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La virtud de la caridad

Cuentan de un joven noble muy orgulloso que un día pidió entrar de monje en un monasterio, para ello habló con el Abad, que quiso conocer sus aptitudes, hábitos e inclinación a la vida religiosa. El candidato alzó la frente con presunción al decir: “voy vestido siempre de blanco, no bebo otra cosa que agua, hago penitencia revolcándome en la nieve en invierno y, porque me parece poco, incluso pongo clavos en mis zapatos y ordeno a mi escudero que me azote cada día…” En aquel momento llegó un caballo a beber en un abrevadero y se revolcó luego en la nieve: “ves –le dijo el Abad- esta criatura es también blanca, no bebe más que agua, se revuelca en la nieve, los clavos le atormentan los pies y recibe también látigos. Y no es más que un caballo…”

Humildad viene de “humus”, tierra: nos hace tocar de pies en el suelo recordando lo que decía san Francisco de Asís: cuando abandones esta tierra, no podrás llevar contigo nada de lo que has recibido, solamente lo que has dado: un corazón enriquecido por el servicio honesto, el amor, el sacrificio y el valor. Por eso, decía Santa Teresa de Jesús que humildad es andar en verdad. Y San Josemaría Escrivá de Balaguer veía cómo la humildad se despliega en mil destellos de luz, un abanico multicolor de virtudes de vital relevancia: sencillez, veracidad, sinceridad, transparencia, confianza absoluta en Dios, abandono en sus manos, fe firmísima, esperanza inquebrantable, amor tierno y fortísimo, facilidad para olvidar penas y descubrir alegrías, optimismo, audacia y perseverancia en el pedir... “Es la virtud que nos ayuda a conocer, simultáneamente, nuestra miseria y nuestra grandeza”. La humildad es la base y fundamento de todas las virtudes, y sin ella no hay ninguna que lo sea, como decía también Cervantes.

Desde una perspectiva sobrenatural, el fundamento de la vida espiritual es sentirse hijo de Dios; pero como en las monedas, hay otra cara: desde el punto de vista humano sólo es posible cuando hay humildad. Por ello –dice Santo Tomás de Aquino- es necesario que los hombres que progresan de este modo disminuyan su propia estimación, porque cuando más penetra alguien en la grandeza divina tanto más considera pequeña la condición humana.

Dicen, también, que el novelista inglés Arnold Bennet (1867-1931) tratando de demostrar a las gentes de París que el agua que bebían no era la causa de la epidemia de tifus que asolaba la ciudad, bebió publicamente un vaso de aquel agua. Murió de tifus a los pocos días. El orgullo es el gran obstáculo a la felicidad y esto puede llegar hasta el punto de no asombrarnos con las maravillas de la creación. Sino, hacemos de Dios un problema, llegando a creer que nosotros lo hemos inventado, y entonces el hombre se autodestruye en hacerse dios: "Sin humildad no puede haber humanidad" (Sir John Buchan).

En cambio, un corazón sencillo y gentil, es camino seguro para llegar al corazón de las personas y también al corazón de Dios. Es necesario no centrarnos en “mi carrera, mi prestigio, mi mujer, mis posesiones, mis aficiones o viajes o lo que sea”, y el icono de apertura a Dios y vaciamiento interior es la Virgen María: sentirse instrumento dejando obrar al Artista. Esta es la clave de la humildad: hacer y desaparecer; servir a los demás con alegría; así hasta que nuestras flaquezas se convierten en fortaleza.