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La Santa Misa y la Virgen María

En este año dedicado a la Eucaristía podemos considerar un aspecto particular del Misa: su relación con la Virgen María. La presencia de la Virgen en nuestra vida puede alcanzar su momento culminante en el sacrificio del Altar. Cada día, al bajar Cristo a las manos del sacerdote, se renueva su presencia real entre nosotros con su Cuerpo, con su Sangre, con su Alma y con su Divinidad: El mismo Cuerpo y la misma Sangre que tomó de las entrañas de María. Santa María siempre acompaño a Jesús en un silencioso recato por la tierra de Palestina. En la Misa se advierte, entre velos, el rostro purísimo de María.

La Virgen llevó en su seno a Jesús pero también cuidó de él, lo alimentó hasta presentarle en el altar en el día fijado. Toda la vida de María se puso al servicio de Cristo y de su obra salvífica. María es la Madre del sumo y eterno sacerdote y la madre de todos los sacerdotes.

En su vida vemos momentos de gozo y de dolor. Sufrió por San José, hasta que un Ángel le reveló el misterio a su Esposo. Después, como no había lugar para ellos en la posada de Belén, trajo al mundo a su Hijo en un establo destinado a los animales. Al final, cuando Jesús agoniza, la Virgen está al pie de la Cruz, consintiendo en la inmolación de su Hijo. Ella colaboró libremente a la salvación del género humano. Es Corredentora.

Si deseamos vivir de acuerdo con nuestra alma sacerdotal, meditemos su vida. Su presencia junto a la Cruz de Jesús, cumple un especialísimo designio divino. Lo que Jesús sufrió en el Cuerpo, María lo sufrió en el alma. Soportó el dolor y casi la muerte. Es lógico que actúe de modo inefable en cada Misa.

La presencia de la Virgen junto a Jesús va más allá del momento en que se renueva incruentamente el Santo Sacrificio. Santa María Margarita escribía: “Jesús me ha enseñado la forma de participar en la Misa: uniéndome a los sentimientos de María, su Madre, al pie de la cruz”. Durante la Pasión, Cristo ve a la Virgen y se llena de fuerzas. En la Misa se renueva la entrega que Jesús hace de su Madre, lo más precioso que tenía.

Vemos que el mal crece en le mundo, Pues bien, la Santa Misa es el más poderoso acto de desagravio para expiar los pecados. A la hora de la muerte, el más grande consuelo será las Misas oídas en vida.

Escribe el Santo Cura de Ars respecto a la Misa: “Necesitaríamos de toda la eternidad para prepararnos, necesitaríamos de toda la eternidad para dar gracias, pues es el Santo Sacrificio” 

San Juan María Vianney predicaba: “Hijos míos, no hay nada tan grande como la Eucaristía. ¡Poned todas las buenas obras del mundo frente a una comunión bien hecha: será como un grano de polvo delante de una montaña!” . Y continuaba: “Todas las buenas obras juntas no equivalen al santo Sacrificio de la Misa, porque son obras de los hombres, y la Misa es la obra de Dios (...) Si el hombre conociera bien este misterio moriría de amor (...). Sin la divina Eucaristía, nunca habría felicidad en este mundo”.

Tihamér Tóth, escribe para el 34º Congreso Eucarístico Internacional (Budapest 1938): “Una sola Misa tributa a Dios mayor homenaje y respeto que las oraciones de todos los ángeles del cielo; porque en la Santa Misa no son ángeles lo que da gloria a Dios, sino que es su Hijo Unigénito quien le rinde una adoración de valor infinito”.

En la Misa, la eternidad se introduce en el tiempo, pero no para destruir el tiempo, sino para poner de manifiesto que el tiempo, todo el tiempo, también el tiempo vulgar está transido de eternidad, eso es la Misa, redunda en la vida, más aun, ordena la vida, impulsa a vivir con la verdad que en la Misa se ha manifestado, con la actitud de amor que en la Misa se ha revelado el amor de Cristo y se ha producido en nosotros al responder a Cristo.

Una sola Misa bastaría para anular el mal en el mundo... y tenemos muchas Misas en un día. Un solo Sagrario bastaría para sentirnos apoyados..., ¡y hay muchos en este mundo nuestro!