes de entre ustedes ya han madurado en el noviazgo su decisión de casarse, no esperen al día de su boda para empezar a ponerlas por obra; construyan su matrimonio y futura familia ya desde su noviazgo, orando juntos, viviendo su fe juntos e irradiándola entre ustedes y a los demás.

No puedo concluir una carta sobre la familia sin dirigir mi pensamiento a los niños, que son el corazón y la alegría del hogar. Cristo los necesita, confía en cada uno y quiere realizar verdaderos milagros a través de ellos en el corazón de sus papás, de sus hermanos y familiares. He conocido a muchas familias que gracias a los niños hacen una oración antes de las comidas, o que rezan juntos a la Santísima Virgen María antes de irse a dormir. Conozco también a muchos señores que gracias a sus hijos han tenido la dicha de participar en misiones de evangelización en familia. No tengan miedo de hacerlo también ustedes. Si de verdad quieren a sus papás y hermanos, ayúdenlos, con su buen comportamiento y su valentía a hablar de Cristo, a ser mejores papás y mejores hermanos; a ser, en definitiva, más amigos de Cristo.

Termino esta conversación con el lema que enmarca la celebración de Cristo Rey y el día del Regnum Christi, y que ha servido de ocasión para suscitar estas líneas: «¡Venga tu Reino! ». A Jesucristo, Rey del universo, le pido hoy que de verdad reine en el corazón de cada uno de los hombres y de las mujeres del Regnum Christi; y a los pies de la Santísima Virgen, Reina de la familia, pongo a cada una de sus familias para que Ella les alcance la gracia de ser un reflejo de esa Sagrada Familia de Nazaret. ¡Envía, Señor, a tu Iglesia y al mundo, obreros para la mies, familias generosas y misioneras, familias auténticamente cristianas!

Con mi bendición sacerdotal, quedo de ustedes afmo. y s.s. en Jesucristo,

P. Marcial Maciel, L.C.